Verano, viol¨ªn rojo
Para un latinoamericano del Cono Sur es dif¨ªcil concebir que el verano sobrevenga en julio y agosto. Nuestras estaciones no son las de Vivaldi, sino las de Gardel y otros del barrio: "una noche de verano / cuando el r¨ªo es m¨¢s azul", "y el alma del oto?o sacudir¨¢ su son", "hab¨ªa en mi frente tantos inviernos / que tambi¨¦n ella tuvo piedad", "es triste la primavera/ si se vive deste?ida". La cursiler¨ªa, esa hermen¨¦utica del pobre, campa all¨ª en todo su esplendor. Sin embargo, ¨¦sas del tango son, mal que bien, nuestras estaciones. Acaso, para ampliar los pormenores, habr¨ªa que hablar de un oto?o, de instalada transparencia, con un sol amarillo que rodea los pinos y hace prestigiosa su inmovilidad; de un magro invierno, sin nieve pero con r¨¢fagas de lluvia casi horizontales que humedecen los t¨ªmpanos, y un chispeante viento que encrespa las tentaciones y desmantela la inocencia; de una primavera como desenlace de la hipocondr¨ªa, con una luz extra?a que se instala en los patios, junto a la madreselva y en el coraz¨®n; y, por fin, de un verano capaz de incorporar las olas necesarias para abrazar las rocas de la siesta.En nuestro verano de enero a marzo, al menos en el que recuerdo, Montevideo no quedaba vac¨ªo como Madrid en el suyo. Montevideo se llenaba entonces de turistas brasile?os y argentinos, ya que los verdaderamente opulentos, o sea, los norteamericanos, nunca llegaban tan al sur; aunque partieran con esa intenci¨®n, antes, mucho antes de llegar al grado 35 de esa latitud, se iban enganchando en los casinos y en las tangas de Nassau, Acapulco o Copacabana.
En nuestra comarquita, el verano fue siempre la estaci¨®n gloriosa, la m¨¢s publicitada, la m¨¢s cara. En consecuencia, todo lo desagradable, lo inc¨®modo, lo s¨®rdido, sol¨ªa postergarse para el oto?o o el invierno. Como proclamaba Melina Mercouri en pel¨ªcula de alegre recordaci¨®n, todos nos ¨ªbamos a la playa. Quiz¨¢ por eso nuestras fechas patrias m¨¢s importantes (jura de la primera Constituci¨®n, declaratoria de la independencia) nunca son de verano, sino de invierno: julio y agosto. Ni siquiera los militares se atrevieron a dar su cuartelazo en plena can¨ªcula; con santa paciencia, esperaron hasta junio.
El verano no es estaci¨®n de fragores, sino de treguas. Nos aburrimos de los rencores y estamos, como nunca, dispuestos a la paz. Reconozco, sin embargo, que el vaciamiento de una gran ciudad como Madrid posee tambi¨¦n un atractivo cierto. De pronto hacen sentir su presencia las plazas, los parques, las glorietas, las fuentes y los jardines. Los pocos que se quedan, sudando la gota gorda o la gota flaca, se hacen gui?os de complicidad y tambi¨¦n de mutua comprensi¨®n, en tanto que la ciudad, convertida en un sosiego casi un¨¢nime, agradece esa permanencia, a contrapelo de los m¨¢s. En ning¨²n otro per¨ªodo del a?o existe una comunicaci¨®n tan cabal entre la ciudad y su habitante como en estos meses de relaci¨®n casi privada, sin intermediarios.
?poca preferida, entre otros, por los ¨¢rboles, que vuelven, por fin, a desempe?ar el papel protag¨®nico que ten¨ªan en el pasado, cuando no eran necesarios los ecologistas. Y tambi¨¦n por los p¨¢jaros, que disfrutan a ala batiente la asunci¨®n de una urbe que de pronto se les vuelve vivible y volable. Durante el verano, por razones obvias, no pasan cosas demasiado importantes. Sin embargo, los escritores y artistas, conscientes quiz¨¢ de que el verano convoca algo as¨ª como una mitolog¨ªa dom¨¦stica, no lo han desperdiciado como tema. Desde Shakespeare, Sue?o de una noche de verano, hasta el argentino Gregorio de Laferrere, Locos de verano, pasando por Verano y humo, de Tennessee Williams. Entre los narradores, El hermoso verano, de Pavese, Tormenta de verano, de Juan Garc¨ªa Hortelano, Las ceremonias del verano, de Marta Traba, y el cuento Verano (incluido en Octaedro), de Julio Cort¨¢zar. Dos nombres cimeros de la poes¨ªa latinoamericana, Neruda y Vallejo, tocan el verano con met¨¢foras que son casi de signo contrario. El chileno, en su Oda al verano, escribe adicto: "Verano, viol¨ªn rojo, / nube clara, / un zumbido / de sierra / o de cigarra / te precede", mientras que el peruano, zumb¨®n, m¨¢s profundo quiz¨¢, anuncia: "Verano, ya me voy. Y me dan pena / las manitas sumisas de tus tardes. / Llegas devotamente; llegas viejo; / y ya no encontrar¨¢s en mi alma a nadie".
La historia se detiene
En realidad, el cine ha demostrado ser la m¨¢s veraniega de las artes. Entre los suecos, estiv¨®filos practicantes, un gran realizador como Ingmar Bergman ha enfocado el tema por lo menos en tres ocasiones: Sommarlek (Juegos de verano), Sommarnattens Leende (Sonrisas de una noche de verano) y Sommaren met Monika (Un verano con M¨®nica), y otro sueco, Arne Mattson, obtuvo un ¨¦xito espectacular con S¨®lo bail¨® un verano (en R¨ªo de la Plata se llam¨® Un solo verano de felicidad). Algo semejante ocurre con los japoneses, al menos en los t¨ªtulos traducidos (vaya uno a saber c¨®mo suena el original nip¨®n). Nagisa Oshima film¨® Verano japon¨¦s: doble suicidio obligado (sic), y Yasujiro Oza, Verano tard¨ªo. El italiano Valerio Zurlini dirigi¨® El verano violento, el ingl¨¦s David Lean, Summertine (Locura de verano), el mexicano Alejandro Galindo, Verano ardiente, y el austriaco-norteamericano Fred
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Verano, viol¨ªn rojo
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Zinnemann, Five days, one summer (Cinco d¨ªas, un verano).
Ahora bien, ?qu¨¦ partido sacan escritores y artistas de ese verano que tanto los atrae? Algunos ven en la diversi¨®n estival una suerte de gran simulaci¨®n: los cuerpos se desnudan, pero los rostros se enmascaran. Cada personaje quiere ser distinto de lo que en realidad es. Los cicateros se disfrazan de manirrotos; los mis¨®ginos, de donjuanes; los duros, de sensitivos; los lac¨®nicos, de locuaces; los fascistas, de dem¨®cratas; las veteranas, de muchachas en flor. Otros, convierten el mundo en un gigantesco m¨¦dano e inventan o reproducen personajes casi est¨¢ticos que, tendidos en la arena, flirtean con desgana, discuten sin ardor o cultivan morosamente el malentendido, siempre mirando hacia el mar infinito y dando la espalda al gran logogrifo que deber¨¢n solucionar en el oto?o. De todas maneras, los acreedores y los verdugos, los gerentes y los gerontos tambi¨¦n veranean. O sea, que en el verano cabe todo. La publicidad y la amnesia; la c¨®pula y el surfing; la tercera docena y Harold Robbins; el pecado original y el duplicado.
Hubo una ¨¦poca en mi pa¨ªs en que la costa balnearia, cara y barata a la vez, con su pesca, su deporte, sus vitaminas, su sensaci¨®n de salud, su celulitis al sol, su ocio tostado, sus espaldas despellejadas, su mate con termo, su radio a transistores, sus casinos, su invitaci¨®n er¨®tica, era, durante el pr¨®digo verano, una suerte de El Dorado para la clase media. La calle era ya entonces un conflicto permanente; el campo era penuria; s¨®lo la playa se conservaba id¨ªlica. De pronto hubo un zarpazo y concluy¨® el verano. Hace 10 a?os que concluy¨®. El sol, austero y riguroso, sigue cayendo a plomo; las olas, melanc¨®licas y tibias, siguen lamiendo la arena olvidadiza. Pero el pa¨ªs perdi¨® definitivamente su inocencia. No s¨¦ si est¨¢ bien o si est¨¢ mal. Despu¨¦s de todo, ?de qu¨¦ sirve un pa¨ªs inocente en esta ¨¦poca de buitres al acecho? S¨®lo los pa¨ªses que pierden su candor pueden reconocer al enemigo. El nuestro ya aprendi¨® a reconocerlo. En oto?o, en invierno, en primavera y en verano.
Tengo la sensaci¨®n, acaso err¨®nea, de que durante el verano la historia se detiene. Quiz¨¢ sea para tomarse un respiro, pero se detiene. El verano es siempre una realidad espuria, una vida postiza. Por eso, cuando el viol¨ªn rojo concluye su c¨¢lido intermezzo, de inmediato vuelve a o¨ªrse el implacable estruendo de las bocinas y las sirenas, de los vivas y los mueras, de las campanas y los misiles. Y durante tres largas estaciones, nadie se acordar¨¢ de los ¨¢rboles y de los p¨¢jaros.
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