La emoci¨®n de un concierto de 'rock'
LOS HECHOS que han venido produci¨¦ndose ¨²ltimamente en los conciertos de pop y de rock est¨¢n convirtiendo lo que se plantea como ocasi¨®n de gozo y placer en una cr¨®nica de sucesos sin final previsible. Ll¨¢mense Miguel R¨ªos, Supertramp o Eddy Grant, los ba?os de hermandad por ellos convocados suelen acabar como el rosario de la aurora, con poco lucimiento art¨ªstico y grave peligro para la integridad f¨ªsica de los asistentes.Todo concierto de rock posee unas connotaciones de esc¨¢ndalo que tampoco son nuevas y pueden remontarse a los or¨ªgenes de esta m¨²sica. Unas veces surgen de una histeria fan¨¢tica mal enfocada; otras, de posturas ideol¨®gicas tan contestatarias como activas y, en cualquier caso, potenciadas por fallos en la organizaci¨®n. Pero lo que pod¨ªa ser admisible en los principios de esta m¨²sica se va convirtiendo en insoportable a estas alturas. El montaje del rock ya no es un juego de aficionados, sino una industria que mueve miles de millones de pesetas y unos m¨¦todos promocionales que rebasan el voluntarismo de unos amigos bien intencionados o unos profesionales que empiezan.
Cuando a un ciudadano se le cobran 2.000 pesetas por una entrada debe ofrec¨¦rsele algo a cambio. Y ese algo no s¨®lo es m¨²sica, sino tambi¨¦n condiciones para apreciarla. Sin embargo, y con la incomprensible excusa de que ese ciudadano es joven y no muy celoso de miramientos, los organizadores le tratan con un desprecio s¨®lo comparable con la insolencia que muestran en sus declaraciones sobre el tema. El ¨²ltimo ejemplo lo ha ofrecido Gay Mercader cuando afirma que pretende introducir (se desconoce el m¨¦todo) a unas 18.000 personas en el madrile?o Campo del Gas para que contemplen las evoluciones de Rod Stewart. En dicho recinto, ajeno a cualquier tipo de comodidad, no caben m¨¢s de 4.500 personas en condiciones. La pretensi¨®n anunciada anticipa ya de por s¨ª los disturbios, la intervenci¨®n de la fuerza p¨²blica y, en cualquier caso, la conversi¨®n de un concierto en una gamberrada, pues en dichas condiciones no hay concierto posible, ni m¨²sica que suene, ni p¨²blico que la aprecie.
No es s¨®lo la sobreabundancia de entradas vendidas para recintos exiguos: los servicios de seguridad no tienen de ordinario de ¨¦sta m¨¢s que el nombre, y parecen siempre dispuestos a transmutarse en una rara especie de seres fren¨¦ticos sedientos de violencia antes que en guardianes que evitan la misma. Los locales no s¨®lo carecen de comodidades, sino que suelen ser bastante vulnerables para los colones, que contribuyen con facilidad al mare magnum. A todo ello se une la renuencia de las fuerzas de orden p¨²blico a tomar cartas preventivas en el asunto -cosa f¨¢cil de hacer desde cualquier gobierno civil que quiera controlar las condiciones en que se desarrolla un espect¨¢culo, el aforo del lugar, las entradas vendidas, las facilidades de acceso, etc¨¦tera- y s¨ª a actuar a la brava cuando ya el jaleo no tiene remedio. De esta forma, llega un momento en que los sufridos espectadores de cualquier concierto, atrapados como conejos, ya no saben si permanecer en la cochiquera mientras les llueven botellas y botes de humo desde el exterior o salir a ese exterior para encontrarse con las furias desatadas en plena batalla campal entre los que quieren entrar y no pueden, los que quieren salir y no les dejan y los guardias dando porrazos para que no se mueva nadie.
El rock dur¨® tiene sus emociones propias, no es necesario aumentarlas tan brutalmente. Y mucho menos suponer que son los aficionados a la m¨²sica, y no los aficionados a empresarios incapaces de organizar la cosa como es debido, los responsables de los des¨®rdenes.
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