No se preocupe: tenga miedo
Dec¨ªa la otra noche Oriana Fallaci que los grandes miedos de su vida no los ha sentido en la guerra ni en ninguno de los instantes de riesgo que ha afrontado en la pr¨¢ctica de su oficio. No; el miedo mayor lo ha sentido antes de hacer alguna de sus grandes entrevistas, y no por cierto las m¨¢s ruidosas. Una declaraci¨®n como aquella no pod¨ªa menos que promover una conversaci¨®n sobre el miedo profesional, que ser¨ªa el que padece toda persona responsable en el momento en que afronta la realidad de su profesi¨®n. Alguien que le ten¨ªa miedo al avi¨®n -como tantos viajeros de hoy- cont¨® que el m¨¢s intenso de su vida lo hab¨ªa sentido en la cabina de una enorme nave trasatl¨¢ntica. Lo hab¨ªa invitado el piloto, que en esa forma trataba de demostrarle que la seguridad y el m¨¦todo rutinario de la tripulaci¨®n eran la vacuna m¨¢s eficaz contra el terror del vuelo. La demostraci¨®n fue muy convincente, hasta el instante en que el avi¨®n se coloc¨® en la cabecera de la pista y la torre de control dio la orden de despegue. Entonces, tanto el piloto como el copiloto hicieron una pausa instant¨¢nea en su trabajo y se santiguaron al un¨ªsono. Un buen cat¨®lico que estaba presente discuti¨® con argumentos muy l¨²cidos que el acto de santiguarse no era se?al de miedo, sino un deber simple de buen creyente. Pero la mayor¨ªa de los presentes -que tal vez ¨¦ramos id¨®latras an¨®nimos- estuvimos de acuerdo en que tambi¨¦n los pilotos de las grandes l¨ªneas tienen miedo de volar y su m¨¦rito mayor consiste en hacerlo, y hacerlo bien, a pesar del miedo. Siguiendo el tema, le preguntaron a un cirujano si no hab¨ªa sido v¨ªctima alguna vez del terror profesional. La pregunta era adecuada, porque tal vez ning¨²n oficio se practica, como la cirug¨ªa, en el l¨ªmite mismo de la vida y la muerte. En este caso era a¨²n m¨¢s adecuada, porque se le planteaba a un cirujano que hab¨ªa tenido en su mesa de operaciones a m¨¢s de cuatro jefes de Estado. Su respuesta fue un poco sesgada, pero terminante: "Hace poco tuve el honor de operar a mi viejo maestro de cirug¨ªa". Por ese camino, desde luego, la conversaci¨®n sigui¨® en torno a todos los miedos imaginables, y la conclusi¨®n final fue que todo profesional serio -lo confiese o no- tiene casi el deber de sentir miedo en el momento de las grandes responsabilidades del oficio.De paso, se contaron muchas an¨¦cdotas demostrativas de que no es cierto -como tanto se dice y se repite- que todo miedo es en el fondo el miedo a la muerte. Para muchos hay uno peor: el miedo esc¨¦nico. Es decir, ese terror de hablar en p¨²blico, que s¨®lo quienes lo padecemos sin remedio conocemos hasta qu¨¦ extremos de confusi¨®n puede conducir. Aun quienes logran dominarlo est¨¢n amenazados por acciones imprevistas. Uno de nuestros contertulios, que hab¨ªa sido presidente de la Rep¨²blica austral, cont¨® que en cierta ocasi¨®n, mientras improvisaba un discurso, olvid¨® por completo el nombre del agasajado, que se encontraba al lado suyo; no s¨®lo no pudo recordar el nombre en aquel momento, sino que lo olvid¨® muchos a?os despu¨¦s, cuando nos refiri¨® la an¨¦cdota.
Por cierto, que entre los miedos de que no se habl¨® habr¨ªa que incluir en un rengl¨®n el miedo de no recordar los nombres de las personas conocidas que uno encuentra de pronto. Sobre todo cuando ¨¦stas no son tan compasivas como para sacarnos del apuro, sino todo lo contrario. De all¨ª que los escritores recordemos con tanta gratitud a los lectores bien educados que nos solicitan una dedicatoria en un libro y tienen el buen cuidado de decir su nombre, aun a sabiendas de que el autor tendr¨ªa que conocerlo. "Hombre", les dice uno con alivio infinito, "?c¨®mo se te ocurre que no voy a recordar c¨®mo te llamabas?". Pues en realidad no hay un aprieto m¨¢s aterrador que el de estar con un libro abierto y una pluma en la mano frente a alguien que espera en silencio una dedicatoria cordial. Hay un recurso: preguntar el nombre pero sin levantar la vista. Pero nunca falta alguien que diga: "C¨®mo vas a saberlo si no siquiera me has mirado". Y entonces uno levanta la vista y se encuentra con el pavor de ver un rostro conocido cuyo nombre se ha borrado para siempre de la memoria.
El miedo de viajar parece ser uno de los m¨¢s comunes e intensos. No me refiero al miedo de los riesgos materiales del viaje, sino a esos aletazos metaf¨ªsicos que lo despiertan a uno m¨¢s temprano que de costumbre el d¨ªa previsto para emprender el viaje. El remedio no est¨¢ siquiera en la experiencia. Al contrario: el miedo aumenta cuanto m¨¢s se viaja y la desaz¨®n indefinida es m¨¢s atroz cuanto m¨¢s se acostumbra uno a viajar. Es algo como la incertidumbre de lo desconocido, que s¨®lo cesa al t¨¦rmino del viaje. Todo esto se ha vuelto mucho m¨¢s terrible con los nuevos inventos. Antes, cuando se andaba en medios de transportes a la escala humana, uno sent¨ªa que se alejaba de su casa con el alma en su armario. Pero ahora no. Uno atraviesa el Atl¨¢ntico en doce horas y llega al otro lado con la certidumbre desapacible de haber llegado s¨®lo con el cuerpo, mientras el alma sigue viajando a la zaga por sus propios medios y a una velocidad mucho m¨¢s racional: a lomos de una mula. A veces pasa uno hasta ocho d¨ªas como perdido en una bruma de irrealidad, arrastrando el cuerpo vac¨ªo que lleg¨® en el avi¨®n, hasta el instante feliz en que por fin el alma acaba de llegar.
En aquella conversaci¨®n, que varias veces alcanz¨® la tensi¨®n del juego de la verdad, no pod¨ªa faltar quien recordara el miedo m¨¢s antiguo y oscuro de la especie humana: el miedo del amor. No fueron muchos hombres los que admitieron sentirlo en toda experiencia nueva como si fuera la primera vez, pero los pocos que no le ten¨ªan miedo al miedo estuvieron de acuerdo en que no hay miedo m¨¢s irreprimible y deprimente. "Lo que pasa", dijo una se?ora al borde de la madurez, "es que cuanto m¨¢s inteligente se es, m¨¢s miedo se tiene. De modo que el ser humano m¨¢s inteligente le tiene miedo a todo". Y, sobre todo, por supuesto, a la muerte. Sin embargo, la conversaci¨®n hab¨ªa terminado. Nadie tuvo el valor de confesar su miedo a la muerte. Yo, por mi parte, me conform¨¦ con admitir que el sentimiento m¨¢s n¨ªtido que me suscita la idea de mi muerte no es tanto de miedo como de rabia por su tremenda injusticia. Peor a¨²n en un escritor que vive de contar sus experiencias, y que, sin embargo, tiene que vivir resignado al desastre final de no poder contar la m¨¢s importante y dram¨¢tica de todas: la experiencia de la muerte. Tal vez Oriana Fallaci no hab¨ªa imaginado nunca hasta qu¨¦ extremos tan inconsolables iba a llevarnos la espont¨¢nea confesi¨®n de su miedo.
ACI, 1983.
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