Palabras de holganza
Los fil¨®sofos de la sociedad, con Max Weber al frente, han desarrollado muy sesudas teor¨ªas en busca de la clave explicadora del talante diferencial de los pueblos frente a la necesidad del trabajo. Seg¨²n sus lucubraciones, la religi¨®n cat¨®lica ocupar¨ªa un papel de primer orden en. la fijaci¨®n de las pautas morales capaces de marcar la aristocr¨¢tica distancia frente a todo lo que fuere enriquecimiento por medio del trabajo propio y, si hubi¨¦ramos de hacer caso a Marx, tambi¨¦n del ajeno. Por el camino contrario, el puritanismo protestante habr¨ªa acertado a situar entre las metas sociales la del doble y laborioso empe?o en acumular fortunas y despreciar holganzas.Al igual que cualquier otra gran generalizaci¨®n, la tesis weberiana sobre la ¨¦tica protestante y el esp¨ªritu del capitalismo acab¨® sufriendo inn¨²meros acosos, aunque quiz¨¢ el peor de todos le haya venido no de ¨¢mbitos cultos, sino de esferas muy alejadas del quehacer acad¨¦mico: las de las agencias de viajes al por mayor. Nada m¨¢s dispar del esp¨ªritu que anim¨® a los levellers y diggers a combatir, en la Inglaterra de comienzos del siglo XVIII, por los derechos naturales de la humanidad, que la f¨®rmula de viaje a Ibiza -por ejempio- con avi¨®n y hotel pagado.
Hoy, la estructura m¨¢s profunda del mundo del trabajo gira en torno al derecho a no trabajar y seguir cobrando durante un lapso de tiempo lo m¨¢s dilatado posible, y ni siquiera la amenaza del paro logra ocultar la considerable diferencia que existe entre dos actitudes dispares y aun contrapuestas: la de entender el trabajo como un fin en s¨ª mismo -tesis, por cierto, que no queda demasiado lejos de la antropolog¨ªa del propio Marx- o la de verlo como un inc¨®modo e insoslayable medio para conseguir toda una suerte de aspiraciones, entre las que figura en lugar preferente el dejar de trabajar.
Como consecuencia de estos sue?os nos tropezamos con peri¨®dicos movimientos migratorios en pos de alg¨²n cent¨ªmetro cuadrado tolerablemente libre en la arena, que suelen coincidir -los movimientos, no. los cent¨ªmetros- con el colapso de la actividad nacional p¨²blica y privada. El insensato que pretenda, en Espa?a y en el mes de agosto, hacer uso de sus m¨¢s elementales derechos ciudadanos, suele llevarse una previsible y desagradable sorpresa, quiz¨¢ en justo pago a su ang¨¦lica ingenuidad, ya que, dir¨ªase que a toque de corneta y con una disciplinada obediencia en el gesto y una ciega unanimidad en el prop¨®sito que ya quisi¨¦ramos para otros trances, las oficinas y las cl¨ªnicas y las f¨¢bricas quedan vac¨ªas o, mejor dicho, atendidas por lo que eufem¨ªsticamente se llama turno de guardia, situaci¨®n en la cual al que se le ocurre ponerse enfermo, o usar de la burocracia que paga, o confiar en el cumplimiento de los plazos de entrega de las mercanc¨ªas -o bajando muchos escalones, arreglar un grifo que gotea o una l¨¢mpara que no alumbra- no le queda ni siquiera el arbitrio de rezar a unos inexistentes santos calvinistas.
Gracias a la fiebre por el viaje organizado, Espa?a pudo ensayar el remedo de industrializaci¨®n en el que hoy nos encontramos y tambi¨¦n pudo salvar, aunque un poco a trancas y barrancas, la f¨®rmula cuasi imperial de la autarqu¨ªa. Dadas las circunstancias, no se puso la menor objeci¨®n al origen her¨¦tico de las divisas que entraban a chorro por nuestras costas y ah¨ª comenz¨® todo el desbarajuste (quiz¨¢ ben¨¦fico, en cierto sentido) porque la herej¨ªa for¨¢nea no contaminaba tan s¨®lo al dinero sino que, a su comp¨¢s y como de repente, nos impuso unas costumbres imposibles de atajar a golpe de porrazo de guardia o de decreto en el Bolet¨ªn Oficial del Estado. ?se fue el instante en el que el recio talante castellano, que oficialmente marcaba y aun defin¨ªa al espa?ol, perdi¨® la batalla y fue cediendo el paso a la hamburguesa y el twist.
Cualquier tipo de comparaci¨®n que se establezca -si se except¨²a, quiz¨¢, el zarzuelero y dom¨¦stico tema ecol¨®gico- no puede llevarnos m¨¢s que al sonrojo ante lo que fue la loa de la alpargata nacionalcat¨®lica. Pero me pregunto, no obstante, si el bienvenido cambio (?) no nos habr¨¢ conducido, como casi siempre, al desmelenado furor del converso; pi¨¦nsese que Espa?a es un pueblo de conversos que, hist¨®ricamente, han sentido la pretensi¨®n de hac¨¦rselo perdonar.
La proclamaci¨®n de las inn¨²meras virtudes de la holganza puede ser peligrosa en un pa¨ªs, como el nuestro, en el que no ha existido jam¨¢s demasiado apego al trabajo. Pi¨¦nsese tambi¨¦n en que ni siquiera una interpretaci¨®n religiosa del fen¨®meno podr¨ªa llegar a producir el milagro de que se consiguieran los fines asociados a una playa de feliz holganza sin tener que acudir al enojoso arbitrio del trabajo invernal.
Jam¨¢s he cre¨ªdo en la receta de la prevista diversi¨®n y la cantada holganza a plazo fijo, y siempre he dado gracias a los clementes dioses por haberme concedido la ventura de un trabajo que, a fuerza de resultarme grato y sosegador, me justifica en s¨ª mismo y ante m¨ª mismo. Con esto no quiero dar a entender -quede claro- que la torre eb¨²rnea me impida compartir, incluso con simpat¨ªa, el anhelo de holganza, aunque s¨ª, al menos, me lleve a a?orar, con cierta nostalgia benevolente, el radical abandono de los ejemplares y antiguos amores por el trabajo.
Copyright Camilo Jos¨¦ Cela, 1983.
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