Esposas alquiladas
Se dice que algunos jefes de Estado africanos, cuyas esposas no son bellas, tienen derecho a llevar otra mujer que s¨ª lo sea cuando hacen viajes oficiales al exterior. El que lo dijo no est¨¢ muy seguro de lo que dec¨ªa, y tal vez no se atrevi¨® a dar m¨¢s detalles, y mucho menos en relaci¨®n con lo que todos quisieran saber: hasta d¨®nde llegaban los derechos del jefe de Estado con la esposa prestada, si dorm¨ªan en alcobas distintas o si, por el contrario, la falsa primera dama ten¨ªa los mismos derechos y deberes de la leg¨ªtima hasta las ¨²ltimas consecuencias d¨¦ la intimidad. En todo caso, la sospecha de que es cierta esta versi¨®n de la esposa postiza parece confirmada por el hecho notable y notorio de que en las recepciones de la alta pol¨ªtica internacional las mujeres que m¨¢s llaman la atenci¨®n por su belleza, por su elegancia y por su originalidad son esas s¨ªlfides de ¨¦bano que vuelven invisibles a las primeras damas occidentales y dejan sin aliento a sus maridos, y a veces -por cierto- ni siquiera se toman el trabajo de parecer esposas de nadie.Puesto que el origen de todo suele encontrarse en la Biblia, es inevitable evocar lo que le pas¨® a Abraham -o Abram, como se escribe ahora- cuando se fue a Egipto con su esposa Saray, que se ten¨ªa por una de las mujeres m¨¢s bellas de su tiempo. Temeroso de que los egipcios lo mataran para quedarse con ella, Abram la convenci¨® de que se hiciera pasar por su hermana, "a fin de que me vaya bien por causa tuya, y -viva yo en gracia a ti". Y en efecto, tan bien les fue a ambos que, el fara¨®n se enamor¨® de Saray "y trat¨® bien a Abram por causa de ella y le dio ovejas, asnos, siervos, siervas, asnas y camellos". Hasta que Jehov¨¢ -Jahveh, como se escribe ahora- castig¨® al fara¨®n con grandes plagas por un pecado que ignoraba haber cometido y expuls¨® de su reino a Abram y Saray. La moraleja de este remoto episodio del G¨¦nesis, aplicado a la supuesta costumbre de ciertos monarcas africanos, es que alguien se crea al pie de la letra el cuento de la esposa alquilada y se encuentre de pronto con su casa llena de plagas por haber seducido a la leg¨ªtima.
La primera vez que se oy¨® hablar sin la menor clemencia de la fealdad hist¨®rica de una primera dama fue durante el reinado de Eleanor, la esposa del presidente de Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt. El escritor Ricardo Mu?oz Suay, que la conoci¨® en su juventud cuando fue a Washington con una misi¨®n de la Rep¨²blica espa?ola durante la guerra civil, dice que no la apreci¨® nunca por su generosidad, pues en cambio de la ayuda urgente que fueron a pedirle lo ¨²nico sustancioso y memorable que les dio en aquel verano ardiente fue un cartucho de helado a cada uno de los miembros de la misi¨®n. Pero dice tambi¨¦n que era una mujer tan corpulenta, tan desproporcionada y tan fea, en definitiva, que termin¨® por parecerle de una hermosura extra?a. No era, sin embargo, la m¨¢s fea de su tiempo, pues el cetro lo llev¨® hasta su muerte la periodista mundana Elsa Maxwell, y lo llev¨® con tanto orgullo que no tuvo necesidad de casarse con ning¨²n jefe de Estado para que su fealdad mereciera el reconocimiento universal. La grande iron¨ªa de su vida fue que cuando era muy ni?a gan¨® un concurso de belleza infantil, y alguna vez public¨® la foto de ese acontecimiento para que fueran m¨¢s prudentes los padres que llevan en la cartera, los retratos de sus hijos para mostr¨¢rselos a todo el mundo.
Nunca fue m¨¢s indiscreta la prensa de Estados Unidos que con motivo de la visita a ese pa¨ªs del primer ministro sovi¨¦tico Nikita Krutchev y de su esposa Nina. Alguien tuvo el mal gusto de calcular que los dos juntos pesaban casi 200 kilos y que parec¨ªan vestidos por sus enemigos con ropas mandadas por correo y tal vez a las direcciones equivocadas. Adem¨¢s de ser descorteses, aquellas observaciones iban cargadas de perversidad pol¨ªtica, porque no disimulaban el prop¨®sito de marcar un contraste con la apostura de la pareja m¨¢s pareja que hubo jam¨¢s en Estados Unidos y que era la que entonces estaba en el poder: John F. Kennedy y Jacqueline Bouvier. ?l llevaba unas chaquetas deportivas impecables, con el estilo perfecto e insoportable de los chicos millonarios de Harvard. Y ella era sin m¨¢s vueltas la modelo mejor vestida del mundo, y una de las m¨¢s bellas, sin ninguna duda, con sus ojos de ternera feliz y sus huesos magistrales. En cambio, Nikita Krutchev aparec¨ªa en los actos oficiales con el que parec¨ªa ser el uniforme de los funcionarios m¨¢s altos de la Uni¨®n Sovi¨¦tica desde la muerte de Stalin: unas Chaquetas bolsudas que parec¨ªan heredadas de un muerto m¨¢s grande y unas mangas que apenas si dejaban ver el borde de las u?as. El colmo de su estilo ,montaraz pareci¨® revelarse cuando se quit¨® un zapato y golpe¨® con ¨¦l su pupitre de jefe de Estado en las Naciones Unidas. Pero, en todo caso, el centro de las burlas era ella, la rozagante y discreta Nina, con sus trajes campesinos de grandes flores coloradas y sus zapatos de gansa. Sin embargo, el tiro les sali¨® por la culata a los infelices cronistas sociales de Nueva York, porque, al final de la visita, la primera dama sovi¨¦tica se hab¨ªa ganado el coraz¨®n de las amas de casa de Estados Unidos, que, al fin y al cabo -como hasta su nombre lo indica-, son las que mandan en su casa. Tal vez de haber he cho lo que ahora se atribuye a ciertos mandatarios africanos, Nikita habr¨ªa cometido el grave error de olvidar que tambi¨¦n en el amor -al contrario de lo que se dice- muchas veces es mejor lo bueno conocido que lo malo por conocer.
En todo caso, lo que ser¨ªa m¨¢s injusto de la supuesta costumbre africana ser¨ªa que las primeras damas no tuvieran la misma prerrogativa de sus maridos. Es decir: que ellas no pudieran cambiar a su vez a sus feos jefes de Estado por un sustituto m¨¢s presentable cuando tuvieran que salir de su pa¨ªs a mostrarse en las vitrinas sin coraz¨®n de la pol¨ªtica internacional. Cu¨¢ntas primeras damas leg¨ªtimas que ahora creemos alquiladas tienen que soportar y arrastrar por los salones mundanos a tantos maridos verdaderos que parecen ejemplares fugitivos de alg¨²n jard¨ªn zool¨®gico del horror. Y no s¨®lo africanos, por supuesto, sino de cualquier parte, pues ya es demasiado sabido que a la hora de ser feos los hombres no tenemos l¨ªmites temporales ni geogr¨¢ficos, as¨ª seamos tan jefes de Estado como John F. Kermedy o como Idi Amin Dada.
? 1983, Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez-ACI.
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