Fantasmas junto al mar
Caminamos en el calor sofocante de este verano europeo por la oriIlla de la playa de Calafell, m¨¢s all¨¢ del bar de La Espineta, en un sector donde los residentes, antiguos recuerdan que la arena llegaba hasta las casas, en la ¨¦poca en que las casas de los pescadores, con las redes extendidas en la planta baja y las habitaciones en el piso de arriba, todav¨ªa exist¨ªan. Alguien recuerda tambi¨¦n que el entonces joven Carlos Barral se lanzaba desde la altura de su balc¨®n, d¨¢ndose una vuelta de carnero, y ca¨ªa con los pies en la arena, en actitud de acr¨®bata, ante los ojos sorprendidos de alg¨²n editor de Mil¨¢n o de Hamburgo. Son elementos incorporados a la mitolog¨ªa calafellense. No pretendo si quiera darme el trabajo de distinguir entre la verdad y la leyenda.Pregunto por el Moreno, el viejo pescador anarquista que sol¨ªa sentarse en nuestra mesa, y me cuentan que muri¨® hace pocos meses Me dicen que muri¨® de aburrimiento, de aburrimiento puro, inadaptado a los tiempos actuales. El Moreno hab¨ªa llegado en sus navegaciones hasta el sur de Am¨¦rica, all¨¢ por la d¨¦cada del veinte. Ten¨ªa una memoria confusa de los vientos huracanados de Punta Arenas y de los gigantescos bifes argentinos, pero pensaba que los bifes estaban en Chile y los vientos en el otro lado. "Es al rev¨¦s", le dec¨ªa, y ¨¦l me miraba con atenci¨®n, incr¨¦dulo. "?Qu¨¦ bifes m¨¢s formidables!", exclamaba al poco rato.
?l escuch¨® con nosotros, en la televisi¨®n de un caf¨¦ del pueblo, el discurso de proclamaci¨®n del rey Juan Carlos, despu¨¦s de la muerte de Franco. No comprendi¨® para nada nuestra euforia ni nuestros brindis por la monarqu¨ªa constitucional y democr¨¢tica que se anunciaba en palabras clar¨ªsimas. El Moreno, en su edad avanzada, viv¨ªa en el mundo de la dictadura de Primo de Rivera y en los conflictos de la Rep¨²blica naciente.
Escuchaba el discurso del Rey y murmuraba, esc¨¦ptico, sordo a nuestras exclamaciones: "?Volvi¨® la peste borb¨®nica!" ?l recordaba la ca¨ªda de Alfonso XIII, el estallido de la guerra, la llegada de la caballer¨ªa mora por la playa del Salvador, despu¨¦s de la batalla del Ebro. Hab¨ªa visto las banderas verdes y hab¨ªa corrido a refugiarse en los cerros. Durante dos a?os hab¨ªa vivido del intercambio de haces de le?a por sardinas frescas. Hab¨ªa sobrevivido. Hasta morir de escepticismo y de aburrimiento, hace pocos meses, sin comprender una palabra del bullicio actual contemplando con distancia las invasiones sucesivas de turistas gordos y de piel rosada, los nuevos b¨¢rbaros.
El mar de Neruda y Dal¨ª Carlos Barral, a mi espalda, se ha puesto a parodiar las letan¨ªas gongorinas del Neruda de Alturas de Macchu Picchu. Protesta con irritaci¨®n contra esa ret¨®rica. Despu¨¦s reconoce que Residencia en la tierra es uno de los grandes libros del idioma. Recita los versos finales de S¨®lo la muerte.
"La muerte est¨¢ en los catres: en los colchones lentos, en las frazadas negras / vive tendida, y de repente sopla: / sopla un sonido oscuro que hincha s¨¢banas, / y hay camas navegando a un puerto / en donde est¨¢ esperando, vestida de almirante".
Carlos, que camina descalzo por el paseo mar¨ªtimo de Calafell, pero que lleva un bast¨®n de empu?adura de plata y una gorra de capit¨¢n de barco, a pata pel¨¢ y con leva, como decimos en Chile, se exalta. Le comento el parecido de ciertas im¨¢genes de Residencia en la tierra con la pintura de la misma ¨¦poca de Dal¨ª, que acabo de ver en la antol¨®gica de Barcelona.
El Dal¨ª de la etapa surrealista, que va de 1929 hasta 1941, pintaba figuras fantasmales, huecas, en proceso de transformaci¨®n, junto a un mar omnipresente y enigm¨¢tico, prolongaci¨®n on¨ªrica del mar del Empord¨¤. Los personajes de Neruda, en esos a?os, experimentaban descomposiciones y transfiguraciones parecidas. En El sur del oc¨¦ano el poeta encuentra "esqueletos de p¨¢lidos caballeros deshechos / por las lentas medusas...". Otro poema de la segunda Residencia, 'Barcarola', est¨¢ atravesado por im¨¢genes mar¨ªtimas igualmente obsesivas y l¨²gubres: "As¨ª es, y los rel¨¢mpagos cubrir¨ªan tus trenzas / y la lluvia entrar¨ªa por tus ojos abiertos / a preparar el llanto que sordamente encierras, / y las alas negras del mar girar¨ªan en torno / de ti con grandes garras, y graznidos, y vuelos..." "Es que deb¨ªan conversar de todas estas cosas", dice Carlos, "y transmitirse ideas, lecturas, ocurrencias, como conversamos y convers¨¢bamos nosotros. Ten¨ªa que producirse una atm¨®sfera de contagio colectivo". Desde luego; pero nunca, precisamente, escuch¨¦ o le¨ª testimonios sobre Neruda y Dal¨ª en Espa?a. Cuando Neruda lleg¨® a Barcelona, con el cargo de c¨®nsul chileno, a mediados de 1934, hab¨ªa tenido abundante correspondencia con Rafael Alberti y hab¨ªa conocido a Federico Garc¨ªa Lorca en Buenos Aires el a?o anterior. Nunca, en cambio, en muchos a?os de frecuentes conversaciones, le o¨ª mencionar en ning¨²n sentido, para bien o para mal, a Dal¨ª.
Sin embargo, es notable el parentesco de sensibilidad entre Residencia en la tierra y la pintura surrealista de Dal¨ª. El oc¨¦ano de Neruda es m¨¢s desolado, m¨¢s deshabitado, de extensiones anteriores a la aparici¨®n del hombre. El de Dal¨ª es un espacio marcado por la cultura; es, a pesar de todo, el mare nostrum de los antiguos. En su cuadro El enigma sin fin, de 1938, hay formas neocl¨¢sicas, maderas de una quilla bien ensamblada y pulida, arcos de un instrumento de cuerdas, una perla en el extremo de una planta de herbario renacentista, un pa?o abandonado de seda roja, una superficie geom¨¦trica, desplegada frente a los ¨¢cantilados como un escenario.
El paralelo no s¨®lo puede aplicarse al tratamiento del mar y de sus figuras. Poemas de la primera Residencia, escrita desde 1925 hasta 1931, entre Santiago y el Oriente, tales como Colecci¨®n nocturna, Ritual de mis piernas, Caballero solo, recuerdan el universo er¨®tico y on¨ªrico de El gran masturbador, cuadro de 1929, o de El hombre invisible, fechado en 1929-1933. Al escribir esos poemas, Neruda s¨®lo hab¨ªa estado en Madrid de paso, en camino a su puesto consular en Rang¨²n, Birmania. No se hab¨ªa . sentido a gusto en el ambiente de juego vanguardista que dominaba entonces, por lo menos en opini¨®n suya, en la nueva poes¨ªa espa?ola. Despu¨¦s, en sus destinaciones coloniales, es muy improbable que haya conocido la pintura de Dal¨ª, su exacto contempor¨¢neo. Los espacios americanos encontraban un reflejo, para Neruda, en la naturaleza oriental de grandes bosques y mares tempestuosos. Nada m¨¢s diferente de la costa ampurdanesa, con su densidad cultural enteramente reconocible. Algo, sin embargo, flotaba en el aire de la ¨¦poca, y el joven Neruda, desde sus puntos remotos de observaci¨®n, hab¨ªa conseguido captarlo.
Tertulias l¨ªricas y agresivas
Las conversaciones literarias de Calafell son divagatorias, algo extravagantes, reiteradas, agresivas, con accesos s¨²bitos de lirismo. Conozco las partituras de memoria y puedo imaginar las principales variaciones. Al fin y al cabo, llegu¨¦ por primera vez a veranear al pueblo en un lejano mes de agosto de 1963, desde Par¨ªs, hace ya 20 a?os. En esa ¨¦poca sol¨ªamos subir a una taberna de la parte alta, al pie de las ruinas del castillo, a beber los vinos gruesos y alcoh¨®licos del Pened¨¦s. Ahora, por razones de nostalgia, he vuelto a beber esos vinos y a comer sardinas a la brasa. Me he puesto a recitar, no s¨¦ por qu¨¦, despu¨¦s de empaparme de las sonoridades nerudianas, retazos de versos de Fran?ois Villon, que s¨®lo recuerdo a medias: "Si hubiese estudiado... y a buenas costumbres me hubiese dedicado... en tiempos de mi alocada juventud..." Carlos Barral cita la c¨¦lebre invocaci¨®n del conde de Lautr¨¦amont a las matem¨¢ticas severas. ?Otro latinoamericano! Isidore Ducasse conde de Lautr¨¦amont, poeta del Uruguay desembarcado en Par¨ªs, extraviado enlos laberintos de la rue Vivienne, y que de pronto evocaba el horizonte infinito de las pampas como un oc¨¦ano ex¨®tico, incomprensible para la l¨®gica francesa.
Neruda y Dal¨ª, cada uno a su manera, sin concertaci¨®n previa de ninguna especie, desde perspectivas te¨®ricas diferentes, pero con sensibilidades curiosamente parecidas, comentar¨ªan, ilustrar¨ªan, parafrasear¨ªan, imaginar¨ªan las andanzas del poeta de Maldoror. Son coincidencias extremas, que empiezan a revelarse con el paso del tiempo, cuando desaparecen los ¨¢rboles cotidianos y ya se vislumbran los perfiles del bosque...
Bu?uel, en su despedida
Hablamos con frecaencia, en esos d¨ªas de Calafell de finales de julio, de Luis Bu?uel, que se desped¨ªa de la, vida en M¨¦xico. La hermana del cineasta, Conchita, que veraneaba en el pueblo, aparec¨ªa todas las ma?anas en la terraza de Ricardo Mu?oz Suay.
Bu?uel, desahuciado por los m¨¦dicos, se desped¨ªa rodeado de sus amigos, con humor, entre an¨¦cdotas y bromas, sin olvidar nunca su aperitivo sagrado de las ocho de la noche. El s¨¢bado en la ma?ana, 30 de julio, supimos que hab¨ªa muerto. Conchita lleg¨® a la terraza de los Mu?oz Suay como de costumbre, tranquila, disimulando su tristeza. Todos los que est¨¢bamos en esa terraza, frente al hervidero indiferente de los ba?istas del norte de Europa, nos sent¨ªamos tristes. Yo era probablemente el ¨²nico que nunca hab¨ªa conocido a Luis Bu?uel, pero hab¨ªa le¨ªdo hac¨ªa poco sus extraordinarias memorias, Mi ¨²ltimo suspiro, y acababa de ver de nuevo Ese extra?o objeto del deseo, 4ue me hab¨ªa zasombrado por su frescura, por su versatilidad, por el ritmo narrativo vigoroso, incre¨ªbles en un autor que hab¨ªa realizado la pel¨ªcula en las cercan¨ªas de los 80 a?os, y ten¨ªa la sensaci¨®n de que se hubiera muerto un amigo de toda la vida.
Conchita habl¨® de la juventud de su hermano, del mal humor que le provocaban algunas pel¨ªculas contempor¨¢neas, de la familia, de los amigos, de la vida en Zaragoza, del padre, que hab¨ªa sido propietario agr¨ªcola cerca de Calanda. Dijo que ella se fascinaba con la fiesta de los tambores, pero que no se atrev¨ªa a tocarlos por temor a no durar y hacer el rid¨ªculo, puesto que la gracia consist¨ªa en tocarlos durante horas y horas. Creo que todos, en esa terraza, nos pusimos a escuchar el redoble profundo: los tambores de Calanda redoblando, aumentando su ritmo, llegando a un frenes¨ª obsesivo, acentuado por el vac¨ªo impasible de una fachada neocl¨¢sica, en la segunda parte de La edad de oro.
Tambi¨¦n hab¨ªa visto esa pel¨ªcula hace poco y me hab¨ªa parecido una premonici¨®n de guerra y de muerte. Primera escena: una lucha de escorpiones en una superficie rocosa. Despu¨¦s, la Espa?a negra desembarcaba en un roquer¨ªo desolado. Los defensores del lugar, en alpargatas, empezaban a desplomarse, v¨ªctimas de un mal inexplicable. Entre las rocas, una orquesta de esqueletos vestidos de arzobispos, calaveras mitradas. La Espa?a en alpargatas enfrentada a la Espa?a de sombreros hongos, levitas, penachos, bicornios, condecoraciones...
Picasso, Neruda, Luis Bu?uel, Salvador Dal¨ª... Todos, de alg¨²n modo, interpretaron el, tema de la guerra y fueron dispersados por el torbellino b¨¦lico. En el momento decisivo convirtieron en pintura, en poes¨ªa, en cine, la vieja historia de los desastres de la guerra. Ahora se hab¨ªan congregado en esa terraza: fantasmas junto al mar de Calafell. Los turistas n¨®rdicos, en tre tanto, chapoteaban en el agua oscura, inerte, hasta el anochecer. Parec¨ªan flotar, felices, en la paz que hab¨ªa sobrevenido.
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