La batalla de Santiago
De c¨®mo los generales de Pinochet el r¨¦gimen chileno en una indiscriminada matanza de inocentes.
Ana Teresa G¨®mez Aguirra, 19 a?os, largo cabello negro, ojos separados, nariz recta, gustosa de los pendientes muy colgantes, era chilena, hermosa, sin estudios. y pobre. Viv¨ªa con sus padres en el pasaje dos, Oriente, en la Posta de Lo Sierra, una de las poblaciones que cercan Santiago como un anillo y donde encuentran refugio los inmigrantes a la capital o los viejos santiagui?os sin recursos ni trabajo. Al filo de las nueve de la noche del jueves 11 de agosto, dos horas y media despu¨¦s de la ca¨ªda de la queda en la ciudad, sali¨® a la puerta de su peque?a casa junto con su vecina Patricia Garay, de 16 a?os. Ambas estaban excitadas por el lejano crepitar de los disparos y se acurrucaron en el suelo entre las jambas de la puerta de la casa de Ana Teresa. A 200 metros de distancia, un jeep cruz¨® acelerado frente a la casa y un soldado dispar¨® su fusil ametrallador contra las sombras agachadas. Una bala alcanz¨® a Patricia abri¨¦ndola la mejilla derecha desde las fosas nasales hasta ¨¦l l¨®bulo del o¨ªdo, dej¨¢ndola las muelas al descubierto, continu¨® su trayectoria y penetr¨® por encima de la ceja izquieda de Ana Teresa.Estaban abrazadas y con las cabezas juntas, y juntas rodaron desmayadas. Familiares y vecinos carec¨ªan de veh¨ªculos propios, las ambulancias requeridas por tel¨¦fono no pod¨ªan cruzar el cerco militar de las poblaciones. Cargaron a Mar¨ªa Teresa en una carretilla y, agitando una s¨¢bana, en la noche iluminada por las trazadoras, los cohetes de bengala lanzados por el Ej¨¦rcito, los reflectores de las panzas de los helic¨®pteros de combate, el tiroteo infernal, rompieron el sitio hasta alcanzar el centro asistencial de la poblaci¨®n Jos¨¦ Mar¨ªa Caro. Esfuerzo y riesgo in¨²tiles: la muchacha hab¨ªa muerto en el acto. Patricia permaneci¨® toda la noche sujet¨¢ndose la mejilla abierta con toallas empapadas de sangre, hasta que al alba pudo salir de la poblaci¨®n y ser cosida y marcada para siempre.
El d¨ªa anterior, Sergio Onofre Jarpa, embajador de Chile en Argentina , viudo, con hijos ya mayores, miembros en su juventud del Partido Nazi Chileno, aglutinador de la ultraderecha durante el mandato de Salvador Allende, seguro de s¨ª mismo, inteligente, acaba de jurar su cargo como ministro del Interior (que sustituye al presidente en caso de ausencia, o enfermedad; en Chile no hay vicepresidente), y de hecho, como primer ministro encargado del desarrollo pol¨ªtico. Los periodistas le acosan con la misma pregunta: "?Habr¨¢ toque de queda en Santiago?".
Aparece como el hombre de la apertura, y todos, ingenuamente, esperan una respuesta negativa. Onofre, que, sin desdoro de sus m¨¦ritos y calidades, es eso que en Espa?a se entender¨ªa por un chulo, responde: "Seg¨²n c¨®mo se porten los ni?os". Los periodistas ignoraban que, se portaran como se portaran los ni?os, la queda de once horas en Santiago y Valpara¨ªso ya estaba decidida de antemano; y que el propio general Pinochet hab¨ªa cuadriculado la capital en cinco zonas operativas, bajo el mando de los generales de tierra Vald¨¦s, Vidal, Figueroa, Ackernett y del general del Aire Ram¨®n Vega.
Plomo contra madera
Los reclutas de los desiertos del Norte, con su uniforme gris p¨¢lido, se dirig¨ªan ya hacia Santiago para tomar militarmente la ciudad con los 18.000 hombres prometidos por Pinochet: exactamente el doble de los efectivos humanos destacados por la Junta Militar argentina en las Malvinas, para su ocupaci¨®n y defensa.
A las 8.30 de la noche del jueves, media hora despu¨¦s del comienzo del cacerolazo, Yolanda Campos Pinilla, 32 a?os, esposa de un obrero en paro, madre de ocho hijos (la mayor, una chica de 16 a?os), habitante, de la comuna de Pudahuel, escuch¨® una crecida del tiroteo y oblig¨® a su familia a arrojarse al suelo de su precaria vivienda. Padec¨ªa un soplo cardiaco y corri¨® hacia un estante para alcanzar su medicina antes de recibir en la espalda una r¨¢faga de cinco tiros, el ¨²ltimo, en la nuca. Dos pasajes m¨¢s al Norte, en el 10, casa 2, del mismo campamento, una joven de 16 a?os intentaba dormitar cuando una bala atraves¨® la pared de su dormitorio y una de sus piernas. Hasta las 12 de la ma?ana siguiente no pudo ser evacuada al Instituto Traumatol¨®gico.
Santiago tiene uno de los m¨¢s hermosos emplazamientos naturales del mundo. La cordillera andina bordea la ciudad y, cuando la atroz contaminaci¨®n no impide la visi¨®n, las crestas perennemente nevadas conforman una corona de belleza dif¨ªcilmente descriptible. Pero Santiago tambi¨¦n tiene otro, entorno menos mostrable: las poblaciones del extrarradio, casitas de tablas en calles de tierra y poblaciones tiradas a cordel, unifamiliares, en las que se aglomeran inmigrantes y desempleados. Cada poblaci¨®n cuenta con su campo de f¨²tbol de fortuna en el que, desde el amanecer, los obreros en paro, acostumbrados a madrugar, se concentran para jugar obsesivamente a la pelota hasta la ca¨ªda de la tarde. Peri¨®dicamente, los carabineros llegan a estas poblaciones, las cercan, y mediante altavoces reclaman a todos los varones entre 17 y 50 a?os para concentrarlos en la cancha de f¨²tbol, identificarlos y amedrentarlos uno a uno bajo la mirada de las ametralladoras que apuntan desde los camiones de los pacos.
Las casuchas de estas poblaciones, fr¨¢giles, de madera, no resisten los impactos del Siga NIG, fusil de asalto con alcance efectivo a 500 metros, con que se arma el Ej¨¦rcito chileno. Y cuando a las ocho en punto de la noche, como siempre desde hace cuatro, meses, comenzaron a tronar las ollas y sartenes golpeteadas con cucharones de metal, los cuatro generales de tierra dieron ¨®rdenes de disparo de intimidaci¨®n para acallar la protesta. Cerca de 18.000 soldados (s¨®lo la cuadr¨ªcula de Santiago entregada al ej¨¦rcito del aire no dispar¨¦) barrieron con fuego las ventanas y las paredes de tablones de las poblaciones. Familias enteras que hab¨ªan construido un retrete de obra se arrebujaran bajo la loza de las tazas del ba?o para escapar a las balas que cruzaban las habitaciones de sus casas.
La impotencia de un pueblo
Fernando Marchant llora cuando lo narra: "Hab¨ªa, alboroto all¨¢ abajo, pero nos nos preocup¨¢bamos porque viv¨ªamos en el ¨²ltimo piso, en un tercero. Est¨¢bamos mi rando la televisi¨®n y Marcelita fue a su pieza a apagar la radio, Se asom¨® apenas un poquito a mirar qu¨¦ pasaba cuando la lleg¨® un pro yectil a la frente". Marcelita Ang lica Marchant Vivar, pobladora de La Granja, de ocho a?os de edad, recibi¨® la respuesta de las tropas que disparaban contra las ventanas.
A las ocho de la noche -media hora antes de la queda-, Jaime Andr¨¦s C¨¢ceres Morales, de 11 a?os, sali¨®, de la avenida. Matta 873, casa 30, para acudir a la casa de su abuela, a 100 metros, de distancia. Desde un veh¨ªculo civil, de un tiro mortal en la cabeza. A la misma hora, Benedicto Antonio Gallegos Savall, de 27 a?os, domiciliado en Vicu?a Rozas 5483, de la Comuna Quinta, normal, sali¨® a la puerta de su casa junto a su amigo Germ¨¢n Puga para atisbar el demencial tiroteo de la calle. Vieron aproximarse una patrulla matar a pie. Cerraron la puerta de madera y un proyectil parti¨® el coraz¨®n de Benedicto.
Desde la queda de las 6.30 de la tarde, autos de la Central Nacional de Informaciones, polic¨ªa pol¨ªtica (CNI), tiroteaban a los peatones desprevenidos o a los voluntaristas que romp¨ªan el toque. A las ocho, el inicio del caceroleo marc¨®, el comienzo de la batalla de Santiago, que saturar¨ªa de sangre los hospitales de la ciudad. M¨¢s de 10.000 soldados de tierra comenzaron a disparar sus armas. Losfutbolistas obligados y parados acumulaban neum¨¢ticos en las calles de los poblados, prendi¨¦ndolos y sembrando de p¨²as las calzadas; con cadenas de hierro, cortocircuitaban los tendidos de alta tensi¨®n, apagando intermitentemente barriadas enteras. Los soldados metieron peines con trazadoras en sus fusiles y dispararon bengalas sobre el cielo nocturno. Los helic¨®pteros atronaron las poblaciones.
La lluvia calla los fusiles
Mientras, en el centro de Santiago, frente al palacio de la Moneda, 50 periodistas extranjeros encerrados en ¨¦l hotel Carrera escuchaban, informativamente impotentes, los disparos. La matanza ciega continu¨® hasta que a la una de la madrugada una manta de lluvia acall¨® los fusiles. Justo antes Marta Cano Vidal, 34 a?os, madre de dos ni?os, abr¨ªa la puerta del dormitorio de sus hijos, desvelados y llorosos por el tiroteo, y recib¨ªa un balazo en el cr¨¢neo -tambi¨¦n mortal-, tras atravesar la pared de la casa. A las 8.45, El¨ªseo Pizarro, de 50 a?os, soltero, se calentaba en un brasero en la puerta de su domicilio. La bala le alcanz¨® en la espalda y muri¨® con la cara enterrada entre las brasas. Hasta las doce de la noche no pudieron retirar su cad¨¢ver.
Por su parte, Jorge Reyes Garay, hijo de Lina Araya Garay, recuerda la muerte de su madre: "Mi mam¨¢ estaba muy entusiasmada porque el 18 de septiembre ¨ªbamos, a celebrar el cumplea?os de Jorgito, el hijo de mi hermana. Est¨¢bamos hablando de eso, cada uno sentado en' su cama, cuando mi mam¨¢ se cae al suelo. Le lleg¨® una bala a la cabeza. Nosotros tambi¨¦n tocamos las ollas, pero cuando vimos que se acercaban los carabineros dejamos de hacerlo".
En la fecha de esta cr¨®nica ya son 32 los muertos. Las ambulancias se atropellaron contra el cerco militar de los poblados sin poder rescatar a quienes se desangraban. En Lo Hermida, La Legua, La Vietoria, Villa Jaime, plaza Enga?a, Santa Laura, Los Amigos, hijos o padres de los heridos agitaron sabanas blancas para arrastrar infructuosamente a los heridos. En un ejercicio de notable cinismo, Sergio Onofre promete retirar el 11 de septiembre las tropas de la calle si la oposici¨®n se compromete a garantizar el orden p¨²blico. Pinochet desvela su pensamiento: "Si la izquierda levanta su cabeza, habr¨¢ otro 11 de septiembre de 1973".
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