Aquel tablero de las noticias
Desde la tercera d¨¦cada de este siglo, y durante unos diez a?os, existi¨® en Bogot¨¢ un peri¨®dico que tal vez no ten¨ªa muchos antecedentes en el mundo. Era un tablero como el de las escuelas de la ¨¦poca, donde las noticias de ¨²ltima hora estaban escritas con tiza de escuela, y que era colocado dos veces al d¨ªa en el balc¨®n de El Espectador. Aquel crucero de la avenida de Jim¨¦nez de Quesada y la Carrera S¨¦ptima -conocido durante muchos a?os como la mejor esquina de Colombia- era el sitio m¨¢s concurrido de la ciudad, sobre todo a las horas en que aparec¨ªa el tablero de las noticias: las doce del d¨ªa y las cinco de la tarde. El paso de los tranv¨ªas se volv¨ªa dif¨ªcil, si no imposible, por el, estorbo de la muchedumbre, que esperaba impaciente.Adem¨¢s, aquellos lectores callejeros ten¨ªan una posibilidad que no tenemos los de ahora, y era la de aplaudir con una ovaci¨®n cerrada las noticias que les parec¨ªan buenas, de rechiflar las que no les satisfac¨ªan por completo y de tirar piedras contra el tablero cuando las consideraban contrarias a sus intereses. Era una forma de participaci¨®n activa e inmediata, mediante la cual El Espectador -el vespertino que patrocinaba el tablero- ten¨ªa un term¨®metro m¨¢s eficaz que cualquier otro para medirle la fiebre a la opini¨®n p¨²blica.
A¨²n no exist¨ªa la televisi¨®n, y hab¨ªa noticieros de radio muy completos, pero a horas fijas, de modo que, antes de ir a almorzar o a cenar, uno se quedaba esperando la aparici¨®n del tablero para llegar a casa con una visi¨®n m¨¢s completa del mundo. Una tarde se supo -con un murmullo de estupor- que Carlos Gardel hab¨ªa, muerto en Medell¨ªn', en el choque de dos aviones. Cuando eran noticias muy grandes, como ¨¦sa, el tablero se cambiaba varias veces fuera de sus horas previstas, jara alimentar con boletines extraordinarios la ansiedad del p¨²blico. Esto se hac¨ªa casi siempre en tiempos de elecciones, y se hizo de un modo ejemplar e inolvidable cuando el vuelo resonante del Concha Venegas entre Lima y Bogot¨¢, cuyas peripecias se vieron reflejadas, hora tras hora, en el balc¨®n de las noticias. El 9 de abril de 1948 -a la una de la tarde-, el l¨ªder popular Jorge Eliecer Gait¨¢n cay¨® fulminado por tres balazos certeros. Nunca, en la tormentosa historia del tablero, una noticia tan grande hab¨ªa ocurrido tan cerca de ¨¦l. Pero no pudo registrarla, porque ya El Espectador hab¨ªa cambiado de lugar y se hab¨ªan modernizado los sistemas y los h¨¢bitos informativos, y s¨®lo unos pocos nost¨¢lgicos atrasados nos acord¨¢bamos de los tiempos en que uno sab¨ªa cu¨¢ndo eran las doce del d¨ªa o las cinco de la tarde porque ve¨ªamos aparecer en el balc¨®n el tablero de, las no ticias.
Nadie recuerda ahora en El Espectador de qui¨¦n fue la idea original de aquella forma directa y estremecedora de periodismo moderno en una ciudad remota y l¨²gubre como la Bogot¨¢ de entonces. Pero se sabe que el redactor responsable, en t¨¦rminos generales, era un muchacho que apenas andaba por los 20 a?os y que iba a ser, sin duda, uno de los mejores periodistas de Colombia sin haber ido m¨¢s all¨¢ de la escuela primaria. Hoy -al cumplir 50 a?os de actividad profesional-, todos sus compatriotas sabemos que se llamaba, y sigue llam¨¢ndose, Jos¨¦ Salgar. La otra noche, en un homenaje interno del peri¨®dico, Jos¨¦ Salgar dijo, m¨¢s en serio que en broma, que con motivo de este aniversario hab¨ªa recibido en vida todos los elogios que suelen hacerse a los muertos. Talvez no ha o¨ªdo decir que lo m¨¢s sorprendente de su vida de periodista no es haber cumplido medio siglo -cosa que le ha sucedido a muchos viejos-, sino al rev¨¦s: el haber empezado a los 12 a?os en el mismo peri¨®dico, y cuando ya llevaba casi dos buscando trabajo de periodista. En efecto siempre que volv¨ªa de la escuela, por all¨¢, por 1939, Jos¨¦ Salgar se demoraba contemplando por la ventana las prensas de pedal donde se imprim¨ªa El Mundo al D¨ªa, un peri¨®dico de variedades muy solicitado en su tiempo, cuya secci¨®n m¨¢s le¨ªda era ya un periodismo puro. Se llamaba Lo vi con mis propios ojos, y eran experiencias de los lectores contadas por ellos mismos. Por cada nota enviada y publicada, Mundo al D¨ªa pagaba cinco centavos, en una ¨¦poca en que casi todo costaba cinco centavos: el diario, una taza de caf¨¦, lustrarse los zapatos, el viaje en tranv¨ªa, una gaseosa, una cajetilla de cigarrillos, la entrada al cine infantil y muchas otras cosas de primera y segunda necesidad. Pues bien, Jos¨¦ Salgar, desde los diez a?os cumplidos, empez¨® a mandar sus experiencias escritas, no tanto por el inter¨¦s de los cinco centavos como por el de verlas publicadas, y nunca lo consigui¨®. Por fortuna, pues de haber sido as¨ª habr¨ªa cumplido el medio siglo de, periodista desde hace dos a?o s, lo cual hubiera sido casi un abuso.
Empez¨® en orden: por lo m¨¢s bajo. Un amigo de la familia que trabajaba en los talleres de El Espectador -donde se, imprim¨ªa entonces El Espectador- lo llev¨® a trabajar con ¨¦l en un turno que empezaba a las cuatro de la madrugada. A Jos¨¦ Salgar le asignaron la dura tarea de fundir las barras de metal para las linotipias, y su seriedad le llam¨® la atenci¨®n a un linotipista estrella -de aquellos que ya no se hacen-, el cual, a su vez, llamaba la atenci¨®n de sus compa?eros por dos virtudes distinguidas: porque se parec¨ªa como un hermano gemelo al presidente de la Rep¨²blica, don Marco Fidel Su¨¢rez, y porque era tan sabio como, ¨¦l en los secretos de la lengua castellana, hasta el punto de que lleg¨® a ser candidato a la Academia de la Lengua. Seis meses despu¨¦s de estar fundiendo plomo de linotipias, Jos¨¦ Salgar fue mandado a una escuela de aprendizaje r¨¢pido por el jefe de redacci¨®n -Alberto Galindo-, aunque fuera para aprender las normas elementales de la ortograf¨ªa, y lo ascendi¨® a mensajero de redacci¨®n a partir de all¨ª hizo toda la carrera por dentro, hasta ser lo que es hoy, subdirector del peri¨®dico y su empleado m¨¢s antiguo. En los tiempos en que empez¨® a escribir el tablero de noticias le hicieron una foto callejera con un vestido negro de solapas anchas cruzadas y un sombrero de ala inclinada, seg¨²n la moda del tiempo impuesta por Carlos Gardel. En sus fotos de hoy no se parece a nadie m¨¢s que a s¨ª mismo.
Cuando ingreso,en la redacci¨®n de El Espectador -en 1953- Jos¨¦ Salgar fue el jefe de redacci¨®n desalmado que me orden¨® como regla de oro del periodismo: "Tu¨¦rzale el cuello al cisne". Para un novato de provincia que estaba dispuesto a hacerse matar por la literatura, aquella orden era poco menos que un insulto. Pero tal vez el m¨¦rito mayor de Jos¨¦ Salgar ha sido el saber dar ¨®rdenes sin dolor, porque no las da con cara de jefe, sino de subalterno. No s¨¦ si le hice caso o no, pero en vez de sentirme ofendido le agradec¨ª el consejo, y desde entonces -hasta el sol -de hoy- nos hicimos c¨®mplices. -
Tal vez lo que m¨¢s nos agradecemos el uno. al otro es que mientras trabajamos juntos no dej¨¢bamos de hacerlo ni siquiera en las horas de descanso. Recuerdo que no nos separ¨¢bamos ni un minuto durante aquellas tres semanas hist¨®ricas en que al Papa P¨ªo XII le dio un hipo que no se le quitaba con nada y Jos¨¦ Salgar y yo nos declaramos en guardia permanente, esperando que ocurriera cualquiera de los dos extremos de la noticia: que al Papa se le quitara el hipo -o que se muriera. Los domingos nos ¨ªbamos en el carro por las carreteras de la sabana, con la radio conectada, para seguir sin pausa el ritmo del hipo del Papa, pero sin alejarnos demasiado, para poder regresar a la redacci¨®n tan pronto como se conociera el desenlace.
Me acordaba de esos tiempos la noche de la semana pasada en que asistimos a la cena de su jubileo, y creo que hasta entonces no hab¨ªa descubierto que tal vez aquel sentido insomne del oficio le ven¨ªa a Jos¨¦ Salgar de la costumbre incurable del tablero de las noticias.
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