Entre la ciencia y la conciencia
"Yo soy yo y mi circunstancia". Est¨¢ claro y est¨¢ bien. Lo malo es que esta circunstancia no quiere acabar de estarse quieta. Muchas cosas que constitu¨ªan ayer el contexto fijo que enmarcaba nuestra acci¨®n han pasado a ser parte del texto o del cuadro mismo que hemos de componer nosotros. Lo que eran realidades fijas e inalterables -desde el c¨®digo gen¨¦tico hasta el equilibrio ecol¨®gico- resultan hoy manipulables. Muchas referencias objetivas, desde las que juzg¨¢bamos o actu¨¢bamos, se nos transforman en realidades sobre las que podemos obrar y sobre las que debemos, por lo mismo, optar. Los hijos que nos daba o nos quitaba Dios son cada vez m¨¢s los hijos que nos damos o nos quitamos nosotros mismos. El infanticidio y la infanter¨ªa, dos modos convencionales de selecci¨®n natural en tantas sociedades cl¨¢sicas, no pueden seguir operando entre nosotros con su tradicional espontaneidad, y no nos queda m¨¢s remedio que regular conscientemente su proceso.?Pero c¨®mo enfrentar esta nueva responsabilidad de una selecci¨®n que deja de ser natural para hacerse, sin remisi¨®n, consciente o cultural? La soluci¨®n m¨¢s socorrida, claro est¨¢, es no enfrentarla, y para ello basta con pretender que existen ciertos derechos que se siguen natural y necesariamente de ciertos hechos. De este modo, nuestra responsabilidad parece quedar tan resguardada como cuando no ten¨ªamos posibilidad alguna de incidir o profundizar en ellos.
Las posiciones descritas o sustentadas por S. Mart¨ª y A. Pesta?a en un art¨ªculo de EL PAIS en torno al origen de la vida reflejan perfectamente las distintas modalidades de esta soluci¨®n. Unos pueden pensar que la ciencia muestra que la vida est¨¢ ya en el zigoto, y que, por tanto, el aborto es simple y llanamente un asesinato, con el agravante, tal vez, de terrorismo (seg¨²n Madrid) o de pecado contra la fe (seg¨²n Roma). (No deja de ser sorprendente, dicho sea de paso, la voluntad eclesi¨¢stica de delegar en el brazo secular el castigo de los pecados: ?tan poco creen en la otra vida como para querer mandar a los pecadores a la c¨¢rcel ya en ¨¦sta? ?Estaremos asistiendo a una reformulaci¨®n ortodoxa del "por si las moscas" de Pascal?). Otros pueden pensar, en el extremo opuesto, que la cuesti¨®n misma sobre el origen de la vida en el seno materno es falaz, ya que la vida no empieza en este o aquel momento del embarazo, sino que se transmite mediante ciclos reproductores. Un tercer grupo puede pensar a¨²n que la cuesti¨®n ser¨¢ decidida por la ciencia el d¨ªa en que pueda conocerse exactamente cu¨¢ndo se inicia en el feto la funci¨®n cerebral espec¨ªfica del ¨¢rea frontal, de la que s¨®lo sabemos que ciertos rudimentos aparecen a partir del segundo mes del embarazo. En los tres casos, pues, es el conocimiento cient¨ªfico (actual o futuro) el que deber¨ªa darnos la pauta y clave inequ¨ªvoca para nuestra valoraci¨®n moral del aborto.
Del hecho al derecho, sin embargo, hay un buen trecho. Por mucho que la ciencia nos aproxime a un mejor conocimiento de los hechos, nunca de ellos se sigue natural-necesaria-un¨ªvocamente una opci¨®n moral o legal. Para juzgar una conducta hay que pasar (o mejor, saltar) personalmente de la ciencia a la conciencia, o a nivel colectivo, de la ciencia a la jurisprudencia que define los derechos de los dem¨¢s. Y esta fue precisamente la posici¨®n defendida por los doctores Zack y Rosenberg ante el comit¨¦ del Senado de EE UU: "La ciencia trata de explicar y predecir los acontecimientos de nuestro mundo f¨ªsico y biol¨®gico para definir los c¨®digos de conducta, la ley debe remitirse a los c¨®digos morales de la sociedad y no a la ciencia". En otros t¨¦rminos, no es l¨ªcito disfrazar nuestras opciones de constataciones; darlas por resueltas a partir de los datos inmediatos de la ciencia, ni aun cuando afectan a otros, de la conciencia. Veamos desde esta perspectiva nuestra responsabilidad respecto del nacimiento y muerte de nuestros semejantes.
Partiendo del principio liberal de que el ¨²nico l¨ªmite del propio derecho a la vida o la libertad es el derecho del otro, habr¨¢ que decidir qu¨¦ derechos, si algunos, estamos dispuestos a otorgar a ese otro que llamamos feto. Y ello en el bien entendido que otorgar a algo (a una planta o un pa¨ªs, a un animal o un embri¨®n) un derecho no supone necesariamente reconocer su car¨¢cter humano o personal: supone tan s¨®lo aceptar que en determinadas circunstancias ese algo merece un tratamiento no meramente instrumental. Veremos entonces que los nuevos descubrimientos cient¨ªficos y m¨¦dicos, lejos de ofrecernos una coartada objetiva con la que arropar nuestras opciones, no han hecho sino aumentar el nivel de nuestra responsabilidad. Responsabilidad en este caso de decidir entre los derechos de la madre sobre su propio cuerpo (o, si se quiere, del Estado sobre su propio crecimiento demogr¨¢fico) y los de un feto a cuyos estados de desarrollo, que conocemos cada vez mejor, no podemos tampoco dejar de intentar responder m¨¢s adecuadamente.
En la alternativa, parece razonable decidir que los derechos de la madre (y en general de toda forma de vida superior, m¨¢s evolucionada, consciente y personal) priman sobre los de una forma de vida incipiente que aparece al pronto como mera pulsi¨®n
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biol¨®gica. Pero una cosa es decidirlo y otra querer afirmar o generalizar cient¨ªficamente este argumento, lo que nos llevar¨ªa a sostener que cualquier inter¨¦s de una forma de vida inferior puede ser siempre sacrificado a cualquier inter¨¦s de una forma de vida m¨¢s consciente o desarrollada. Hay que reconocer, sin embargo, que existen situaciones en las que esto no est¨¢ claro en absoluto. ?Importa m¨¢s la vida de un animal o la libertad de quien lo tortura o mata por placer? (Invirtiendo el planteamiento podr¨ªamos tambi¨¦n preguntarnos si importa m¨¢s la libertad de los norteamericanos cuando dan a sus perros m¨¢s carne de la que consumen todos los hombres de ?frica juntos, o el derecho de ¨¦stos a no morir de inanici¨®n). ?Importa m¨¢s la buena alimentaci¨®n de los hijos sanos, o la sobrevivencia del subnormal profundo? ?Unas vacaciones de la madre (o del padre), o la vida del feto? Me parece dif¨ªcil negar que estas son cuestiones reales a las que ninguna ciencia va a dar respuesta objetiva. Cient¨ªficamente, el aborto puede ser un tema; moralmente es, y no dejar¨¢ de ser, un problema.
La regulaci¨®n de la muerte
Como lo va a seguir siendo, en el otro extremo, el problema, no ya de a qui¨¦n dejamos nacer, sino de a qui¨¦n dejamos morir. Conocida es la pol¨¦mica surgida en Estados Unidos en relaci¨®n con el ni?o Doe, nacido con un es¨®fago incompleto y el s¨ªndrome de Down, indicador ¨¦ste de un retraso mental seguro. Gracias a los progresos en la medicina neonatal los m¨¦dicos pod¨ªan salvar la vida del ni?o conectando su est¨®mago a su es¨®fago, pero nada pod¨ªa hacerse para evitar el retraso mental. Lo que situaba a los padres ante el dilema desgarrador de solicitar la operaci¨®n o dejar morir de hambre al ni?o...
Con el desarrollo de los medios para mantener formas de vida precarias, cada vez son y ser¨¢n m¨¢s los casos como este en que no podemos ya dejar a la madre naturaleza el trabajo, y hemos de decidir nosotros cu¨¢ndo dejamos morir a alguien. Lo que exigir¨¢ hacer una distinci¨®n entre el derecho a la vida y el derecho a ser mantenido en vida. Ahora bien, ?qui¨¦n va a decidir el momento en que se interrumpen las terapias f¨²tiles que mantienen vegetativamente vivos a los enfermos terminales en condiciones vergonzosas y humillantes? ?Los m¨¦dicos, familiares, el moribundo, el Gobierno? ?Y qu¨¦ criterios deber¨¢n privilegiarse: el dolor del paciente, la calidad de la vida que puede recuperar, los costes econ¨®micos o usos alternativos de los aparatos que lo mantienen con vida, el inter¨¦s cient¨ªfico del caso?
Lejos de exonerarnos de nuestra responsabilidad, la ciencia y la tecnolog¨ªa moderna no hacen sino ampliar y multiplicar las situaciones en las que, sin coartadas ni legitimaci¨®n objetiva alguna, hemos de asumir una responsabilidad personal por algo que antes formaba parte de nuestro destino inexorable. Con lo que comprobamos que el triunfo de la ilustraci¨®n y el avance de la ciencia no elimina, sino que agudiza, la dimensi¨®n tr¨¢gica de nuestra existencia: que las luces no aumentan la claridad sin ampliar tambi¨¦n la penumbra, la perplejidad, la soledad. Desde ellas, y sin ninguna garant¨ªa, hemos de atrevernos hoy a mirar de frente -a asumir personalmente y a administrar socialmente- la muerte o sobrevivencia de nuestros semejantes.
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