De fiesta
Siempre llega un tiempo, despu¨¦s de la fiesta, en que el invitado que fue feliz, inevitablemente se pregunta qu¨¦ pensar¨ªan de ¨¦l la noche anterior los invitados que no se embriagaron o s¨®lo se emborracharon de alcohol, no de felicidad. Se trata del muy conocido y muy detestable reencuentro, en soledad, con uno mismo. Por mucho que dure, toda fiesta acaba.Lo normal entre gentes urbanizadas es que una minor¨ªa de invitados se aburra salvajemente, que la mayor¨ªa pase un rato agradable o distra¨ªdo y que s¨®lo para unos pocos privilegiados la reuni¨®n resulte una aut¨¦ntica fiesta. Salvo los notorios sujetos cejijuntos que no han venido a este mundo para chorradas, ?qui¨¦n no ha alcanzado alguna vez ese grado de fiesta que nos libera de toda pesadumbre y nos exime de muchas normas, que nos proporciona un sorprendente gozo de vivir que rasga los velos de lo cotidiano?
Cuando se analiza esa beatitud, aparece como su causa eficiente en el boato de la noche anterior la p¨¦rdida de la conciencia de mortalidad. No existe mayor posibilidad de fiesta que esa p¨¦rdida, y nada, mientras dura, a un ser humano le equipara tanto a los dioses. Quiz¨¢ la ¨²nica finalidad de la fiesta sea el intento de ser inmortales durante unas horas. Sin saberlo.
Los dioses, con independencia de lo que asegurasen los griegos (que no cre¨ªan en dioses), carecen de la conciencia de su inmortalidad por parecidas razones a las que impiden a un perro saberse perro. En rigor, s¨®lo un mortal (y afortunado) puede saber, siempre que lo recuerde al despertarse a mediod¨ªa, que fue inmortal entre las dos y las seis de la madrugada. ?sa es la hora de la peor resaca, cuando se recupera, junto a la memoria, la conciencia de la mortalidad; cuando, como un estilete, el reci¨¦n mortal se pregunta qu¨¦ pensar¨ªan de ¨¦l la anfitriona (que a esa misma hora contempla la casa devastada), los notorios ce?udos incurables, la mayor¨ªa que pas¨® un buen rato. Y lo normal, entre gentes urbanizadas y prudentes, es que el invitado que fue feliz intente, con analg¨¦sicos, olvidar su felicidad. La realidad averg¨¹enza mucho cuando se regresa de la otra zona.
La fiesta p¨²blica produce estragos parecidos a los del guateque. Ha de entenderse por p¨²blica aquella en que el Gobierno invita a la sociedad, y no la llamada fiesta nacional, festejo soleado y siniestro, en el que para nada cabe la posibilidad de ser inmortal, sino la certeza de que uno acabar¨¢ con el otro, bien el animal, bien el maestro.
A finales del a?o 1975 salimos de una de esas ferias taurinas con las que la historia de Espa?a ensombrece sus anales y entramos de sopet¨®n en una fiesta de, indecible aburrimiento. Por una de esas cargantes paradojas del destino, suele ocurrir que tanto m¨¢s nos aburrimos cuanta m¨¢s diversi¨®n nos promet¨ªamos.
Hacia el verano de 1982 ni siquiera los bermudas del presidente Calvo Sotelo imped¨ªan ya que hasta los m¨¢s sedentarios saliesen de estampida. Por el oto?o, nuestros anteriores gobernantes se parec¨ªan pat¨¦ticamente a la solterona que ve vaciarse sus salones y ya no tiene ¨¢nimos ni para detener la desbandada con otra jarra de sangr¨ªa.
Sin embargo, a finales de ese a?o 1982 irrumpieron en la fiesta p¨²blica unas gentes dispuestas, a todo trance, a animar el cotarro, convencidos de detentar las f¨®rmulas y las energ¨ªas para transformar el sarao, pertinaces, humanitarios, ebrios y sordos, rebosantes de ocurrencias. Esta especie de socialistas llegaron con, tan sincero entusiasmo que creyeron que todos compart¨ªan su felicidad. Y meses despu¨¦s, sin haber girado nunca la cabeza, nos explican que algunos paisanos, que nunca se consideraron invitados, no vayan al final de la fila bailando la conga cuando les dicen que esos algunos se han refugiado en la cocina.
La pompa y el fasto de la fiesta confunden tanto como maravillan. Ni el uno sabe a¨²n que se ha liberado de la conciencia de su mortalidad, ni el otro, con la novedad de una fiesta tan largamente demorada, ha tomado a¨²n conciencia de que se ha liberado del principio de realidad. De estos et¨¦reos estados que enajenan a algunos de los invitados, cuando por fin consiguen el ¨¦xtasis o cuando se convencen a s¨ª mismos de que, por fin, la izquierda gobierna en Espa?a, por lo com¨²n no se derivan, a la hora inevitable de la resaca, estragos mayores que el encontronazo con la realidad, una jaqueca y la nebulosa sospecha de que quiz¨¢ la noche anterior, siendo felices, fuimos simult¨¢neamente patosos.
La p¨¦rdida de la conciencia de mortalidad, como la p¨¦rdida del principio de realidad, son estados tan envidiables como fr¨¢giles. Pero el fen¨®meno se complica porque la realidad, que es sa?uda de por s¨ª, en ocasiones resulta ser el mejor caldo de cultivo de los aguafiestas. Por bien que transcurra, toda fiesta puede acabar antes de lo previsto. ?A qui¨¦n no le ha interrumpido la felicidad un municipal porque los del tercero es que no pueden dormir, oiga, o porque, a ver si hay un respeto, en el quinto est¨¢n velando al difunto? A veces no se sabe si no ser¨¢ mejor aburrirse.
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