?D¨®nde est¨¢n los pol¨ªticos?
En la ?tica de Arist¨®teles puede leerse que la pol¨ªtica es la facultad principal y m¨¢s eminentemente directiva, ya. que atiende, en s¨ª misma, a un fin hermoso y cuasi divino. Arist¨®teles escribi¨® para unos ciudadanos que ten¨ªan un concepto tan alto de la polis que proyectaban hacia el cosmos sus conceptos, sus nociones y aun sus ideaciones. El arte de gobernar y manejar la polis justificaba incluso el antecedente de lo que debiera ser un cuerpo de ense?antes o unas instituciones educativas del m¨¢s alto nivel de ciencia y compostura, y lo que pudo considerarse como el propio ideal del hombre ateniense qued¨® expresado, por la v¨ªa del elogio de la pr¨¢ctica pol¨ªtica, en la oraci¨®n f¨²nebre que dedic¨® Tuc¨ªdides a Pericles.
Quisiera llegar a imaginarme las condiciones en las que una manifestaci¨®n de semejante. respeto y devoci¨®n pudiera llegar a sustentarse, pero no puedo hacerlo, ni acierto ni soy capaz de hacerlo, quiz¨¢ porque hoy nos resulta muy diferente -y se nos presenta tambi¨¦n muy deformada- no s¨®lo la imagen del pol¨ªtico como tipo ideal seg¨²n la f¨®rmula weberiana, sino la misma concepci¨®n de la pol¨ªtica entendida como ciencia -o como facultad. A menos de 10 a?os de la muerte del general Franco Bahamonde se vuelve a utilizar la frase "soy apol¨ªtico" en sentido meliorativo y se hace gala de la abstenci¨®n cuando se trata de pronunciarse y votar. ?Tanta diferencia existe entre una idea casi m¨ªstica de la actividad pol¨ªtica y, en el mejor de los casos, el beneficio de la indiferencia?
Es evidente que la pol¨ªtica ateniense era algo muy. dispar a la institucionalizaci¨®n del culiparlamentarisino, ya que, de entrada, se trataba de algo dom¨¦stico y cercano sobre lo que pod¨ªan tenerse con facilidad ideas muy claras. Cierto es que Atenas lleg¨® a dominar el mundo cl¨¢sico, pero sus valores, al menos en teor¨ªa, continuaban siendo los de la moderaci¨®n y la salud del esp¨ªritu como vacunas evitadoras de pasiones tan nefandas como la de la soberbio. de los poderosos. El que la contradicci¨®n entre el universo ¨¦tico y la pr¨¢ctica pol¨ªtica imperial diera al traste con la f¨®rmula de convivencia de la pol¨ªs es algo que quiz¨¢ pueda preocupar al partidario de la democracia asamblearia, peto algo tambi¨¦n que no nos impide entender c¨®mo el ciudadano griego se mantuvo hasta el final aferrado a su ideal pol¨ªtico. El utilitarismo no era, por aquel entonces, una vara de medir demasiado precisa ni afinada.
Pero las diferencias en talante y en mec¨¢nica institucional no parecen justificar de forma absoluta un quiebro tan sesgado en la valoraci¨®n de las actividades pol¨ªticas. Quiz¨¢ tuvi¨¦ramos que dar de lado al marco de las instituciones, con sus tan escasas semejanzas que ni podr¨ªan apenas justificar los mismos nombres para tan distintas funciones, ni intentar su b¨²squeda en el terreno individual.
La figura del pol¨ªtico profesional en un mundo en el que incluso los generales estaban sometidos a la provisionalidad de un nombramiento ad hoc resulta poco traducible en t¨¦rminos que no sean familiares o aun no m¨¢s que inteligibles. Pero hay un sentido en el que deber¨ªamos aceptar algo an¨¢logo a un oficio remunerado en relaci¨®n con los asuntos pol¨ªticos: el de los sofistas. Los atenienses, que apreciaban el ejercicio de las virtudes ciudadanas, estaban dispuestos a mantener un cuerpo de ense?antes profesionales que pretend¨ªan ser expertos precisamente en el arte del manejo de los asuntos p¨²blicos y que, no sin una estricta l¨®gica, fueron denigrados desde aquellas concepciones, como la socr¨¢tica, que a?oraban las virtudes tradicionales y punto menos que eternas.
El mundo ha cambiado lo bastante como para que, al menos, la figura del pol¨ªtico profesional y remunerado (en algunas esquinas pol¨ªticas se le Dama liberado) no provoque esc¨¢ndalo, al margen de cierto folclore ligado a una concepci¨®n todav¨ªa aristocr¨¢tica del poder o al intento de coger el r¨¢bano por las hojas de un salario desmedido. Pero quiz¨¢ tuvi¨¦ramos que preguntamos si no nos har¨ªan falta los sofistas. En ¨¦pocas pret¨¦ritas, en tiempos de la Restauraci¨®n, por ejemplo, y hasta la dictadura de Primo de Rivera, la carrera del pol¨ªtico comenzaba por una modesta concejal¨ªa en su provincia y continuaba, pelda?o tras pelda?o, toda una larga marcha por la Administraci¨®n, que era capaz de curtir los esp¨ªritus m¨¢s dados al desorden o al pintoresquismo. Hoy, pudiera ser que por desgracia, ya no es as¨ª. Hoy, a poco que la corriente de los votos prestados lo permita, puede llegar a ministro un relativamente sabio profesor, o un contrastadamente honrado ingeniero, que, por lo -dem¨¢s, ignoran de manera cient¨ªfica y complet¨ªsima el noble arte de administrar, eso que tan poco tiene que ver con la ciencia infusa. En la medida en que estos advenedizos tangencia les comparten el fervor de las esperanzas del electorado, puede trocar su ignorancia en osad¨ªa o disimular su torpeza disfrazando la de autoridad. Lo malo es que la pol¨ªtica exige resultados al menos en id¨¦ntica medida en que presupone buen prop¨®sito. Y los resultados conducen a la confusi¨®n, tanto si se aventura la f¨®rmula del pol¨ªtico aficionado como si se opta por los Gobiernos de t¨¦cnicos o de juristas. Entre tanto, s¨®lo la confianza en lo distinto es capaz de evitar la desbandada hacia el apoliticismo. Hubo una ¨¦poca en la que las promesas de la democracia alimentaban una idea de la pol¨ªtica un tanto similar a la ateniense, al menos en parte. Pero tal tiempo ya qued¨® a la espalda, para dar paso a la esperanza de una verdadera alternativa al secular dominio de los Gobiernos conservadores. Esta ¨¦poca nos est¨¢ pasando tambi¨¦n por delante y sin que sepamos apresarla, y no parece quedamos m¨¢s cosa ni mejor actitud que la perplejidad y el desconsuelo. Los pol¨ªticos podr¨ªan remediarlo con las armas de una gesti¨®n prudente y unos resultados correctos. Pero, ?d¨®nde est¨¢n los pol¨ªticos? Jorge Manrique se hubiera preguntado: ?qu¨¦ fue de tanto gal¨¢n?, ?y qu¨¦ de tanta invenci¨®n que truxeron?
CopyrightCamilo Jos¨¦ Cela, 1983.
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