Oto?o y duendes
?D¨®nde est¨¢n los duendes, las hadas, las brujas voladoras sobre escobas en las que no cre¨ªamos en nuestra infancia? Nuestros padres no s¨®lo no nos enga?aban, sino que nos prohib¨ªan creer en estas fantas¨ªas. Nos prohib¨ªan creer en casi todo lo que no se ve, se huele, se toca, se gusta y se oye. S¨®lo se respetaban los misterios esenciales de nuestra religi¨®n. La credulidad era cosa de "gentes ignorantes" en aquella ¨¦poca de racionalismo. Por mi parte, en una isla soleada donde no existe el oto?o, miraba con escepticismo las ilustraciones de mis libros de cuentos, en que aparec¨ªan ¨¢rboles inmensos con ra¨ªces que cobijaban las casitas de los enanos, y el colorido maravilloso de las hojas, rojizas y amarillas, que ca¨ªan en lenta lluvia entre las nieblas para alfombrar la tierra. Los inexistentes duendes y el oto?o magn¨ªfico se fund¨ªan en mi imaginaci¨®n, aunque creyese por cultura que el oto?o existe y que los duendes no existen. A fuerza de no querer ser cr¨¦dula, he sido una criatura con la fantas¨ªa podada al m¨¢ximo. Alguna compensaci¨®n ten¨ªa que tener, y confieso que tengo el don de maravillarme cuando descubro, aunque sea parcialmente, mis muchas ignorancias. El oto?o, por ejemplo, lo he a?orado, lo he presentido, lo he buscado, y de pronto lo encontr¨¦ en Aranjuez cuando ten¨ªa ya m¨¢s de 20 a?os. El m¨¢s joven de mis hijos, Agust¨ªn Cerezales -escritor-, recuerda que cuando ¨¦l ten¨ªa cinco o seis a?os le llev¨¦ a Aranjuez en oto?o y le dej¨¦ revolcarse en montones de hojas ca¨ªdas y bautizarse en los colores de las que iban cayendo sobre nosotros en el paseo por los jardines. De los duendes no le habl¨¦ a Agust¨ªn. Ni a nadie. Los duendes no existen. ?No existen?Es ahora, cuando la gran masa humana que nutre su cultura con la televisi¨®n se ha vuelto cr¨¦dula en milagros cient¨ªficos mezclados con milagros de ficci¨®n cient¨ªfica, cuando al llegar el oto?o siento una irresistible a?oranza, un deseo muy grande de creer no en las brujas ni en las hadas, ni menos en los robots, en los marcianos, en las armas at¨®micas y en los cohetes interespaciales, pero s¨ª en los duendes de tradici¨®n antiqu¨ªsima, los duendes familiares, que se mezclan en la vida humana con sus travesuras inocentes.
En estos tiempos, uno no puede decir a los ni?os que no crean en la nueva mitolog¨ªa de superhombres provistos de m¨¢quinas para cruzar los espacios entre las estrellas. Creer, en los tiempos de mi infancia, era ser ignorante. No creer, ahora, es igualmente ser ignorante. Pero son afirmaciones estas muy dudosas todas. En 1965 vi en cabo Kennedy las torres donde se estaba construyendo el cohete que el 21 de julio de 1969 el mundo entero, en las pantallas de televisi¨®n, vio llegar a la Luna, que pisaron los hombres "por primera vez en la historia del universo". Pero ?esto es verdad? Un amigo labrador castellano, sin estudios universitarios, pero muy inteligente, lanzaba risas socarronas ante nuestra credulidad. "No hay nada m¨¢s f¨¢cil que montar un escenario de la Luna para que lo crean los papanatas". Nosotros pensamos que ese hombre era incr¨¦dulo por ignorancia. Hoy, cuando me he enterado de que sin apoyo de los centros cient¨ªficos mundiales, pero con un auditorio tan grande domo el que tuvo la primera llegada a la Luna, algunas emisoras de televisi¨®n han dado un reportaje en el que alg¨²n cient¨ªfico y alg¨²n astronauta afirmaron que, en efecto, el asunto de la llegada a la Luna por primera vez fue un enga?o (al parecer, porque ya se hab¨ªa llegado mucho antes, y en la cara oculta de la Luna hay hasta ciudades y las hab¨ªa entonces ... ), cr¨¦dulos e incr¨¦dulos podemos sentirnos igualmente desorientados, igualmente ignorantes y aterrorizados por lo que creemos y lo que no creemos de las fuerzas ocultas que nos manejan.
Es mejor creer en los duendes. Fue un asombro maravilloso para m¨ª la primera vez que supe sin lugar a dudas que algunas gentes muy cultas de pa¨ªses n¨®rdicos creen en los duendes. Quiz¨¢ tambi¨¦n en nuestro pa¨ªs haya quien crea en los duendes. El que yo no haya conocido ning¨²n espa?ol que lo confiese no tiene la menor importancia. Nunca me he dedicado a investigar en este sentido. Fue la casualidad, un oto?o de nevisca, la que me reuni¨® con un grupo de amigos en un parador de las monta?as de Le¨®n, donde escuch¨¦ el relato de las aventuras escolares de uno de estos amigos que estudi¨® en Inglaterra. Invitado por un compa?ero a pasar un fin de semana en una casa de campo, estuvieron ¨¦l y su amigo haciendo sonar la campanilla de la verja del jard¨ªn mucho rato. Como hab¨ªan llegado una hora antes de lo previsto, los due?os y los sirvientes de la casa no hab¨ªan hecho caso de aquellas llamadas. Creyeron que se trataba del duende, que en tardes neblinosas y tranquilas como aquella se divert¨ªa en agitar la campanilla. Para mi amigo espa?ol fue un asombro comprobar que todos los habitantes de la casa -incluso el deportista compa?ero de estudios- cre¨ªan absolutamente en el duende. "Est¨¢ en esta casa desde hace much¨ªsimo tiempo. Nos lo advirtieron los antiguos inquilinos, pero es un duende inofensivo si se le trata bien".
Otro relato de un duende familiar me lo hizo mi amiga la escritora canaria Lola de la Fe. Lo hizo sin comentarios. Era amiga de una se?ora sueca, pintora, que lleg¨® a Las Palmas a pasar una larga temporada. La pintora sueca, joven, culta, bienhumorada, era encantadora. Poco despu¨¦s de alquilar una casa en la ciudad, sus amigos la notaron preocupada. Al fin, confi¨® a Lola su mala suerte. En su casa de Suecia -donde viv¨ªa sola- se instal¨® un duende a poco de estrenarla: un duende insoportable, que le escond¨ªa los tubos de pintura o hac¨ªa chafarrinones en sus cuadros si ella se olvidaba de ponerle su escudilla de gachas. El duende, para comer, adoptaba un disfraz visible de gato vagabundo... Cuando la pintora tuvo la ocasi¨®n de sus vacaciones, busc¨® en la geograf¨ªa de la Tierra un punto lejano: las islas Canarias. Y con gran secreto vendi¨® su casa para instalarse en otro lugar al regreso. Tambi¨¦n tom¨® precauciones con el equipaje. Mand¨® sus ba¨²les por v¨ªa mar¨ªtima v sali¨® con las maletasdel avion -algo as¨ª como para un fin de semana- para enga?ar al duende. Al llegar a Las Palmas se sinti¨® liberada todo el tiempo en que estuvo en un hotel; pero cuando alquil¨® una casa y abri¨® los ba¨²les, tuvo que darse cuenta en seguida de que el duende hab¨ªa llegado escondido en aquellos ba¨²les. Inmediatamente comenz¨® a perder cosas, se le mezclaron los colores en la paleta, se le estrope¨® un retrato que estaba pintando. El duende se aplacaba s¨®lo cuando dejaba en la terraza su taza de leche con gofio..., y eso -el duende- era la causa del nerviosismo de la joven sueca.
Cu¨¢nto record¨¦ yo esa historia del duende cuando crecieron mis hijos y viv¨ª sola una temporada. Ya no pod¨ªa culpar a mis ni?as de que dejasen sus cuadernos y sus juguetes en mi mesa de trabajo, pero mi mesa de trabajo aparec¨ªa desordenada igualmente. Cuadernos inesperados, libros, utensilios de cocina..., ?qui¨¦n los llevaba all¨ª? Yo sola, con mi despiste. Sufr¨ª un ataque de autodestrucci¨®n de personalidad. En a?os pasados, ?no habr¨ªa re?ido yo a los ni?os injustamente? Lo m¨¢s probable era que aquellas cosas suyas las hubiera puesto yo misma, por descuido, por abstracci¨®n, entre mis cuartillas. La seguridad que hab¨ªa tenido en m¨ª misma y en mi memoria sufri¨® un golpe muy rudo. Nunca me he recuperado. Qu¨¦ distinto ser¨ªa todo si yo pudiese creer en un duende familiar, acompa?ante perpetuo, chivo expiatorio de todas mis equivocaciones. Queridos duendes familiares, tan constantes y tan opuestos al gran duende de la inspiraci¨®n, ojal¨¢ creyese en vuestra existencia y vuestra lucha conmigo. Pero he tenido una infancia demasiado racionalista. Mis nietos ser¨¢n m¨¢s felices. En el momento de sus despistes y todo a los extraterrestres, y se quedar¨¢n tan tranquilos.
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