Memoria de Caracas
Acaban de cumplirse los 12 meses de mi vuelta a Caracas, casi 30 a?os despu¨¦s de La catira, mi novela de la que se dijeron -a ambos lados de la mar- muy cumplidas y gratuitas necedades. El avi¨®n llega a esa hora intempestiva en la que todas o casi todas las ciudades del mundo ofrecen la rara imagen, entre subreal y gozosa, de las grandes avenidas horras de humo y hu¨¦rfanas de estruendos y embotellamientos, esos agobios mec¨¢nicos a los que por all¨ª dicen galletas, pero Caracas ya apuntaba en 1954 hacia la perfecci¨®n en esa esquina del vivir y en ella viene a ser lo mismo, sobre poco m¨¢s o menos, el intentar meterse un jueves a las cuatro de la tarde, pongamos por caso, que un domingo mientras el d¨ªa apenas ensaya a amanecer. Caracas es hoy una inmensa y tupida malla de autom¨®viles y automovilistas que han adoptado -?a la fuerza ahorcan!- el estoicismo como forma de vida, y cuyos conductores y pasajeros se dan ¨¢nimo oyendo el pat¨¦tico ulular de las ambulancias que, encajadas en medio de la riada, carecen de la m¨¢s m¨ªnima posibilidad de que nadie pueda dejarles el necesario hueco inexistente. Con suerte, el sonido de la sirenas anima lo bastante a los moribundos que van camino del hospital para que se decidan a aguantar un poco mientras el sem¨¢foro se abre y se cierra una docena de veces. A lo mejor es obligatorio -y nadie lo sabe- avisar a los vecinos de la gran autopista sobre las angustias de los ch¨®feres al servicio de las cl¨ªnicas y, en cualquier caso, para m¨ª tengo que hasta la bocina de las ambulancias, por lo com¨²n nerviosa y estridente, suena aqu¨ª con un leve y dulce acento de resignaci¨®n.Si el primer signo de identidad de Caracas es el rumoroso ulular del tr¨¢fico, el segundo quiz¨¢ pudiera ser el pegajoso y dulce aroma del aire del tr¨®pico. Ni siquiera el humo acre y anestesiador de los escapes de los autom¨®viles puede competir con el denso peso de la atm¨®sfera, que baja cargada de humedad a medida que el sol comienza a levantarse por encima de las monta?as y sus vallecicos. Todo el paisaje se convierte, de nuevo y muy deprisa, en el lecho de una vegetaci¨®n que todav¨ªa se sacude el roc¨ªo de la noche, y el recuerdo salta de inmediato -y cargado de una l¨®gica agresiva- al Hemingway de To have and have not, o al Lowry de Under the Volcano, sobre todo si a¨²n uno conserva su imagen anterior a la televisi¨®n y los bestsellers.
Desde las alturas del Tamanaco, y apartando la vista de las ventanas que dan sobre la ciudad, el viajero podr¨ªa ahorrarse -y aun recuperar- 30 a?os de su vida al volver a Caracas. El Tamanaco debe ser uno de los pocos hoteles del mundo en el que tan s¨®lo se puede entrar o salir en autom¨®vil, dado el obvio desprecio que los urbanistas venezolanos sienten hacia las aceras, y se defiende de la marea mec¨¢nica rode¨¢ndose de lo que pudiera tomarse f¨¢cilmente por un frondoso y bello jard¨ªn bot¨¢nico. Pero aunque el Tamanaco haya vencido -por fortuna- en lo que entiendo como la culta simbiosis de los coches y los ¨¢rboles, no pudo hurtarse a los dos ¨²ltimos signos que hicieron de Caracas, al menos para m¨ª, una ciudad diferente a la que era.
En primer lugar, las ranas: unas ranas diminutas, incansables y escandalosas -?tambi¨¦n simp¨¢ticas?- que croan (o p¨ªan, o chirr¨ªan, o graznan, o grillan, yo no lo s¨¦) durante toda la noche como si fueran estivales y enloquecidos grillos enamorados que buscan compa?era. Las ranas est¨¢n en el c¨¦sped, en los alcorques de los ¨¢rboles, en los ¨¢rboles mismos, en las macetas y en todas partes, y se esfuerzan, con muy meritorio af¨¢n, porque nadie permanezca ajeno a su aplicada tarea de colonizaci¨®n. Se supone que el primer casal de ranas lo trajo, desde Puerto Rico, un incauto turista que pretendi¨® mantenerlo en cautiverio, hasta que los animalitos decidieron otra cosa. La historia tiene demasiadas connotaciones b¨ªblicas como para que haya que cre¨¦rsela sin m¨¢s, pero yo la transcribo tal como me la contaron. Desde luego, hace 30 a?os no hab¨ªa ranas en Caracas, o por lo menos no hab¨ªa ranas tan escandalosas y pregonadoras de sus propios merecimientos.
La segunda fuente de diferencia es c¨ªclica, como los monzones, y no permanente, como la lluvia y las ranas. Hace ahora un a?o justo Caracas aparec¨ªa empapelada con los carteles de los partidos pol¨ªticos, enzarzados en la campa?a electoral. Cuando uno se ha pasado la noche en un aeroplano y m¨¢s o menos perdido sobre la mar, no tiene los reflejos demasiado vivos y puede preguntar banalidades al ch¨®fer que medio duerme mientras sube a paso de glaciar por la autopista.
-Qu¨¦, ?de elecciones?
-Pues s¨ª, doctor, ya usted lo ve, mismitico de elecciones.
-Ya, ?y son para pronto?
-Pues s¨ª, doctor, de lo m¨¢s pronto. Ahorita mismo falta ya s¨®lo un a?o.
Como la sociolog¨ªa pol¨ªtica es ciencia hacia la que siento grima -lo mismo me ocurre con la cirug¨ªa y el ajedrez, quiz¨¢ entre otras- ignoro si los venezolanos propenden a votar en masa o a abstenerse, pero, desde luego, s¨ª s¨¦, por lo que vi, que viven con muy plausible intensidad el periodo electoral. A poco que se radicalizase el asunto, hasta podr¨ªan servirles los mismos carteles de una elecci¨®n para otra, sobre todo si se les envuelve en una funda de pl¨¢stico para evitar que los devoren los insectos.
Las elecciones las ganaron los socialdem¨®cratas de Lusinchi y las perdieron los democristianos de Caldera. Sin entrar ni salir donde no me llaman, conf¨ªo en que sea para bien. Venezuela, como Espa?a -y me gusta poder comparar a Espa?a con Venezuela-, es uno de esos pueblos que son capaces de sobrevivir a todo lo que la historia pueda irles echando encima, lo que no es poco, aunque a veces suponga que quiz¨¢ fuera mejor no tentar la suerte.
Si vuelvo a Caracas dentro de otros 30 a?os me gustar¨ªa encontrarme de nuevo con los ch¨®feres viendo la televisi¨®n y escuchando el murmullo de un improbable fluir de los autom¨®viles, me gustar¨ªa oler los lejanos mangles, dormirme acunado por las ranitas de San Juan, recordar nuestra juventud con Modesto Quinteiro Prado, natural de La Estrada, provincia de Pontevedra, y estrechar la mano a los candidatos que hacen jornada continua para animar a sus compatriotas. No quiero acordarme de los rascacielos, los ejecutivos, los centros comerciales y la amenaza que pende sobre el Country Club. Aunque sea en muy m¨ªnima proporci¨®n, Caracas es un poco m¨ªa y me gusta id¨¦ntica a s¨ª misma y tal cual.
Copyright Camilo Jos¨¦ Cela, 1983
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.