Garant¨ªas para el inseguro
Quienes saben de estas cosas afirman que la costumbre lleva pegada al lomo la r¨¦mora de la indiferencia, por ejemplo: el sepulturero puede hacer un alto en la tarea y darle un tiento a la bota de vino sentado en el ata¨²d sin que le tiemble un solo m¨²sculo del coraz¨®n ni de la cara, porque la vida del cementerio es la vida de la muerte. Ni la sensibilidad ni los arrestos tienen nada que ver con ese fen¨®meno de degradaci¨®n de lo cotidiano que se matiza y difumina hasta perder sus ¨²ltimos rasgos de tragedia o de hero¨ªsmo. Si nos acostumbramos a la evidencia de que todo es igual que ayer, arribamos a un inerte limbo en el que hasta el ¨¢nimo m¨¢s atento acaba por bajar las defensas y perderse en la c¨®moda y anodina y gris multitud del t¨¦rmino medio.Quiz¨¢ tuvi¨¦ramos que despachar con una rutinaria ojeada las p¨¢ginas de sucesos de los peri¨®dicos, porque van camino de convertirse en no m¨¢s que carne de estad¨ªstica. Sin embargo, y pudiera ser que para mantenernos atentos, siempre acaba por surgir una noticia aun m¨¢s espeluznante y sobrecogedora, un acontecimiento capaz de levantar las nieblas de lo habitual y volvernos a encarar con la imagen del monstruo. Al filo del A?o Nuevo muri¨® apu?alada en Barcelona una chica que se neg¨® a darle un duro a su verdugo. El homicida ( ahorr¨¦monos los caritativos y tambi¨¦n rid¨ªculos eufemismos legalistas de la presunci¨®n) ten¨ªa nueve o diez a?os.
De repente, ah¨ª est¨¢n todas las claves del fatum asomando, sobre las bardas de la escena, en un amargo drama del absurdo. Un m¨®vil est¨²pido, una muerte gratuita y un autor t¨¦cnicamente irresponsable y vitalmente dif¨ªcil de entender. Sin duda que Albert Camus o, unos a?os antes, Andr¨¦ Malraux hubieran podido narrar el suceso en unas p¨¢ginas, tan bellas como tremendas, sobre las miserias de la condici¨®n humana. Pero ahora no se trata de una ficci¨®n sino de un suceso del que nos informan las agencias de prensa. Quiz¨¢ ni siquiera pueda haber materia para las t¨¦cnicas, de la psiquiatr¨ªa, ya que el horror gratuito tiene un l¨ªmite qu¨¦, en este caso, parece haberse transgredido de forma m¨¢s que suficiente.
Durante muchos a?os la cuesti¨®n de la seguridad ciudadana y el aumento de la delincuencia constituy¨® una baza pol¨ªtica capaz de marcar las distancias entre una izquierda comprometida en la defensa de las garant¨ªas de cualquier ciudadano, aun sospechoso de criminalidad, y una derecha dispuesta a imponer criterios mucho m¨¢s pragm¨¢ticos y utilitaristas en favor del ciudadano medio. Probablemente tal dicotom¨ªa tuvo un sentido claro cuando Espa?a era un ¨¢mbito en el que la carta de ciudadan¨ªa apenas nos daba m¨¢s cosa que el documento nacional de identidad, y cuando incluso los pa¨ªses m¨¢s conservadores del mundo occidental pod¨ªan ense?arnos -con orgullo por su parte y pasmo por el nuestro- las garant¨ªas constitucionales y la normativa capaz de asegurar, dentro de los siempre imprecisos l¨ªmites que jalonan estos asuntos, la teor¨ªa de la precisa imparcialidad ante la ley. Pero la situaci¨®n, por fortuna, es ahora muy otra. Espa?a se encuentra en cabeza en cuanto a los reconocimientos formales de los derechos del ciudadano y, en consecuencia, ya no tiene sentido su reivindicaci¨®n pol¨ªtica, aun cuando s¨ª pueda sostenerse la necesidad de acciones encaminadas a obligar a que la ley se aplique y cumpla en sus m¨¢s puntuales t¨¦rminos.
Pero esa es harina de otro costal, de un costal un tanto ajeno al verdadero-problema que se est¨¢ colando de rond¨®n en la cabeza de muchos espa?oles. ?Es contradictorio, acaso, el aceptar y exigir respeto legal y aun constitucional a todas las personas que, habiendo delinquido, no han sido a¨²n juzgadas y condenadas y, simult¨¢neamente, aceptar y exigir una labor preventiva y punitiva lo bastante eficaz como para disminuir las alarmantes cotas actuales de delincuencia? Yo creo que no y, en estas l¨ªneas de ahora, estoy pidiendo algo as¨ª como una ley de garant¨ªas para el inseguro.
Me gustar¨ªa olvidar, por un momento, el c¨®modo recurso a la interpretaci¨®n sociol¨®gica. Ya sabemos que el paro genera delincuencia y que las drogas rematan la jugada. Quiz¨¢ acabando con las "causas ¨²ltimas" evit¨¢ramos de ra¨ªz cuanto hoy sucede, pero tal supuesto pienso que resulta ut¨®pico en nuestro trance actual. La cuesti¨®n, nada acad¨¦mica, que se plantea es la de la forma de poder evitarse no aquel penoso y lamentable mal ¨²ltimo, sino estas sus patentes consecuencias. La verdad es que surge de inmediato una alternativa que deber¨ªa llevarnos a la meditaci¨®n ya que: o bien puede evitarse en unos amplios porcentajes el clima de deterioro de la convivencia dentro de los marcos legales y constitucionales, o tal cosa no resulta posible.
Huelga mantener que la verdadera fuente de enfrentamiento pol¨ªtico, esta vez entre constitucionalistas de izquierdas y derechas, al alim¨®n y unidos, y partidarios del golpismo y la involuci¨®n, descansa en gran medida en la respuesta que haya de darse al dilema. Estamos empe?ados, todos los que creemos en las superiores virtudes de la Constituci¨®n, en la idea de que s¨ª hay soluciones internas, pero, lamentablemente, no parecen brillar, con el fulgor que quisi¨¦ramos, las excelencias de los resultados. Aun cuando Espa?a est¨¦ a¨²n lejos de la ley de la selva (tampoco ser¨ªa admisible fingir lo contrario) hay s¨ªntomas evidentes de que resulta imprescindible arbitrar los medios para que, en la l¨ªnea de la Constituci¨®n y sin salirse ni un ¨¢pice de cuanto all¨ª se manda, se pueda mejorar el clima de la calle. No es preciso citar estad¨ªsticas, ni arbitrar encuestas. A veces basta con un peque?o ejercicio de fenomenolog¨ªa. El que sugiere, por ejemplo, el hecho de que un ni?o de 10 a?os mate a una muchacha porque no quiso darle un duro.
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