La capacidad de un suspiro
Es bien sabido que el hombre es animal dado a la consueta y sujeto a los h¨¢bitos m¨¢s previstos y menos graciosos y flexibles. Nos movemos por pautas que nos van se?alando, como los leguarios del camino, cu¨¢l es el rumbo que hayamos de seguir y d¨®nde se encuentra esa rastrojera siempre lejana a fuerza de quedar cerca y aun inmediata. De vez en vez, sin embargo, alguna de esas se?ales cotidianas falla en su quieta vigilia, y huye y se nos escapa. Quiz¨¢ sea excesivamente relamido y literario el decir que con ella se nos va un poco de nosotros mismos. Estamos demasiado hechos a tener que resignarnos con la p¨¦rdida del uso propio, y somos lo suficientemente ego¨ªstas para olvidar c¨®mo ¨¦ramos y dar de lado a cuanto hemos perdido.Acaba de irse uno de los ¨¢ngeles de la guarda, tutelador de la angustia de las mozas de mis tiempos juveniles y gu¨ªa, abnegado gu¨ªa, de dudas sobre el comportamiento sentimental y sus deleitosos vericuetos. El marketing ha matado a Elena Francis, poco despu¨¦s de que ella misma se suicidara dej¨¢ndose morir. Ahora nos dicen que Elena Francis no existi¨® nunca, que se trataba tan s¨®lo de una voz capaz de esconder a toda una cumplida tropa de cient¨ªficos del coraz¨®n: m¨¦dicos, moralistas, psic¨®logos, soci¨®logos y peritos en esencias ideol¨®gicas y en cremas hidratantes, nutritivas, limpiadoras, etc¨¦tera. Es mentira. Elena Francis existi¨® durante muchos a?os en la misma medida en que tambi¨¦n existi¨® la muchachita siempre temblorosa y siempre confundida frente a las encontradas imposiciones de la carne y el alma, y ansiosa de consuelo y esperanza ante la perspectiva de lavarse del pecado sin necesidad de pasar por el siempre engorroso tr¨¢mite de la confesi¨®n. Elena Francis era una idea plat¨®nica trasplantada al mundo de lo perecedero que estuvo a purito de conservarse con la unci¨®n de la inmortalidad. Son 35 a?os que no han perdonado a ninguna de sus oyentes.
La moda sociologista ha aireado de inmediato que la moral subyacente a los consejos de Elena Francis era la del nacionalcatolicismo. Asombra tanta perspicacia al catalogar un programa que se emit¨ªa en la radio espa?ola en 1949, y creo que no me fallan las cuentas ni el calendario. Tengo ciertas nociones acerca de lo que era la Espa?a en ese tiempo y de lo que significaba el salir a la calle pregonando ideas levemente distintas. Mi primera novela se public¨® siete a?os antes -y fue retirada al a?o siguiente-, y La colmena fue prohibida un par de a?os m¨¢s tarde. Pero, aun as¨ª, la edici¨®n de libros pod¨ªa ser considerada como un pozo de libertades si se compara con los usos que reg¨ªan la radio; en la ¨¦poca en la que la televisi¨®n no exist¨ªa entre nosotros, las ondas ya eran sagradas. Convendr¨ªa no olvidar que a Dionisio Ridruejo le cost¨® el cargo de director de Radio Intercontinental de Madrid el hecho de dejarme cantar un tanto -Sola, fan¨¦, descangayada...- ante los micr¨®fonos, aunque quiz¨¢ fuera saludable matizar sobre las diversas culpas ideol¨®gicas y est¨¦ticas que en tal suceso intervinieron.
Elena Francis fue nacionalcat¨®lica no s¨®lo por necesidades pol¨ªticas, sino tambi¨¦n, y de forma decisiva, por imperativos comerciales. Los modelos a seguir son siempre aquellos que pueden asociarse estrechamente con el ¨¦xito y la gloria, salvo que confundamos el negocio de la cosm¨¦tica con la literatura de compromiso. Da lo mismo que los ideales nacionalcat¨®licos existiesen tan s¨®lo en la m¨¢s pura y formal teor¨ªa y que el mundo de los barrios, los parques y las sesiones de cine de la tarde transcurriesen por los mismos y previstos caminos de siempre. El tema de Elena Francis se sit¨²a en el nirvana o en el infierno por pura necesidad del mundo en que se mov¨ªa, de un mundo que no pod¨ªa aspirar a ning¨²n otro papel distinto al del espejo del cuento de Blancanieves. Tengo la sospecha de que esa fue la clave del ¨¦xito inicial del consultorio y tambi¨¦n la columna capaz de ap¨²ntalar m¨¢s tarde su continuo latir, aunque fueran ambas cosas causadas por motivos diferentes.
Lleg¨® el tiempo en el que Elena Francis se convirti¨® en un monumento kitsch, en un hallazgo para los que se emocionan con lo cotidiano siempre que sea aireado por alguien al estilo de Andy Warhol. Y cuando Elena Francis sigui¨® el consejo de sus almas cient¨ªficas y pretendi¨® ponerse al d¨ªa, al menos en materia no directamente relacionada con el aborto y el adulterio, perdi¨® su ¨²ltima raz¨®n de ser. No necesitamos a nadie que nos diga lo que somos.
La moraleja de la muerte suele ligarse al mito de la resurrecci¨®n. Pero en este caso no parece f¨¢cil tal evidencia. Hoy ya nadie est¨¢ dispuesto a dejarse aconsejar, al menos en temas sentimentales, y quienes todav¨ªa buscan consuelo religioso suelen acudir al tarot y las cartas astrales. Es el signo de los tiempos y el resultado de una puesta al d¨ªa que, seg¨²n nos dicen, acabar¨¢ llev¨¢ndonos a Europa. Yo preferir¨ªa la propaganda m¨¢s descarada y a pecho descubierto, pero ?qu¨¦ se le va a hacer!, tendr¨¦ que resignarme, y pienso que sabr¨¦ hacerlo. Lo ¨²nico que me duele es el darme cuenta de c¨®mo 35 a?os pueden caber en un suspiro.
@ Camilo Jos¨¦ Cela, 1984.
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