Compraventa de arte e historia
En abril de 1969, andando mi revista Papeles de Son Armadans por su octogesimoquinto n¨²mero, publiqu¨¦ en sus p¨¢ginas un dolorido art¨ªculo sobre las vetustas piedras del monasterio de ?vila, sucesivamente adquiridas, desmontadas, marcadas y numeradas, embaladas, transportadas a lomo de mula, en carromato y en ferrocarril hasta la mar, es6badas a bordo de 12 barcos y, por fin, viajeras hasta San Francisco de California, donde hallaron una segunda y falsa paz tan azarosa como indigna. Se trataba no m¨¢s que de una r¨¦plica, de una necesaria puntualizaci¨®n. El editor ingl¨¦s de Viaje a la Alcarria, quiz¨¢ demasiado hecho a los usos y costumbres de su tierra, hab¨ªa tomado por licencia literaria la alusi¨®n que all¨ª se hac¨ªa al expolio, y aclar¨® en nota a pie de p¨¢gina que mi historia no pasaba de ser un cuento inveros¨ªmil. La verdad es que cualquiera que haya visitado el British Museum -y resulta obvio que todo editor ingl¨¦s siempre lo ha hecho varias veces- no necesita apoyarse en la fantas¨ªa cuando se habla de rapi?as, saqueos y otras ma?as piratas. El que los tesoros babil¨®nicos, egipcios, griegos, etc¨¦tera, que duermen en el museo de Great Russell Street se hayan salvado gracias al af¨¢n brit¨¢nico por conservar y preservar en sus islas todas o casi todas las piedras hist¨®ricas del pr¨®jimo es ya otro asunto. Aqu¨ª no pretendo referir¨ªne a las posibles virtudes de los arque¨®logos del imperio, sino a las caracter¨ªsticas de la parte contraria, esto es, a los indudables vicios de quienes, a sabiendas, nos dejamos expoliar.La indiferencia de los espa?oles hacia nuestro tesoro art¨ªstico podr¨ªa niedirse con facilidad sin m¨¢s que espigar un par de ejemplos significativos e incapaces de hurtarse ni a la b¨²squeda m¨¢s superfici.al. Tampoco har¨ªa falta acudir a remotos museos perdidos en villas y ciudades de mayor o menor :resonancia hist¨®rica, ya que el Prado est¨¢ lo bastante a mano como para evitarnos mayores esfuerzos. Quiz¨¢ no pueda ser de otro modo en un pa¨ªs como el nuestro, nuestra zurrada y entra?able Espa?a, que lleva siglos reclamando una educaci¨®n digna para todos y tropieza sistem¨¢ticamente con las voces airadas de quienes ven en tama?a pretensi¨®n una muestra de radicalismo sovietizante, por decirlo mediante una met¨¢fora tan manida como habitual.
Pero ni siquiera es esa toda la historia. Poco a poco vamos reaccionando ante el allanamiento de iglesias rom¨¢nicas y g¨®ticas para construir oficinas y otros desaires, o ante la entrada a golpe de dinamita en cimientos prehist¨®ricos para hacer sitio a las cocheras subterr¨¢neas. Quiz¨¢ no nos conmueva todav¨ªa nuestro legado cultural, pero ya empezamos a comprender los motivos utilitaristas que aconsejan no errar en cuanto al valor de cambio, y de este modo nos encontramos con el env¨¦s del cuento mudado hacia el cinismo y la avaricia. En lugar de hacer trozos de nuestro patrimonio cultural, o en vez de dejarlo pudrirse sin m¨¢s ni m¨¢s, nos apresuramos a vend¨¦rselo a quien interese. Compradores no faltan, quiz¨¢ por aquello de que los extranjeros, seg¨²n la creencia popular hispana, est¨¢n bastante locos.
La nueva ley de Defensa del Patrimonio Cultural pretende frenar todas esas continuas y evidentes licencias, mudando el concepto quiritario de la propiedad, el concepto divino de la propiedad privada como derecho natural y absoluto, por el de la mera posesi¨®n condicionada. Seg¨²n la ley, ser¨¢ delito no tan s¨®lo el facilitar de forma activa el expolio, sino la propia pasiva negligencia capaz de llevar a la ruina a las obras de arte y los monumentos hist¨®ricos. Para algunos, el prop¨®sito se entiende como una pretensi¨®n salvaje y terrorista, y ya se han alzado voces clamando el anatema. Despu¨¦s de dos desamortizaciones, m¨¢s de las tres cuartas partes del patrimonio cultural espa?ol sigue en manos de la Iglesia, y a pesar de que el significado profundo de la nueva ley lo ¨²nico que pretende es que tal situaci¨®n se mantenga como est¨¢, esto es, que la Iglesia conserve su patrimonio, aunque sin comerciar con ¨¦l, de inmediato se ha esgriniido el socorrido cristobita del bolchevismo.
Por supuesto que no ha sido la Iglesia espa?ola la ¨²nica instituci¨®n que ha enajenado sistem¨¢ticamente nuestros bienes colectivos. El monasterio de San Mart¨ªn de ¨®vila, al que antes alud¨ªa, fue vendido por el Estado en 1930, y la historia de las desamortizaciones bien pudiera tomarse por materia digna de figurar como ejemplo a este respecto. Pero es larga ya la lista de incendios, robos m¨¢s o menos sacr¨ªlegos, derribos de techumbres y ejercicio del comercio bajo cuerda que han ido mermando los bienes culturales eclesi¨¢sticos. La nueva ley no hace sino reconocer la evidente propiedad colectiva de ese patrimono. Quiz¨¢ sea ya algo tarde, pero nunca lo ser¨¢ del todo si algo puede a¨²n salvarse. Todav¨ªa estamos a tiempo de dar la raz¨®n a los editores ingleses y convertir la venta de monasterios en un cuento inveros¨ªmil.
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