Pueblo y naci¨®n
Confieso que coincido m¨¢s con la idea que el abate Sley¨¨s se hac¨ªa de la naci¨®n -"el tercer Estado es una naci¨®n completa"- que con la imagen esencial que de ella se han hecho rom¨¢nticos y posrom¨¢nticos, para quienes es un mito com¨²n de identificaci¨®n, sea ¨¦ste la etnia, la lengua o el Volksgeist. Las naciones han adquirido sus rasgos modernos como conciencia de identidad y como participaci¨®n del pueblo, y aunque con m¨¢s frecuencia se ha puesto el acento en el primero de estos ingredientes, ser¨ªa deseable que el segundo recuperar¨¢ la importancia que tuvo en el primer impulso nacional de la Revoluci¨®n Francesa. Parte de los males de nuestras patrias derivan de que la imagen de Espa?a, y las otras im¨¢genes nacionales conflictivas -la de Catalu?a, la de Euskadi- han trabado sus proyectos pol¨ªticos sobre el camino que va desde el sentimiento a la conciencia de identidad, relegando a segundo plano el proyecto nacional de incorporaci¨®n del pueblo.A partir de la Restauraci¨®n, cuando ninguna de las dos oleadas de 'industrializaci¨®n -catalana y vasca- hab¨ªa logrado modernizar la sociedad espa?ola ni el Estado, se produce un intento nacionalista regenerador de la patria espa?ola, al que pueden adscribirse no s¨®lo el regeneracionismo as¨ª denominado, sino tambi¨¦n las corrientes cr¨ªticas del 98 el tradicionalismo. ?Ad¨®nde conduce tal impulso en el pa¨ªs de "la oligarqu¨ªa y el caciquismo", la migraci¨®n y la econom¨ªa dual? A acentuar una imagen de Espa?a como campo de intolerancia y de exclusi¨®n. Unamuno, tan necesitado, por su parte, de buscar esencias espa?olas hasta en el paisaje, describe la situaci¨®n: "Cimentamos la patria en, el odio, y hoy, como no tenemos ya infieles contra quien luchar, hernos dado en luchar los unos contra los otros". Y Maeztu convierte esta realidad en modelo de identidad nacional. "Espaf¨ªa es una encina medio sofocada por la hiedra". Las dos series de identidades, la de Espa?a y la de anti-Espa?a, aparecen as¨ª formuladas: "Espa?a", "encina", "tradici¨®n", "universalidad", "catolicidad"; enfrente, "anti-Espa?a", "hiedra", "modernidad", "extranjero", "jud¨ªo", "mas¨®n". Con la incorporaci¨®n a la "anti-Espa?a" del "comunista" y del "separatista" est¨¢ sentado el cuadro ideol¨®gico de la agresi¨®n de la guerra civil.
Esta ret¨®rica de naci¨®n como identidad ha dejado sin cumplir la verdadera tarea nacional, pendiente desde principios del siglo XIX: la de dar contenido participativo a la naci¨®n, la de que el pueblo irrumpiera en el Estado: "?Qu¨¦ es la patria", dir¨ªa Robespierre, "sino el pa¨ªs donde se es ciudadano y miembro del poder soberano?".
Por el contrario, en defecto de la naci¨®n participativa, el viejo orden foral y la cultura tradicional son el campo ideol¨®gico de apoyo para el nacionalismo de defensa con el que el pueblo, excluido del proyecto pol¨ªtico, se arma frente al impacto de la transformaci¨®n industrial. El etnocentrismo en la defensa nacionalista vasca supone la opci¨®n indudable por el ingrediente nacional de identificaci¨®n. "Euskadi es el conjunto de los hombres de raza vasca", dice Sabino. Y sus series de patria y antipatria pueden enfrentarse as¨ª a las series del vasco espa?ol Maeztu: "Euzkadi" (o "Bizkaia"), "raza", "euskera", "religi¨®n", "tradici¨®n", frente a "Espa?a", "maketo", "castellano", "irreligiosidad", "inmoralidad".
De nuevo el nacionalismo de identidad prescinde del de participaci¨®n, pues en el modelo nacionalista vasco el mismo concepto de "pueblo" est¨¢ lastrado por su previa calificaci¨®n de "vasco". Y si la f¨®rmula racista inicial de Sabino ha sido luego corregida, no lo ha sido hasta el punto de que la esencia de lo vasco no se adscriba a valores suprapersonales que corresponden por naturaleza a los aut¨®ctonos y a la nueva poblaci¨®n s¨®lo por aceptaci¨®n de una esencia externa.
?Y si nos fu¨¦ramos convenciendo de que lo verdaderamente racional y razonable no consiste en imponer se?as de identidad nacional -que s¨®lo son nacionales porque los que las proclaman las bautizan con ese adjetivo-, sino de que organicemos participativamente la vida pol¨ªtica de la sociedad en la que nos encontramos? Mejor modelo que el modo de identificarse es para la naci¨®n el de asumir colectivamente una construcci¨®n social y pol¨ªtica.
La naci¨®n vasca se vive conflictivamente dentro de las fronteras del propio Pa¨ªs Vasco, y entre ¨¦ste y la naci¨®n espa?ola. Y no parece que pueda ser superado el conflicto m¨¢s que si aceptamos un sistema nacional espa?ol-auton¨®mico participativo como orden racional de legitimidad. Al fin y al cabo, el poder no se legitima haciendo abstracci¨®n de la situaci¨®n concreta en que se hallan los miembros de una comunidad, sino -volviendo a los principios hobbesianos- porque los ciudadanos pactan un orden de utilidad que empiece por librarles de la agresi¨®n mutua. El pacto y el huir de la guerra son el principio de la legitimidad que, dejando ya a Hobbes atr¨¢s, se enunciar¨¢ como la voluntad participativa en un modelo com¨²n de principios de convivencia y de distribuci¨®n de bienes econ¨®micos, sociales y culturales.
Pienso que en nuestra sociedad estamos hoy en condiciones de formular un sistema nacional, todav¨ªa en dif¨ªcil equilibrio, que consiste en establecer un cauce pol¨ªtico y social de participaci¨®n popular, tanto en el ¨¢mbito espa?ol como en el vasco, y en posibilitar as¨ª, como consecuencia de esta participaci¨®n, que en la relaci¨®n Espa?a-Euskadi puedan darse dos conciencias nacionales, conc¨¦ntricas, y en la relaci¨®n entre las colectividades dentro de Euskadi, una conciencia nacional de integraci¨®n. Este sistema
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nacional es un cuadro colectivo de funcionamiento. No se corresponde exactamente ni al modo de pensar de cada uno de los ciudadanos para los que se construye, ni al modo de actuar concreto de los responsables del poder o de la Administraci¨®n. La conciencia conc¨¦ntrica -la de que Euskadi es una naci¨®n dentro de una naci¨®n- no tiene por qu¨¦ ser la conciencia individual de cada uno de los vascos o de cada uno de los espa?oles: basta con que el sistema nacional permita integrar pac¨ªficamente a ambos. Del mismo modo, el orden pol¨ªtico se mantiene, porque tiene suficiente efectividad de poder y suficiente validez normativa como para resolver los conflictos y corregir las desviaciones, aunque desde el poder central o desde. el auton¨®mico se le opongan resistencias.
El equilibrio inestable de este sistema nacional deriva del hecho de que afirmar la naci¨®n como participaci¨®n del pueblo lleva, hasta cierto punto, a resistir a lo que lord Acton llamaba "las dos autoridades" -"la del Estado y la del pasado"- que han fundado las naciones hist¨®ricas y que recurrentemente vuelven a afirmar su presencia. Pero, aunque porque existen, no podemos negar estas dos autoridades, s¨ª podemos -combatir los vicios que comportan -el estatalismo y el etnocentrismo-, y s¨ª podemos luchar por limitar sus efectos. Porque ceder a la "autoridad del Estado" supondr¨ªa, por parte espaflola, cerrar filas tras la correspondencia biun¨ªvoca una naci¨®n un Estado, y por parte vasca, afirmar como objetivo la independencia; ceder a "la autoridad del pasado" supondr¨ªa capitular en Euskadi ante la existencia de dos comunidades irreconciliables.
Por el hecho de que proclamemos como mejor el modelo participativo de naci¨®n -la naci¨®n es la ocupaci¨®n del Estado por el pueblo- no vamos a negar la existencia real de las referencias de identidades nacionales. Pero si el modelo participativo es valorado como mejor -por m¨¢s racional y arm¨®nico- y se logra establecer como m¨¢s ¨²til -porque soluciona problemas seculares de convivencia-, las se?as de identidad culturales, ling¨¹¨ªsticas, ideol¨®gicas, en relaci¨®n con las cuales los nacionales se sienten identificados con una naci¨®n, dejar¨¢n de ser sujetos de derecho nacional y se convertir¨¢n en valores humanos a defender. Ni la autodeterminaci¨®n es el derecho de una etnia, ni el idioma tiene derecho a no ser oprimido. Unos y otros son los derechos que los ciudadanos que organizan una convivencia libre y pac¨ªfica tienen a participar en el poder y a preservar sus riquezas culturales.
Porque lo cierto es que el verdadero derecho de autodeterminaci¨®n no es el de un colectivo, ni el de la unidad nacional de destino, sino el de que sobre su propio destino tiene cada individuo.
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