Dos ¨¦pocas madrile?as
Sal¨ª por primera vez de Per¨² en diciembre de 1948. D¨ªas antes, el general Odr¨ªa, tras derrocar al Gobierno democr¨¢tico de Bustamante y Rivero, hab¨ªa instaurado una dictadura militar. "Hemos vuelto a la normalidad", observ¨® el poeta Mart¨ªn Ad¨¢n. Y una t¨ªa m¨ªa -Georgina H¨¹bner, amada sin saberlo por Juan Ram¨®n Jim¨¦nez- me dijo en su lenguaje de se?orita cat¨®lica: "Aqu¨ª los presidentes entran entre aplausos y ramos, como el Se?or en Jerusal¨¦n. Y terminan tambi¨¦n como ?l, crucificados". Vine a Espa?a en barco, cruzando en Panam¨¢ un inmenso juguete -el canal, mecanismo de relojer¨ªa en su estuche esmeralda, tropical-, adentr¨¢ndonos luego en un Caribe irreal y resplandeciente, y visitando por horas y para siempre (porque la plenitud es obra de la intensidad, y no de la duraci¨®n), Cuba, Jamaica, Bermuda. Dispersas, bajo signos distintos, las islas constitu¨ªan una variada unidad creada por ese mar que las hab¨ªa reunido all¨ª desde el origen del mundo, por su vegetaci¨®n com¨²n que lavaban lluvias t¨®rridas y refrescantes, y por ese sol que, en lo alto, parec¨ªa reinar exclusivamente para ellas, aunque de paso tambi¨¦n lo hiciera, generoso, para otros mundos. La Habana era una ciudad luminosa, activa y sensual -me tienta una palabra: m¨¢gica- animada por un ritmo humano vivo, verbal, sonoro, que flu¨ªa a trav¨¦s de las calles asoleadas, con interminables soportales para cubrirse de las lluvias que vagaban por el cielo. Luego vino Kingston, tr¨®pico perfecto hecho por ind¨ªgenas t¨ªpicos para gringos-gringos. Y, por ¨²ltimo, Hamilton, rodeado de arrecifes de coral y playas blanqu¨ªsimas, que hab¨ªa adoptado un aire de provincia brit¨¢nica selecta, con calles pulcras en las que circulaban t¨ªlburis impecables conducidos por cocheros negros, mientras los ingleses disimulaban victorianamente su placer del tr¨®pico. Desde entonces he sospechado que los ingleses s¨®lo son ingleses en apariencia.Cruzamos el Atl¨¢ntico. D¨ªas de serenidad absoluta entre dos infinitos superpuestos, dejando atr¨¢s el Caribe, para¨ªso circular, avanzando d¨ªa a d¨ªa al gris, al fr¨ªo, a Europa. Una noche, al fin, llegamos a La Coru?a. El barco atrac¨® lentamente en la oscuridad. Ca¨ªa una lluvia suave, y cuando me asom¨¦ a la cubierta vi en la penumbra, junto a la escalerilla de embarque, los tricornios de dos guardias civiles. Desembarcamos al d¨ªa siguiente en Santander, cruc¨¦ el muelle y entr¨¦ en una cafeter¨ªa. En la barra, un se?or menudo, con la capa en los hombros, me susurr¨® al o¨ªdo:
-?Es usted extranjero, verdad?
Asent¨ª.
-Le ruego entonces disculpar el espect¨¢culo que ofrece la joven a su derecha... Y puedo asegurarle que todas las mujeres de Espa?a no son as¨ª.
Volv¨ª la cara. A mi lado, una muchacha tomaba su caf¨¦ fumando lentamente un cigarrillo. Espa?a -dos caras de Espa?a- en 1949.
Un a?o morosoViv¨ª en Madrid un a?o. Primero en el barrio de Arg¨¹elles, en una pensi¨®n de estudiantes que quebr¨® al poco tiempo. Luego en otra, en otro ambiente: La Habana Pensi¨®n, en la carrera de San Jer¨®nimo, casi frente a la calle de Echegaray. Los otros pensionistas eran una pareja de actores retirados, un cordob¨¦s que hab¨ªa venido a Madrid a presentarse, por tercera vez, a unas oposiciones y estaba aterrado de ganarlas, pues en ese caso -me dec¨ªa- ten¨ªa que casarse, y unas chicas, Manolita, Paquita, Mercedes, que apostadas en un caf¨¦ de la calle de la Princesa se ganaban la vida en un viejo oficio. Yo hac¨ªa morosamente un trabajo sobre Francisco de Vitoria para cumplir con una beca que me hab¨ªa otorgado el Instituto de Cultura Hisp¨¢nica. Era un a?o dur¨ªsimo. No hab¨ªa llovido, las cosechas estaban arruinadas, casi no hab¨ªa electricidad. En los pueblos sal¨ªan procesiones y rogativas, el pan y los cigarrillos se vend¨ªan de estraperlo, y los ascensores s¨®lo se usaban, claro, para subir. Vino la primavera. La radio del comedor dejaba o¨ªr la voz de Conchita Piquer en el chot¨ªs de moda: "Madrid... Madrid... Madrid...". Lleg¨® el verano. Algunos d¨ªas, despu¨¦s de comer, sub¨ªa desde la calle, a trav¨¦s de las ventanas abiertas, el rodar de un coche y un tintinear de cascabeles: eran los picadores de toros que iban, muy serios, camino a la plaza.
Madrid era una ciudad formalista, callada y hambrienta, cargada de una tensi¨®n seca, viril, que endurec¨ªa el ¨¢nimo de sus habitantes y pesaba en el aire asoleado de sus calles. Era muy dif¨ªcil ser feliz en Madrid. Y me gustaba, sin embargo, recorrer los viejos barrios populares -la plaza de la Cebada, Lavapi¨¦s, la calle Huertas-, donde las mujeres se sentaban a conversar en las puertas de las casas, los ni?os jugaban en las calzadas y los hombres beb¨ªan silenciosamente su vino en las tabernas. Era casi imposible ser feliz en Madrid, pero la conciencia del padecimiento crea un nexo -pasi¨®n compartida: compasi¨®n- m¨¢s profundo y sin duda m¨¢s duradero que la felicidad. Cuando meses despu¨¦s me fui a Par¨ªs comprend¨ª que quer¨ªa oscura y entra?ablemente a Madrid a pesar -o quiz¨¢ a causa- de no haber sido feliz en ella.
Cuando despu¨¦s he vuelto me han sorprendido sus cambios en todas las ¨¢reas: fisonom¨ªa urbana, ritmo de vida, atuendo de las gentes. Sin embargo, si a poco de llegar voy -y voy siempre- a los viejos barrios, aunque la tensi¨®n ha desaparecido y la situaci¨®n econ¨®mica es otra, encuentro una calidad humana igual, en lo esencial, a la de hace 30 a?os; y, tambi¨¦n, vecinas que conversan en las aceras, tabernas con cabezas de toro, ciegos que venden loter¨ªas. H¨¦ctor Velarde me dec¨ªa que lo que destruye las ciudades viejas es el dinero. En Madrid el dinero s¨®lo ha destruido los antiguos barrios residenciales -el de Salamanca, por ejemplo-, convirti¨¦ndolos en zonas mercantiles, llenas de bancos, colmadas de boutiques, atestadas de autom¨®viles, vulgares precisamente por su despliegue de dinero, en tanto que los barrios populares no lo son: s¨®lo son pobres. En unos est¨¢n los negocios; en otros est¨¢ la vida. El pueblo, aunque sus ideas sean a veces radicales, es naturalmente conservador en sus costumbrres. No tiene otra opci¨®n: su mundo es su barrio o, en todo caso, su pa¨ªs. Las clases altas, a la inversa, tienen costumbres modernas, internacionales, cosmopolitas, aunque sus ideas a veces est¨¦n en el pasado. Madrid en dos tiempos -1949 y 1.983-, la misma de otro modo.
es secretario general de la Fundaci¨®n Edubanco.
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