El diablo y sus partes
Para el predicador ultraconservador americano B. Graham, la existencia del diablo se demostraba en la pol¨ªtica actual. Que hombres inteligentes y honestos (?), despu¨¦s de largas deliberaciones, dieran como fruto guerras y exterminio, s¨®lo se explicar¨ªa por la existencia del diablo. Mucho diablo y poco buen Dios estar¨ªan detr¨¢s de la insensata actividad de los hombres. Denis de Rougemont, que afortunadamente no tiene nada que ver con Graham, en un libro de hace a?os, pero recientemente traducido, no se pregunta por el verdadero diablo, sino por aquello que "nos ayude a entender mejor la verdadera naturaleza del hombre". No se hace, sin embargo, muchas ilusiones, ya que -a?ade- "al hombre moderno le cuesta menos creer en las mentiras del d¨ªa que en las verdades eternas".?No tendr¨ªamos, quiz¨¢, que volver a entendemos recordando al diablo? Y es que cada vez es m¨¢s pesado soportar tanto mal en medio de toda una sarta de palabras que nos hablan de bienes. El horror real no suele salir a la superficie si no es vestido de luces. S¨®lo que en nuestra cultura el pobre diablo no llega ni a ¨¢ngel terrible. No hay un principio del mal que se oponga al principio del bien. El pr¨ªncipe de las tinieblas palidece ante la realidad de un ser supremo. No fue as¨ª, deside luego, en otras culturas o en irrupciones minoritarias y derrotadas de la nuestra, como es el ca.so de los gn¨®sticos. Su sensibilidad ante el mal fue tal que no.pudieron por menos que pensar que en este mundo conflu¨ªan. dos principios antag¨®nicos. D]'?cho mundo hac¨ªa exhibici¨®n de tanta calidad y cantidad de inal que les parec¨ªa imposible reducir el mal a la nada, a una sombra o a un simple velo. S¨®lo que el ririundo no ha dado pruebas convincentes de sacudirse tanto dolor y muerte. Como dice un buen conocedor del pensamiento gri¨®stico, "la similitud de los ternas gn¨®sticos con ciertas manifestaciones de la angustia contempor¨¢nea es altamente reveladora... En las grandes ciudades, la suerte se codea con la desgracia, las fortunas se mezclan... La soledad, esa soledad del individuo en los grandes Estados, hace m¨¢s agobiante la muerte e impulsa a considerar la propia condici¨®n". Tiempos de demencia estatal y de temor at¨®mico son, sin duda, tiempos de sinton¨ªa con el gnosticismo.
Volvamos al diablo. Se ha dicho que Dios es el ¨²nico ser que no precisa existir. Habr¨ªa que decir, m¨¢s bien, que es el diablo quien no necesita existir para ser. El Dios judeocristiano es tan grande que se escapa, en su existencia, por arriba; que no es nada por serlo todo; que se distingue tan abundantemente del resto que no se le puede ni nombrar. Recuerda a lo que escrib¨ªa Borges en Alguien y nada. Cuando queremos separar y distinguir a alguien en virtud de sus excelentes cualidades -pensemos, como ¨¦l, en Shakespeare- decimos que no es ni esto, ni ¨¦ste, ni aqu¨¦l, ni aquello. Es todos sin ser ninguno. De ah¨ª que los jud¨ªos no nombraran a Dios. ?l solo tiene la fuerza del hombre. Su puro nombrar crea las cosas. De ah¨ª tambi¨¦n que el Frankenstein de la tradici¨®n jud¨ªa, el Golem, sea un hom¨²nculo creado por un rabino que tuvo la suprema habilidad de conocer el nombre soecreto de Dios. Dios es, simplemente, el que es. Al diablo le ocurre todo lo contrario. No es nadie porque no llega a ser ninguno. Est¨¢ siempre en trance de no ser nada. Su ser es desvanecerse. "Todo lo que no sirve para nada lleva el signo diab¨®lico", observa D. de Rougemont. Podr¨ªa decir lo que dijo Ulises al C¨ªclope: "Me llamo Nadie". Pero "este mismo Nobody sigue siendo alguien". Es un alguien que lo es por ser nada. El diablo acaba pareci¨¦ndose a un ejercicio de la l¨®gica elemental: "Ninguno es el nombre de ninguno". Si de la l¨®gica pasamos a la literatura, en donde la figura del diablo se ha paseado con presunci¨®n, lo encontramos en retrato perfecto cuando, de la mano de Dostoievski, se le aparece a Iv¨¢n en su verdadera figura, sin que Iv¨¢n pueda saber si es una pesadilla, otra persona o ¨¦l mismo. La respuesta que le da a Iv¨¢n Karamazov es ¨¦sta: "Soy el espectro de la vida..., y hasta he olvidado mi nombre". Como es la casi-nada, s¨®lo tiene casinombre.
Si la estructura del diablo y la de Dios tienen tanto en com¨²n se podr¨ªa estar tentado de dar al diablo un trato l¨®gico similar al de Dios. Durante mucho tiempo funcion¨® un argumento para demostrar la existencia de Dios partiendo del supuesto de que era lo m¨¢s grande que podr¨ªa pensarse. Puesto que si no se diera en la realidad se podr¨ªa concebir entonces algo mayor -lo que existiera tambi¨¦n en la realidad-, se llegaba a la conclusi¨®n
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de que Dios exist¨ªa realmente. De modo similar, se podr¨ªa definir al diablo como lo m¨¢s grande, en maldad, que se puede pensar para deducir desde ah¨ª su existencia real. La teolog¨ªa y la filosof¨ªa dominantes se han resistido, sin embargo, a tal maniobra. Seg¨²n ellos, a Dios s¨®lo se le opone la nada. No habr¨ªa lugar para un ser radicalmente malo, ya que en el cristianismo no hay maldad sustantiva, no hay cosas malas por el hecho de ser cosas. Todo lo que existe es bueno, y lo que se opone a la bondad no es un ser, sino la nada. El diablo, en consecuencia, ser¨ªa. la misma nada. Parad¨®jicamente, en la ortodoxia cristiana el diablo no es mera nada, sino que existe y adem¨¢s tiene buenas cualidades, como es, por ejemplo, su inteligente astucia. Un verdadero l¨ªo para la ortodoxia, puesto que al final el diablo no es ni ser ni nada, ni bueno ni malo. Una salida desesperada fue la de considerarlo bueno en cuanto ser, pero repugnante como ser moral. La salida no convence, a no ser que se acepte el absurdo de considerarlo bueno para ser diablo; esto es, bueno para ser malo. El diablo, como residuo no asimilado de ¨¦pocas pasadas y doctrinas paganas, lleva una existencia te¨®rica errante. No es extra?o que Papini, en plena l¨®gica cristiana, afirmara el destino ¨²ltimo de Lucifer como un destino de salvaci¨®n. Aquel "de quien nadie supo jam¨¢s su verdadero nombre... y al que llamaban todo el caballero enfermo..., el que era un sembrador de espanto"., era tambi¨¦n un fragmento de ser que proced¨ªa de una realidad buena e inconmensurable. En ¨¦l vivir¨ªa un trozo de fuego divino. Conviene que rescatemos la figura del diablo. Y no s¨®lo, aunque no estar¨ªa mal, como elemento de diversi¨®n al modo de aquel diab¨®lico personaje de una de las novelas de B. Russell, el Doctor Mallako, quien se ofrec¨ªa en sus consultas para aliviar "la fastidiosa monoton¨ªa de la vida en los suburbios de la gran metr¨®poli". Otros podr¨ªan ser los efectos ben¨¦ficos de esa contrafigura del bien que es Sat¨¢n. El demonio -versi¨®n griega m¨¢s ang¨¦lica- servir¨ªa para comprender al hombre. Al hombre y sus fantasmas. Dice el Doctor Fausto (el de Bergam¨ªn, y no el de Goethe) que "en el principio era el Nombre, y el Nombre se hizo Hombre, y el hombre se hizo fantasma". Pues bien, el diablo da vuelta al! asunto y se?ala que es el fantasma el que se encarama hacia el bien. Sospecha que el bien no es ni tal ni tan bien. Sabe que detr¨¢s de cualquier cosa anida la nada. Pero, lo que es m¨¢s importante, desenmascara lo peor del mal, y lo peor del mal es que ¨¦ste se disfraza de bien. Esto no obsta para que con harta frecuencia bien y mal se presenten invertidos. El diablo nos recuerda esta continua inversi¨®n. Y en tiempos en que todo se confabula para que el olvido tape al recuerdo, bienvenido sea el diablo.
El diablo, finalmente, acusa a un aparente y perverso bien: el que no es sino disimulada mediocridad. La mediocridad es m¨¢s que probable que no genere ni fanatismo ni superstici¨®n (algo a lo que parece que hoy todo el mundo siente como el mal supremo), porque, por no generar, no genera nada, pero es seguro que crea las condiciones en las que crece cualquier rebeld¨ªa. Y si ¨¦sta surge de tan mala simiente, no es raro que sea fan¨¢tica, supersticiosa y Dios -o el diablo- sabe qu¨¦. Sus abuelos, sin embargo, son los supuestos cuerdos que con tanta seriedad y ponderaci¨®n la combaten.
Con el diablo empezamos y con el diablo acabamos. Hablar del diablo no es pensar, sin m¨¢s, que hay buenos del todo y malos del todo. Todos, m¨¢s bien, lo somos todo en alg¨²n momento. O, al menos, podemos serlo. Tener sentido del mal (del diablo) es, por eso, tener conciencia de que todo lo que procede de uno es peligrosamente ambiguo. Es reconocer que estamos siempre al filo de la equivocaci¨®n. Que ser bueno es realmente interesante y, as¨ª, sumamente dif¨ªcil. Porque no sabemos nunca bien d¨®nde estamos. O para decirlo en palabras de Wittgenstein: "? ... No es el sentido de la creencia en el diablo el que no todo lo que se nos ocurre como una inspiraci¨®n es bueno?".
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