El acecho de la barbarie
Seg¨²n el general sentir de quienes suelen ocuparse de estos menesteres, vivimos la ¨¦poca de la posmodernidad. Ahora bien, en la medida en que los s¨ªntomas de la posmodernidad quedan a¨²n brumosos y resbaladizos -y la propia condici¨®n de lo posmoderno est¨¢ todav¨ªa pendiente de m¨¢s puntuales y oportunos se?alamientos-, parece que hemos de contentarnos con impresiones intuitivas sobre los rasgos de este tiempo que nos ha tocado vivir. No es, desde luego, una situac¨ª¨®n ni nueva ni ins¨®lita, ya que rara vez han conseguido las gentes dar cuenta exacta y mesurada de sus contempor¨¢neos signos de identidad (perd¨®n), como no fuera negando los inmediatamente anteriores. Por contraste con la Edad Media, proclamaron su ser y su esencia los hombres del Renacimiento, y de igual forma marcaron las caracter¨ªsticas de la Ilustraci¨®n quienes vieron en s¨ª mismos la ant¨ªtesis de los oscuros siglos precedentes.La posmodernidad ni siquiera se tom¨® el trabajo de buscar un nuevo nombre, ya que supone que con negar el anterior ya basta. Tal muestra de pragmatismo pudiera quiz¨¢ servir para entender nuestra posmodernidad tomando como contraste todo aquello que result¨® ser lo moderno, trance al que deben neg¨¢rsele todos y cada uno de sus aspectos fundamentales. Por fortuna abundan las precisiones acerca de lo que la modernidad pudo haber sido y significado, y, simult¨¢neamente, tampoco falta un cierto y suficiente pacto sobre la identidad de lo moderno que sobrenada la mayor¨ªa de las lecturas divergentes.
La modernidad se nos define ahora, sobre cualquier otro supuesto, en virtud de la fe ciega en la racionalidad humana, y quiz¨¢ alcance su fin, parad¨®jicamente, a trav¨¦s del fen¨®meno t¨¦cnico y econ¨®mico -la revoluci¨®n industrial- que dio la raz¨®n a quienes as¨ª pensaban. El violent¨ªsimo golpe que supuso para el orgullo humano la avalancha de miserias irracionales, precisamente provocada por el advenimiento de la sociedad industrial, suele interpretarse por los soci¨®logos y los historiadores como el acta de defunci¨®n de la utop¨ªa moderna, y desde entonces nunca m¨¢s pretendi¨® el hombre tener al universo al alcance de su raciocinio y sometido, por a?adidura, a su voluntad.
Pero la negaci¨®n del orgullo racionalista nos condujo (o nos conduce) a una dura encrucijada. ?Hacia d¨®nde puede dirigirse la quiebra de la raz¨®n? Al hurtarse a cualquier trampa cerrada, el prisionero, una de dos: o puede precipitar su huida hacia adelante poir el confuso sendero que lleva a un m¨¢s all¨¢ del que todav¨ªa se ignoira el contenido, o puede volver poir su propio paso -y sobre sus propios pasos- en busca de lo que ya vivi¨® y, por cierto, hubo de dar por inservible. ?En cu¨¢l de estos dos sentidos se orienta la posmodernidad?
Raros ser¨¢n los que en la tentativa de la respuesta dejen de aferrarse al socorrido y c¨®modo postulado de la irreversibilidad de la historia. De volver la cara -y la conciencia- hacia lo pret¨¦rito, nos limitar¨ªamos probablemente a dar la raz¨®n a Marx, convirtiendo a la tragedia hist¨®rica en no m¨¢s que una chusca opereta. Pero resulta dudoso que tal riesgo baste para afirmar que estamos ya empe?ados en la carrera en direcci¨®n inversa, ya que hay, cuando menos, muy significativos datos que nos indican a diario las se?ales de la vuelta atr¨¢s.
Desde las noticias que sit¨²an como uno de los puntos centrales de la campa?a electoral norteamericana a la pertinencia o impertinencia de rezar en las escuelas p¨²blicas, hasta el ataque a caflonazo limpio de los pesqueros espa?oles por parte de la Marina de guerra francesa y el intento de resucitar el esp¨ªritu de Fuenteovejuna linchando a un joven ladr¨®n en nuestro propio pa¨ªs, la barbarie acecha. Son ejemplos sacados al azar, pero de m¨¢s que sobrada significaci¨®n por el sentido que cobran. Los que hoy tiran al blanco sobre nuestros pescadores del golfo de Vizcaya son quienes, en su d¨ªa, colocaron al raciocinio como bandera del Siglo de las Luces. Su empresa fue obviamente un c¨²mulo de ambiguas contradicciones, pero, al menos, parec¨ªa que algunas cosas habr¨ªan podido enterrarse merced a la iniciativa de los ilustrados franceses. Entre ellas se encontraban, sin duda alguna, tanto la imperial chuler¨ªa militar como la imposici¨®n religiosa y el linchamiento, y su destierro de los usos v¨¢lidos fue la bandera, una de las banderas, de aquella racionalidad que fij¨® el horizonte ut¨®pico de los derechos humanos.
Si nuestra posmodernidad son los falsos escr¨²pulos de Reagan, la napole¨®nica prepotencia de Mitterrand y el anacr¨®nico vandalismo de quienes fuere, iaviados estamos! Quiz¨¢ convenga no dar por superadas las etapas hist¨®ricas hasta que efectivamente lo est¨¦n y mantener alzadas las mismas banderas que una vez se izaron y, a lo que parece, hemos arriado precipitadamente. Es posible que la nuestra sea todav¨ªa la ¨¦poca de la premodernidad y, entretenidos en la divagaci¨®n, no nos hayamos dado cuenta.
Copyright Camilo Jos¨¦ Cela, 1984.
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