OrweIl, el poeta y el dedo
Todo el prestigio y el ruido referencial que durante a?os ha tenido la novela de George Orwell 1984, y que ha desembocado precisamente ahora, en este a?o, en algo as¨ª como en un desencanto o, como mucho, en una evocaci¨®n ret¨®rica de aniversario, ha consistido en que se ve¨ªa en ella algo as¨ª como un texto sagrado o prof¨¦tico de desastres universales que habr¨ªan de ocurrir en esta fecha. Y no han ocurrido, as¨ª que todo el mundo se siente como un poco estafado o aliviado, seg¨²n los gustos y talantes.?Pero es seguro que no ha ocurrido nada de lo adivinado en la par¨¢bola de Orwell? Desde luego no lo que ¨¦l quiso anunciar o simplemente tem¨ªa, porque no pens¨® nunca hacer de Nostradamus, esto es seguro. En este sentido, Orwell se equivoc¨® tanto como Gabriel Marcel en su Roma ya no est¨¢ en Roma o Jacques Maritain instal¨¢ndose a toda prisa en Estados Unidos en previsi¨®n de que los t¨¢rtaros y los mongoles llegaran de un d¨ªa para otro al Arco del Triunfo de Par¨ªs. No s¨®lo el estalinismo no invadi¨® Occidente, sino que en la propia URSS recibi¨®, con Nikita Jruschov y el XX Congreso del PCUS, un tan duro golpe que ya no se repondr¨¢ jam¨¢s. Pero lo que ocurre es que en la par¨¢bola de Orwell la infecci¨®n o peste denunciada es mucho m¨¢s profunda de lo que el mismo escritor pudo percatarse, y no necesariamente habr¨ªa de manifestarse en un universo totalitario con un partido ¨²nico, que se parec¨ªa como un huevo a otro huevo a la URSS. Exactamente como el nazismo es otra expresi¨®n de una peste que el muy arrepentido Martin Heidegger llamar¨ªa metaf¨ªsica, y no necesariamente ten¨ªa que manifestarse a prop¨®sito del mito ario y del milenio alem¨¢n, sino que tambi¨¦n iba a adoptar pronto otras formas conocidas de todos en una guerra como la de Vietnam o en las sangrientas satrap¨ªas latinoamericanas. As¨ª que muy bien puede suceder que 1984 est¨¦ funcionando tan perfectamente en 1984 que hasta nos podamos hacer la ilusi¨®n de que hemos escapado de ¨¦l.
Pero ?es tan seguro?, ?es tan seguro que en las democracias modernas no existen centros de decisi¨®n global y total m¨¢s poderosos que una pesada burocracia, que los medios de comunicaci¨®n no nos manipulan culturalmente lo mismo que en cualquier otro sentido y que las sociedades de la abundancia no son de hecho dictaduras del bienestar? ?Acaso no somos constre?idos a pensar en esquemas y estereotipos que se nos facilitan desde los centros de poder cultural y fuera de cuyos esquemas no hay salvaci¨®n posible, y que no tenemos m¨¢s remedio que comunicarnos -por decirlo de alg¨²n modo- mediante un lenguaje cosificado, es decir, administrado por el academicismo o marcado por las reglas de la jerga tecnol¨®gica? Somos despojados de nuestro sentido cr¨ªtico y de nuestra misma experiencia de la realidad por los pronunciamientos sacramentales de los expertos que nos dicen lo que debemos pensar de cada cosa, cada acontecimiento o cada hombre, o de nuestra propia experiencia, y nuestra propia personalidad individual es disuelta en un conjunto de datos t¨¦cnicos referidos a nuestra biolog¨ªa o a nuestros diversos papeles sociales: 1,70, ingeniero, presidente de XVZ, casado, dos hijos, 45 a?os, etc¨¦tera.
Se tecnifican nuestros afectos (el amor o el odio) mediante su reducci¨®n a la facticidad (lo genilal o el permiso para usar armas), y mientras se nos reescribe constantemente el pasado manipulando la historia con fines emp¨ªricos, se nos niega el futuro o se niega para nuestros hijos haciendo ahora opciones irreversibles que van a condicionar ese su futuro: armamento at¨®mico o incluso utilizaci¨®n industrial del ¨¢tomo. Y ah¨ª, a nuestro lado, est¨¢ toda una masa de proles en cuyo nombre se gobierna pol¨ªticamente y se toman opciones econ¨®micas, y a los que se suministra una subcultura popular que los mantenga en su sitio o lugar social: en la inmadurez, la mediocridad, la puerilidad y la autosatisfacci¨®n.
Y todav¨ªa hay una legi¨®n de subhombres que no podr¨¢n llegar nunca a ser hombres, o ya han dejado de serlo, por cuanto no poseen la verdadera cualidad por la que son definidos los hombres: la capacidad de producci¨®n-consumo. ?Y acaso se necesitan muchas mediaciones para comprender que nuestra condici¨®n no rebasa mucho la de un ganado nutrido para la f¨¢brica y el osario y que lo que se espera de nosotros, tanto en el Este como en el Oeste, es que nos convirtamos cada d¨ªa un poco m¨¢s en inmensos reba?os o, como dir¨ªa el propio Orwell, "en masas inmensas detr¨¢s de sus m¨¢quinas, cada uno con sus consignas, su ideolog¨ªa, sus esl¨®ganes, decididos a matar, resignados a morir y repitiendo hasta el fin con la misma resignaci¨®n imb¨¦cil y la misma convicci¨®n mec¨¢nica: es para mi bien, es para mi bien"?
Afortunadamente, todo este s¨ªndrome '1984', por muchos estragos que ya haya hecho y est¨¦ haciendo todav¨ªa, no ha penetrado por todas partes, e incluso si lo hubiera hecho, quiz¨¢ un solo hombre que quedara sin contagiarse de ¨¦l ser¨ªa capaz de vencerlo. Desde luego 1984 no es el apocalipsis. Pero lo que estar¨ªa muy cerca de la idiocia o de la frivolidad m¨¢s imperdonable ser¨ªa negarse a ver lo que de la par¨¢bola orwelliana se ha encarnado ya en nuestro mundo o los s¨ªntomas que hay de que pueda incubarse. Hay libros como 1984 que, incluso siendo una frustraci¨®n literaria -y este libro lo es como novela-, nos invitan, como el poeta que se?ala a la Luna, a mirar m¨¢s lejos o m¨¢s profundamente. Ser¨ªa de esperar que no nos content¨¢semos con contemplar el dedo, o en proporcionarle informaciones sobre sus defectos, o en sobarlo con aceite de aniversarios. Ser¨ªa de esperar.
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