Los intelectuales y la crisis de la cultura
Los dos componentes esenciales de la cultura de un individuo o de un pa¨ªs son, por una parte, el conjunto de ideas, conocimientos y creencias que le sirven (o sirven a sus habitantes) para hacerse una imagen de la realidad en que se desenvuelve su vida y, por otra, el conjunto de valores, objetivos y normas de conducta por las que se gu¨ªa al actuar o al enjuiciar la actuaci¨®n de los dem¨¢s. Lo que llamamos cultura incluye tambi¨¦n otras cosas, en especial pautas de conducta, instituciones sociales y objetos artificiales producto de la actividad humana, como la vivienda, el vestido, la m¨²sica, la danza, el teatro, la literatura o el cine. Todos estos variados elementos no son, sin embargo, m¨¢s que otras tantas modalidades de la actividad humana o de resultados de tal actividad. De manera que, en definitiva, lo que define una cultura son esas ideas y valores de acuerdo con los cuales organizan los humanos su actividad. Esto explica por qu¨¦ se puede estar hablando continuamente de crisis cultural en una ¨¦poca como la nuestra.Si pudi¨¦ramos observar sin prejuicios la cultura de nuestro tiempo, seguramente tendr¨ªamos que concluir que estamos en una edad de oro. Desde un punto de vista cuantitativo, es evidente: hay m¨¢s escritores que nunca, se leen m¨¢s libros que nunca, hacemos los edificios m¨¢s atrevidos que jam¨¢s se hayan podido imaginar, nuestros conocimientos sobre el universo crecen exponencialmente, duplic¨¢ndose cada 10 a?os, y hasta del pr¨ºt-¨¤-porter hemos hecho ya un arte bastante refinado. Tambi¨¦n nuestros sistemas de valores han evolucionado: en muchos pa¨ªses se considera ya una aberraci¨®n la pena de muerte, firmamos continuamente pactos de reconocimiento de derechos universales (hemos hecho realidad la utop¨ªa de otros tiempos) y nuestros procedimientos de evaluaci¨®n de la actividad humana son cada vez m¨¢s rigurosos. Por si fuera poco, existen poderosas organizaciones cuya ¨²nica funci¨®n es velar por el mantenimiento y el desarrollo creativo de nuestra cultura. Y, adem¨¢s, la participaci¨®n de la poblaci¨®n en los bienes culturales es m¨¢s alta que nunca. ?D¨®nde est¨¢ entonces la crisis? Podr¨ªa pensarse que se trata de una crisis de calidad. Pero no es cierto. Esos esp¨ªritus conservadores, que a?oran el elitismo y que achacan los males de nuestra cultura a la masificaci¨®n, no se dan cuenta de que nuestro tiempo no s¨®lo ha hecho que aparezcan nuevas formas de actividad cultural espec¨ªficamente orientadas al consumo de masas y que el arte y los beneficios de la cultura cl¨¢sica sean accesibles a todo el mundo gracias a las modernas tecnolog¨ªas de reproducci¨®n, sino que, adem¨¢s, ha conservado una cultura de elites mucho m¨¢s rica, creativa y gratificante que la cultura tradicional. El hecho de que las elites, los elegidos, sean ahora m¨¢s numerosas que antes no afecta para nada a la cuesti¨®n. Y la cuesti¨®n es que seguimos hablando de crisis cultural en una ¨¦poca de esplendor de la cultura universal.
Pero fij¨¦monos ahora, no en la proliferaci¨®n de actividades culturales, sino en las ideas que las rigen; no en la cantidad y calidad de los valores que se respetan en nuestras sociedades, sino en su naturaleza, y, sobre todo, en su consistencia. Ah¨ª es donde reside la crisis cultural. Los viejos sistemas de ideas que nos permit¨ªan concebir un sentido unitario para el mundo est¨¢n hechos pedazos. Y los c¨®digos de conducta han perdido la solidez que les daba el poder contar con la justificaci¨®n de su coherencia l¨®gica, su claridad y su sinton¨ªa con el resto de la cultura y la vida social. Ahora proclamamos el derecho a la vida, pero no nos encontramos con fuerzas para exigir su vigencia en toda circunstancia. Firmamos convenios internacionales y acuerdos de cooperaci¨®n, pefo no estamos seguros del significado de las palabras que hemos rubricado. Hemos creado potentes artefactos tecnol¨®gicos basados en el conocimiento cient¨ªfico, pero nos horrorizamos cada poco tiempo al contemplar los monstruos a que han dado lugar. Son tan amplios y profundos nuestros conocimientos acerca de la naturaleza, que nos quedamos perplejos y paralizados cuando empezamos a calcular cient¨ªficamente las consecuencias previsibles de su posible aplicaci¨®n a la transformaci¨®n de la realidad.
As¨ª pues, nos vamos haciendo a la idea de que nuestra cultura est¨¢ definitivamente rota y dispersa. Hablamos todav¨ªa de los viejos ideales, pero ya no creemos en ellos, porque sabemos que la verdad, el bien y la belleza cambian de forma cada d¨ªa. Seguimos creando y haciendo cosas nuevas casi tan s¨®lo porque la atracci¨®n de los medios de que disponemos para innovar es pr¨¢cticamente irresistible, y tenemos la impresi¨®n de que son ellos, los medios, los que se sirven de nosotros para mantener viva la cultura de nuestro tiempo.
Quienes m¨¢s agudamente sienten la crisis cultural son los intelectuales. Cualquier hombre culto es un intelectual, pero los hay especializados precisamente en pensar sobre las ideas y valores que subyacen a la cultura, y es a ¨¦stos a quienes, por antonomasia, cuadra el apelativo de intelectuales. Hasta hace poco a¨²n se consideraban a s¨ª mismos portadores de una sagrada misi¨®n: la de crear nuevas ideas y valores para la humanidad. Pero perdieron su ¨²ltima oportunidad en mayo de 1968. Desde entonces, cada vez ha estado m¨¢s claro que la formaci¨®n de la opini¨®n p¨²blica es algo demasiado complicado para que lo puedan manejar quienes en el fondo tan s¨®lo son ide¨®logos sin especialidad. Ahora sabemos que el poder de una idea depende de la audiencia del medio de difusi¨®n que la promueva y que el futuro de la literatura de un pa¨ªs depende de la forma como se organice su sistema de bibliotecas, o que el futuro de su ciencia y de su filosof¨ªa estar¨¢ demasiado condicionado por la organizaci¨®n del sistema universitario, o por la ley de Presupuestos como para que demos importancia a otras cuestiones internas, que, por lo dem¨¢s, son las ¨²nicas de las que el intelectual sabe hablar.
En realidad, lo que vivimos no es tanto una crisis de la cultura cuanto una crisis del intelectual. El sentido de totalidad no s¨®lo es ya posible, sino que ni siquiera parece necesario. Y con la renuncia al sentido se queda sin justificaci¨®n la ¨²nica tarea esencial del intelectual.
En ¨¦pocas pasadas, aunque recientes, el intelectual pod¨ªa reaccionar a trav¨¦s de los mecanismos de la disidencia y el compromiso (dos caras de una misma moneda). Pero, ?qu¨¦ hacer cuando el problema reside justamente en que ya no hay lugar para el compromiso global? ?C¨®mo disentir de la ambig¨¹edad del lenguaje o de la complejidad de la cultura? ?C¨®mo comprometerse con una realidad rota y dispersa sin renunciar al sentido? Y si no hay sentido, ?para qu¨¦ comprometerse?
La ¨²nica salida todav¨ªa disponible supone renunciar a la figura del intelectual tradicional. El punto de partida ser¨¢ prescindir de la utop¨ªa religiosa del sentido global. Y despu¨¦s aplicar el esfuerzo y la creatividad a la tarea, modesta pero digna, de ir abriendo caminos sin un rumbo fijo, inventando, por ensayo y error, nuevas ideas y valores sin pretensi¨®n de totalidad. Con la misma l¨®gica con que el escultor o el m¨²sico producen nuevos objetos art¨ªsticos. O de la misma manera que el cient¨ªfico ensaya nuevas teor¨ªas o el t¨¦cnico busca soluciones originales a problemas pr¨¢cticos concretos. Para ello, el nuevo intelectual deber¨ªa tener alguna especialidad y deber¨ªa intentar aprender a disponer de los nuevos medios, las nuevas t¨¦cnicas y las nuevas ideas que permean la cultura de nuestra ¨¦poca. Deber¨ªa intentar comprometerse en algo en vez de aflorar el compromiso con la totalidad, y disentir de cada cosa que crea rechazable, en vez de mantener la ilusi¨®n de que disiente de un todo que no existe. Al cabo de un tiempo seguramente encontrar¨¢ que la crisis de la cultura no era m¨¢s que una crisis de nostalgia de s¨ª mismo.
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