La evidencia de la no evidencia
Desde hace d¨¦cadas, la filosof¨ªa de la ciencia se ha venido resignando a ni entretenerse ni a perder demasiado el tiempo en buscar causas certeras y evidencias lo suficientemente s¨®lidas en aras de una permanencia de lo ¨²nico que, un tanto parad¨®jicamente, parece ser inamovible: la duda continua y mantenida. Nada m¨¢s alejado de aquella duda met¨®dica que pregonaba Descartes y que exig¨ªa, cuando menos, la firmeza del cogito ergo sum para poder adquirir el impulso necesario que nos permitiese seguir investigando y discurriendo. Popperianos y pospopperianos compiten hoy mostrando su descalificaci¨®n de cuanta firmeza se atreva uno a arrimar a las explicaciones, hasta las m¨¢s supuestamente obvias y palpables, y mal que bien, quienes se ocupan de estos menesteres han acabado por acostumbrarse.Pero el mundo es capaz de dar las vueltas precisas y bastantes para que incluso los m¨¢s extra?os episodios gocen de la oportunidad de ense?ar sus cien rasgos y sus mil colores. Predigo que los jueces, los fiscales, los procuradores, los abogados, los polic¨ªas, los secretarios, los amanuenses y los ordenanzas curiales deben comenzar a remojar sus barbas en el caldo que anim¨® a tirar la toalla a los fil¨®sofos, porque su hora se acerca. Est¨¢ asomando ya por las barbas del corral del mundo una delincuencia del absurdo ajena a motivos y justificaciones causales y capaz de arramblar con los usos precedentes en materia de categorizaci¨®n penal. El confeso -y a¨²n presunto- asesino de Mar¨ªa Teresa Mestre, adem¨¢s de leer a Poe, merecer¨ªa discutir con cualquier racionalista cr¨ªtico acerca de las miserias de las causas. El hombre fue capaz de abofetear, golpear, arrastrar, matar, descuartizar y guardar cuidadosamente los restos de su v¨ªctima, pero no acierta a explicarse por qu¨¦ lo hizo. Es probable que ni siquiera ¨¦l mismo lo sepa. Semejante trance -el de hacer alg¨²n que otro apa?o sin motivo aparente- nos acontece a menudo, y quiz¨¢ sea ¨¦se el secreto de por qu¨¦ demonios aceptarnos la invitaci¨®n a cenar en casa de unos amigos aburridos, avaros y ajenos a toda curiosidad culinaria, por ejemplo. Pero bien mirado, tampoco es lo mismo. Una cosa es matar a un moro porque hace calor, o a una perra porque nos mira demasiado fijamente, y otra muy distinta el proceder a ensayarse, sin m¨¢s ni m¨¢s, en la disecci¨®n anat¨®mica. Ning¨²n existencialismo ni tremendismo -por usar categor¨ªas conocidas y probablemente tambi¨¦n equivocadas- fue capaz de echarle tanta imaginaci¨®n al asunto.
Tampoco el que ahora aduzco es un ejemplo rebuscado y ¨²nico. El violador del Ensanche barcelon¨¦s contest¨® en las diligencias policiales diciendo que no ten¨ªa la menor idea de por qu¨¦ acosaba a sus v¨ªctimas, salvo que pudiera considerarse como motivo su ¨ªntima convicci¨®n de que las mujeres son todas unas aprovechadas que tan s¨®lo van detr¨¢s del dinero del hombre. Para m¨¢s inri, resulta ser un delincuente de buenas costumbres, esto es, que ni bebe ni se droga. ?Y qu¨¦ decir de la absurda muerte de ese ni?o que acaba estrangulado por su padre cuando le pide unos pantalones vaqueros?
Supongo que siempre podr¨ªa arbitrarse explicaciones ad hoc, echando mano del socorrido y manido recurso sociologista y hablando de la p¨¦rdida de los valores ¨¦ticos en la sociedad actual. Resulta claro que no van por ah¨ª los tiros. Quiz¨¢ sea esa la causa que precipita el asesinato de un vecino para conseguir un bot¨ªn de cinco duros, porque la vida puede llegar a ser una mercanc¨ªa de ese precio miserable, pero es evidente que ninguno de los cr¨ªmenes de verdad absurdos pueden engancharse a semejante carro de explicaciones. Pienso que hay que concluir, sencilla y muy humildemente, aceptando la ausencia de causa, la quiebra del motivo capaz de sustentar la interpretaci¨®n causal. Es probable que lo prudente sea disimular y buscar componendas para que el fiscal pueda montar sus acusaciones, pero quienes estamos libres de tan ingratos y arduos menesteres podemos permitirnos el tirar por el camino, mucho m¨¢s ancho y claro, de la evidencia que supone el aceptar la ausencia de evidencias.
El ¨²nico problema que queda pendiente es el del cul-de-sac en el que encerrar a la literatura. La vida real puede permitirse el lujo de rizar el rizo del absurdo e ignorar cualquier tipo de explicaciones porque no tiene por que justificarse, pero la recreaci¨®n de la vida en la literatura no puede hurtarse a las servidumbres de la f¨¢bula, esto es, a las limitaciones que han de hacer a las historias ciertas o falsas, pero cre¨ªbles. Con harta frecuencia he sostenido que no pocas p¨¢ginas que en el comentario de mi obra se interpretaron como disparates cercanos a esa linde fueron, en realidad, sucesos verdaderos a los que tuve que aguar y endulzar y rebajar para que me cupiesen en el cuento. A trav¨¦s de esa vigencia de la sinraz¨®n y el sinsentido podr¨ªamos encontrarnos en la necesidad de convertir las novelas en obras de ficci¨®n cient¨ªfica, capaces de narrar tan s¨®lo un mundo imaginario en el que los personajes hubieran de actuar y obrar seg¨²n motivos y causas m¨ªnimamente coherentes e identificables. El supuesto es algo ciertamente penoso y sin alternativa v¨¢lida, porque ?qu¨¦ sentido tendr¨ªa el surrealismo como espejo que se pasea ante el camino de un mundo que se va convirtiendo, todo ¨¦l, en subreal?
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