Las astucias del parlamentario disciplinado
Entre las ilusiones m¨¢s peligrosas de los sistemas democr¨¢ticos figura la de creer que su permanencia est¨¢ asegurada. Esa ilusi¨®n conduce a descuidar la vigilancia de los comportamientos y las pr¨¢cticas que desprestigian a las instituciones y al conjunto del sistema pol¨ªtico. Las rutinas, los intereses inmediatos de los partidos, y las tentaciones totalitarias de los peque?os dictadores de los aparatos generan una realidad funcionarial y mediocre de la vida pol¨ªtica, que deteriora la imagen democr¨¢tica y hace perder a los ciudadanos el entusiasmo por las cosas p¨²blicas.En el caso de Espa?a, el sistema electoral de listas cerradas y la disciplina de voto de los grupos parlamentarios han da?ado gravemente la posici¨®n de los diputados y senadores, llenando las C¨¢maras de mediocridad y aburrimiento. Es necesario dar la vuelta a esa tendencia. Xavier Rubert de Vent¨®s, en un reciente art¨ªculo, ha criticado, con raz¨®n, el funcionalismo pol¨ªtico y las pr¨¢cticas electoralistas, reglamentaristas y corporativas de los grupos pol¨ªticos. Sin duda alguna, es de lo m¨¢s pernicioso querer representar la realidad pol¨ªtica mediante un ordenancismo legalista que se arroga la determinaci¨®n de lo que es leg¨ªtimo. Y es cierto que la disciplina de voto, con su pr¨¢ctica de la prebenda y el palo como forma de doma de diputados y senadores, amenaza seriamente el arraigo de la democracia parlamentaria. Pero Rubert de Vent¨®s pretende cargar a la cuenta del sistema el deterioro de la moral misma de los parlamentarios, y eso no puede admitirse, al menos sin puntualizarlo.
Podemos aceptar que la disciplina de voto desarrolle en los parlamentarios una astucia de la virtud, que les mueva a no escuchar los discursos de los adversarios en la tribuna, para evitar el riesgo de ser convencidos y tener que votar despu¨¦s, disciplinadamente, con su partido y contra su conciencia. Pero esa astucia es s¨®lo una peque?a muestra de las muchas empleadas por la gran mayor¨ªa de los parlamentarios para hallar una justificaci¨®n a su devaluado papel. Y es tambi¨¦n una astucia -que dif¨ªcilmente a Hegel le parecer¨ªa una astucia de la raz¨®n- pensar o decir que la consolidaci¨®n del r¨¦gimen democr¨¢trico y de los partidos pol¨ªticos requiere un sistema electoral de listas cerradas y una disciplina de voto r¨ªgida, llevada a sus ¨²ltimos extremos. Porque ese es el gran argumento que se esgrime para justificar la flagrante vulneraci¨®n de los principios establecidos en la Constituci¨®n, y para aceptar una reglamentaci¨®n de la vida parlamentaria propia de un parvulario.
Dichas astucias ocultan un conformismo peligroso. El sistema vigente da a los parlamentarios suficientes derechos y garant¨ªas para oponerse a la domesticaci¨®n que persiguen los aparatos de los partidos. El d¨¦ficit de moralidad no puede atribuirse b¨¢sicamente al sistema parlamentario, pues la Constituci¨®n espa?ola de 1978 dice que los miembros de las Cortes Generales no estar¨¢n ligados por mandato imperativo, que gozar¨¢n de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones y que su voto es personal e indelegable. ?C¨®mo se puede aceptar, por tanto, que los grupos parlamentarios establezcan una disciplina r¨ªgida sobre los diputados y senadores, que llega a la imposici¨®n de multas por faltar a las votaciones o por desviarse del voto indicado por el portavoz de partido? ?Por qu¨¦ los representantes del pueblo consienten que los partidos perciban sus haberes y luego les abonen lo que estimen oportuno, una vez descontadas las multas y otras sanciones vejatorias de la dignidad parlamentaria?
Es normal y razonable que los parlamentarios tengan una serie de obligaciones, incluidas las pecuniarias, respecto de su partido, y es comprensible que exista un cierto grado de compromiso para llevar a cabo la pol¨ªtica anunciada en el programa electoral. Pero eso es algo muy distinto a estar absolutamente maniatado, hasta el punto de sufrir sanciones por cualquier falta o desviaci¨®n en una votaci¨®n. Puestas as¨ª las cosas, los diputados y senadores ser¨ªan superfluos en el Parlamento, y bastar¨ªa con que el portavoz del grupo votase por todos ellos, evitando trabajos y desplazamientos in¨²tiles. Si los parlamentarios actuales aceptan esa disciplina tan r¨ªgida, es un problema de su propia conciencia personal, no del sistema. Y ni siquiera se puede alegar que el reglamento de la C¨¢mara -o el del grupo- impone tales o cuales limitaciones, porque los reglamentos los hacen los parlamentarios y pueden cambiarlos cuando quieran. Incluso pueden establecer que al presidente de la C¨¢mara le est¨¦ vedado el empleo del mazo, y que deba llamar la atenci¨®n de sus se?or¨ªas con caramillo, en vista de lo extendida que se halla la vocaci¨®n de pastor.
No es solamente el sistema quien obliga a los parlamentarios a echar mano de astucias de la virtud, de la raz¨®n o de la sensibilidad moral para acallar los gritos de disconformidad de su conciencia herida, sino que es su escaso coraje personal el que les inclina a servirse de tales astucias para no expresar claramente lo que sienten y quieren. Tratar de convertir a los grupos humanos en reba?os ha sido una tentaci¨®n constante en la historia de las relacions sociales; convertir a los hombres en sujetos que deciden su propia historia, asumida con plena responsabilidad personal, forma parte del esfuerzo liberador contra aquella tentaci¨®n. La decisi¨®n de los parlamentarios espa?oles de integrarse en un reba?o o de impulsar el despliegue de personalidades libres, comprometidas con la asunci¨®n de los riesgos y consecuencias de sus conductas, es algo que corresponde a su propia peripecia personal.
No hay astucias que valgan. Si queremos un r¨¦gimen pol¨ªtico que propicie la libertad y la grandeza moral, debemos conseguir que quienes lo representan, legal y simb¨®licamente, no den la impresi¨®n de estar domesticados por una burocracia que tiende a creer que el orden c¨®smico descansa en el cumplimiento estricto del reglamento del grupo parlamentario. Los diputados y senadores deben dejar las astucias a un lado, recordar que son los representantes de la voluntad popular y contribuir en los t¨¦rminos que les dicte su conciencia a que esa voluntad pueda llevar hacia adelante el progreso en la libertad y la dignidad humana. Si por esa raz¨®n, en los comicios siguientes, los bur¨®cratas del partido los excluyen de las listas electorales, es lo mejor que puede ocurrirle a quien valore su propia dignidad. No se debe pertenecer a partidos que castigan con multas la fidelidad a la propia conciencia. No rebelarse contra ese burocratismo chato y suicida de algunos aparatos es el mejor camino para perder la libertad. Deben saberlo quienes, con vocaci¨®n de cuartel, invocan la disciplina a toda costa y a todas horas, sin pararse a ver lo que la disciplina ahoga.
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