Variaciones sobre un tema de Julio Cort¨¢zar
Alto, desgarbado, un hombro ligeramente m¨¢s ca¨ªdo que el otro -s¨®lo tal vez en este instante por el movimiento de la cabeza al mirar hacia arriba-, el hombre sube un poco a tientas, olvidado de la costumbre, los tres escalones que lo separan del portal del edificio ba?ado por la luz malva del atardecer. Se hace sombra sobre los ojos con la mano de dedos largu¨ªsimos, como si no fuera a encontrar a trasluz de esos dedos, a trav¨¦s de esos muros, ninguna forma desconocida, ninguna revelaci¨®n nueva, nada m¨¢s que esos muros mojados, la tarde, las nubes.Est¨¢ ah¨ª y espera un segundo, dos segundos, dej¨¢ndose vivir en un tiempo fr¨ªo y diferente, el tiempo de fuera del pull-over, pero sin tener tampoco demasiado apuro por entrar, preguntar por alguien, buscar algo que se le ha perdido o que ha olvidado y que no recuerda muy bien qu¨¦ puede ser. Pero no; no querr¨¢ nada de eso. Sus necesidades deben de ser diferentes, y nadie que lo juzgue a la ligera, con la angustia que consume a los que sufren el soroche del p¨¦name, podr¨ªa conocer y satisfacer esas necesidades.
Lo que es evidente es que est¨¢ absolutamente a salvo de toda prisa, y a¨²n m¨¢s, liberto de toda miseria, pese a la gastada cazadora, al grueso pull-over de lana azul, al aire de venir de lejos no a recuperar su sitio, que se ha llevado su lugar a otro lugar, sino tal vez a dejar la ropa vieja y partir otra vez cuando caiga la noche.
En esa posici¨®n de buscar y ubicar la ventana entreabierta o cerrada definitivamente en el ¨²ltimo piso -eso no tiene ahora m¨¢s importancia que el que el cielo pueda hallarse cubierto por la grisalla del invierno-, el hombre est¨¢ o parece estar completamente inm¨®vil, todo ¨¦l hecho esa tr¨¦mula inmovilidad del titubeo que simula copiar la inmovilidad de las paredes; tenso en el borroso v¨¦rtigo de contemplar la fachada piramidal que escapa hacia arriba en una mole compacta e ingr¨¢vida a la vez, o que est¨¢ a punto de desplomarse sobre el hombre que la mira y la atrae sobre s¨ª. Y entonces lo que parece es que el edificio se esfuerza en replegarse y apartarse del hombre en esa vertiginosa fuga hacia atr¨¢s, hacia arriba.
El hombre ha ubicado el sitio preciso, ese lugar donde sabe que al saltar a ciegas una ventana que lo espera entreabierta, va a subir de golpe el pavimento en un soplo fragoroso para recoger el cuerpo que cae, vendado, amordazado, amortajado con la baba azul del pull-over; el pavimento, o lo que hay m¨¢s abajo -los incontables subsuelos del yo-pienso-, dispuesto a recibir en la fracci¨®n de un instante las m¨¢s finas hilachas de m¨¦dula. La m¨¦dula de todo: del ser y del no ser; lo escrito y lo vivido, lo so?ado y lo luchado. Los estados de la vida despu¨¦s de la muerte, m¨¢s reales que la vida misma, puesto que contin¨²an en los otros. (?Lo dijiste vos, Julio?; no, lo piensa ahora el hombre.)
El hombre alto y desgarbado, tr¨¦mulamente inm¨®vil en ese instante que lo rodea como el fr¨ªo por todas partes, busca boca arriba el lugar de donde parti¨®; sube de un sentimiento a otro, recorre las distancias que lo separan de s¨ª, esos pisos que ¨¦l mismo ha sabido construirse del adentro hacia afuera; esos apeaderos que ha excavado en el horno vivo de sus deseos -soledad, amor, sue?os por los que el hombre es realidad- para abandonarlos y dejarlos caer por el talud de los 12 pisos. Sacarse de encima ese hombre amortajado en la piel babosa del pull-over y arrojarlo por el hueco a la pl¨²mbea grisalla, mientras el hombre perpetuamente vivo y joven rompe el h¨¢bito de los plazos mortales y se endereza para seguir su camino, para llegar por fin a alguna parte donde la verdadera vida sea un tumulto de muchedumbres en ascenso, hombres, mujeres, ancianos, ni?os, que lo envuelvan en un aire fragoroso y lo acompa?en y lo reconozcan como suyo, y que ¨¦l sienta esa marcha de cara al sol naciente como suya: la belleza en lingote brillando en oro puro por todas partes para todos.
Esto es lo que imposiblemente no puede dejar de suceder o ha sucedido ya, y debe seguir sucediendo, aunque ¨¦l haya dejado de hablar sin haberlo dicho todo para que los dem¨¢s desarrollen y completen visionariamente la melod¨ªa. Remoto sol repartido en tantas bocas. El hombre est¨¢ ah¨ª, silencioso e inm¨®vil, de pie en el ¨²ltimo pelda?o, la cara volcada hacia lo alto, la espesa barba, la melena leonina esculpidas en la humedad p¨¦trea. Erguido, inm¨®vil, vaporoso: l¨ªnea del horizonte enderezado, as¨ªntota del otro que ya franque¨® el lado de all¨¢. El mismo. Siempre. Tal como una aparici¨®n sin pudor, pero tambi¨¦n sin bochorno, no viene a reclamar que se le escuche y recuerde. Ha venido simplemente a estar presente. El porvenir, que aguarda a los que se han quedado del lado de ac¨¢ es ya pasado para ese hombre quieto en los pelda?os.
La mansedumbre suprema
Es posible acerc¨¢rsele un poco m¨¢s. Mirado desde abajo, los zapatos gastados tienen mechones de tierra sandina, polvo de muchas tierras, tierra orillera a¨²n caliente de su ciudad del Plata, tierra color de sangre tostada por el sol en los enterratorios suburbanos que han empezado a vomitar los restos, tierra humana triturada, sacrificada por la barbarie militar. Su silueta se rehace del vah¨ªdo; recortada en la claridad decreciente es, sin embargo, impalpable. No tiene bordes ni l¨ªmites; es absoluta y profundamente incomprensible. Gira un poco hacia la tarde que acaba como si hubiese de escuchar alg¨²n murmullo. Se ve resbalar la ¨²ltima luz por los hilos de plata de su barba. Una remota sonrisa amanece en esas facciones en las que el sufrimiento y las felicidades pasadas, el humor y la gracia adolescentes, la risa franca, los sombr¨ªos pensamientos han destilado ya la mansedumbre suprema.
Va a entrar. Empuja la puerta. Entra. Adentro no hay m¨¢s que ¨®xido, silencio, el pausado vaiv¨¦n de las cosas abandonadas. Sube sin detenerse. Escaleras y rellanos son tambi¨¦n un t¨²nel hacia lo alto. Se angosta en pasillos y galer¨ªas cada vez m¨¢s estrechos, espejeantes en la penumbra, en la reverberaci¨®n de las rendijas. La irrealidad crece a grandes pasos; se instala a zancadas en torno al hombre, a la sombra que asciende, el limbo de un claustro sin ecos, la oquedad de una b¨®veda matriz en el ¨²ltimo piso. Hueco de la desmemoria. El que ha llegado a su m¨¢s que ¨ªnfima hilacha ve su enorme figura multiplicada en espejos y vitrales, como si de pronto toda esa soledad tambi¨¦n hubiera crecido irrealmente pobl¨¢ndose de un simulacro de sombras que repiten todas los mismos movimientos del hombre que forcejea para sacarse el pull-over. Ahora lo logra con relativa facilidad. Pon¨¦rselo fue para el otro la huida enmascarada, el aire fragoroso acarici¨¢ndole y 12 pisos. Arroja el pull-over a un rinc¨®n, en el ¨¢ngulo muerto de los espejos. No es dudoso que en ese momento recuerde a su hermana Irene tejiendo incontables pull-overs en la vieja casona que acab¨® poniendo en estado de sitio al simple y silencioso matrimonio de hermanos que los arroj¨® por fin a la calle.
La lana h¨²meda del pull-over ha deste?ido y le ha manchado la cara de moretones. El hombre se desnuda por completo; casi ser¨ªa m¨¢s correcto decir que toda la ropa se encoge, se cuartea y cae en jirones a los pies de las infinitas figuras desnudas. Ahora se le marca el hombro m¨¢s ca¨ªdo que el otro, el del lado del coraz¨®n, y aqu¨ª se podr¨ªan introducir comentarios de los m¨¢s idiotas que tampoco alterar¨ªan en absoluto la suave irrupci¨®n del allegro. El hombre nota sin estupor alguno la previsible movilidad de las paredes que se van contrayendo imperceptiblemente, cosa que la mirada reflexiva de los espejos no registra, o que lo hace al rev¨¦s, dando la ilusi¨®n de que van apart¨¢ndose en lugar de avanzar.
El hombre se deja caer en el duro y angosto lecho emplazado en un rinc¨®n como un catre de campa?a. Las figuras se han esfumado. S¨®lo queda el hombre de espaldas contra la pared, los brazos muy flacos y largos cruzados sobre el pecho. Un hombre espectral, la cara, el cuerpo lleno de tumefacciones moradas, extra?amente parecido a la imagen yacente del Che en la pileta de lavar la ropa en la escuelita de ?ancahuazu, abandonado ah¨ª por sus verdugos. No es un parecido casual; es el mimetismo de la angustia visceral, confraternal, que talla los rostros y los cuerpos en las semejanzas carnales de las crucifixiones. Vieja semejanza de 2.000 a?os. "Toda la distancia que me separa de m¨ª me vuelve pr¨®ximo a ¨¦l...", murmura el hombre contemplando el espejo remoto y trizado de los valles y monta?as de Am¨¦rica.
Suena una trompa de caza con el halal¨ª de un tema de Mozart en la trasposici¨®n de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo que ya est¨¢ m¨¢s all¨¢ de la muerte. Y es esto lo que permanecer¨¢ escrito y sonando dulce y salvajemente aun cuando se hayan talado todos los ¨¢rboles y se hayan arrancado todos los mitos como hierbas, y en las ciudades los gritos intelectuales se hayan esfumado en esa m¨²sica que sopla su tiempo adonde quiere.
La verdadera traves¨ªa
"Y todo eso es tambi¨¦n nuestra rebeli¨®n, es lo que estamos haciendo, aunque Mozart y el ¨¢rbol no puedan saberlo; tambi¨¦n nosotros, a nuestra manera, hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le d¨¦ sentido, la justifique y, en ¨²ltimo t¨¦rmino, la lleve a una victoria que sea como la restituci¨®n de una melod¨ªa despu¨¦s de tantos a?os de roncos cuernos de caza, que sea ese allegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz...".
Y ahora s¨ª, el hombre se levanta en medio de las paredes que se cierran sobre ¨¦l, los espejos rotos, pasillos, escaleras y zaguanes ciegos oliendo a moho del solitario. Al t¨¦rmino de un largo recorrido comienza ahora la verdadera traves¨ªa, m¨¢s all¨¢ del l¨ªmite que alcanza el ojo en la penumbra: ese lugar sin l¨ªmites donde el ojo es otro sol, donde la libertad ¨²ltima no es aniquilada, igual a la presencia visible de una melod¨ªa que dibuja su halal¨ª de triunfo sobre el gran clamor multitudinario.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.