La nueva muerte de S¨®crates
De los resultados de las elecciones vasca y catalana pueden extraerse no pocas conclusiones; o pueden realizarse numerosas lecturas, si nos animamos a utilizar la jerga pedantemente profesoral con la que nos amenazan e incluso nos zurran los pol¨ªticos y sus c¨®mplices los periodistas pol¨ªticos. Casi todas ellas han sido ya esgrimidas con el saludable prop¨®sito, a veces demasiado claro, de arrimar las mustias y un tanto desangeladas sardinas a las ascuas que parecen m¨¢s misericordemente pr¨®ximas, pero pienso que todav¨ªa se podr¨ªa insistir en un par de fen¨®menos de nuestra vida pol¨ªtica sobre los que se procura ir corriendo el tupido velo del disimulo, pese a que, cada d¨ªa que pasa, se ponen m¨¢s de manifiesto.El primer rasgo que salta a la vista, a poco que nos desprendamos de las anteojeras del fanatismo, es el de la casi absoluta falta de escr¨²pulos que nos muestra una considerable parte de nuestra elite pol¨ªtica. Al lado de las m¨¢s graves protestas del talante ¨¦tico que se nos exige a los contribuyentes, se acumulan los cinismos, las tergiversaciones, las calumnias y los disimulos que convierten al ruedo electoral en un patio de monipodio en el que se usa el insulto supliendo al argumento, el golpe bajo como estrategia y la interesada mentira a guisa de v¨ªa de explicaci¨®n. Tambi¨¦n se reclama el voto responsable que se pone en el papel de coartada para gestiones cargadas de irresponsabilidad y, finalmente, se hacen recaer las culpas de todos los males sobre el votante siempre errado y los abstencionistas a los que se moteja de algo as¨ª como los gestores del caos. Esa parafernalia apenas consigue ocultar el verdadero sentido del prop¨®sito, ya que de lo que se trata es de medir la verdad, la eficacia y el decoro por la v¨ªa indirecta de una aceptaci¨®n popular interpretada en virtud de c¨®digos casi cabal¨ªsticos. El resultado final anima a la sorpresa porque, seg¨²n las versiones oficiales y m¨¢s autorizadas, todos los partidos encuentran la f¨®rmula para argumentar sobre los ¨¦xitos propios y las miserias ajenas, sin apenas se?al alguna de rubor.
?Para qu¨¦ todo eso? La respuesta comienza ya a verse clara. Despu¨¦s de las m¨¢s solemnes declaraciones de teor¨ªa pol¨ªtica (es un decir) acerca de los fines l¨ªcitos y los medios apropiados, nos acabamos encontrando con la misma historia de siempre: no tan s¨®lo se da por v¨¢lido cualquier medio para lograr los m¨¢s escu¨¢lidos fines, sino que los propios elementos te¨®ricamente instrumentales est¨¢n sustituyendo de hecho a unos fines cada vez m¨¢s nebulosos y lejanos. Da la impresi¨®n de que la pobreza pol¨ªtica est¨¢ llegando ya a sus l¨ªmites consagrados por el vicio profesional de los administradores. Es doloroso pero cierto: lo que se busca no es una idea, un modelo de sociedad o unos valores ¨¦ticos, que se convierten en no m¨¢s cosa que meros ce os en la cosecha de votos precisa para mantenerse en el eiercicio infinito de una gesti¨®n, que deviene in¨²til por cuanto contiene en s¨ª misma la imposibilidad de darla por acabada.
Por supuesto que tal panorama es exagerado, en la Medida en que no retrata a un personaje pol¨ªtico ajustado, al ciento por ciento, a nuestros administradores. T¨®mense todas las precauciones precisas y h¨¢ganse cuantas excepciones se quieran, que siempre quedar¨¢ un residuo a quien cuadre a la perfecci¨®n el rasgo de tan espuria profesionalidad. Y advierto que ser¨ªa un error el pensar que se trata de un mero problema estad¨ªstico. La tolerancia hacia ese tipo de actitudes se convierte en delito de complicidad, al margen de la extensi¨®n y siembra de los vicios.
Desde que Plat¨®n escribi¨® su Prot¨¢goras, el Occidente lleva plante¨¢ndose el problema de la actividad pol¨ªtica como t¨¦cnica susceptible de ser aprendida y transmitida. S¨®crates muri¨® en el empe?o de dar con una soluci¨®n que pudiera hacer compatibles los intereses de la polis con la dignidad del individuo. Desde entonces a ac¨¢ se han multiplicado las respuestas y, ?c¨®mo no!, los sacrificios, pero la ¨²nica tendencia general que se adivina es la del cinismo de las opuestas gu¨ªas que aparecen en el horizonte: las de la moralidad p¨²blica coexistente y aupada sobre el vicio privado. Con frecuencia tal situaci¨®n se justifica bajo la idea del realismo pol¨ªtico y se bendice el pragmatismo de quienes as¨ª act¨²an. Pero se est¨¢ insistiendo demasiado en volver del rev¨¦s las relaciones al dar por sentado que es ¨¦se, en realidad, el camino oportuno. Los actuales sofistas pueden acabar matando de nuevo a S¨®crates, con la diferencia de que ahora S¨®crates somos todos nosotros.
Dije al comienzo de este papel que, tras las ¨²ltimas consul tas electorales, se me hac¨ªan patentes dos fen¨®menos de nuestra vida pol¨ªtica, y ahora veo que el espacio se me acaba sin haber llegado a hablar del segundo. Lo dejar¨¦ para cuando pueda y se tercie, no sin advertir de la nece saria relaci¨®n que existe entre el uno y el otro, entre la profesionalizaci¨®n de la pol¨ªtica en provecho personal y el indicio del desconcierto ideol¨®gico. El uno y el otro pueden acabar convirtiendo algo tan serio y respetable como el voto ciudadano en un acto m¨¢s de la ceremonia de la confusi¨®n que no cesa. Recu¨¦rdese que el ¨ªndice de abstenci¨®n roza el 40% del censo. Nada m¨¢s f¨¢cil que acusar a los que no votan. Tampoco nada m¨¢s in¨²til.
Copyright Camilo Jos¨¦ Cela, 1984.
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