La Europa de las hogueras
Uno hubiese querido ser, como Nils Holgersson, el ni?o trocado en min¨²sculo gnomo por un maleficio, que recorri¨®, sujeto al cuello de una oca dom¨¦stica, los cielos de su tierra natal. Mi admiraci¨®n por el genio literario de su inventora, Selma Lagerlof, se debe principalmente a la prodigiosa intuici¨®n y exactitud con la que describi¨® la geograf¨ªa de Suecia vista desde el cielo. La novela se escribi¨® en 1907, cuando la aviaci¨®n era una aventura y los viajes a¨¦reos solamente una lejana promesa. Pero mi deseo era sencillamente el de hacer un imaginario vuelo a la velocidad de las ocas salvajes en sus migraciones, que recorriera a escasa altura las tierras de la Europa occidental en la noche del 23 de junio. De esa forma contemplar¨ªa como viajero lo que yo llamo la Europa de las hogueras. Es decir, el rastro luminoso y destellante de las fogatas sanjuaneras a lo largo del viejo continente.Hoy han deca¨ªdo en buena parte las viejas fiestas rituales del fuego en la noche m¨¢gica. El urbanismo amontonado de las ciudades ha sepultado con su carga edificada la espontaneidad de las celebraciones solsticiales. Recuerdo, de ni?o, los preparativos del calent¨ªn que Surg¨ªa al anochecer en las esquinas de las calles de mi villa natal. All¨ª se quemaba de todo, mobiliario viejo, colchones, troncos de ¨¢rbol, ramas verdes, ropa, mu?ecos, escobas, alpargatas. Era la consunci¨®n ¨ªgnea de los recuerdos inservibles de cada casa a trav¨¦s del simbolismo purificador de las llamas. Quemar el pasado roto para enfrentar el futuro limpio. El tamboril y el chistu municipales visitaban los fuegos y tocaban un rato pasacalles y biribilquetas, mientras se saltaban las hogueras en medio del general regocijo. Entre tanto, se encend¨ªan los picos de los cerros circundantes. En el delicioso libro de Caro Baroja La estaci¨®n de amor se contiene un exhaustivo repertorio de las liturgias que saludan en diversas tierras de Espa?a la llegada del est¨ªo y del r¨ªtmico descenso de la longitud del d¨ªa; desde los lumares de Galicia, hasta los focs del Mediterr¨¢neo, pasando por las variadas versiones de la tierra vasconavarra. Sin olvidar el rito celtib¨¦rico soriano, de San Pedro Manrique, en que los hombres del pueblo desarian con sus pies desnudos la imposible quemadura de sus plantas descalzas. No s¨¦ cu¨¢ntas cumbres de Vizcaya se habr¨¢n iluminado este a?o con la combusti¨®n de lef¨ªas y arbustos monta?eros, pero s¨ª recuerdo la impresionante visi¨®n de mi adolescencia, al contemplar una noche de san Juan el estallido de la ardiente conmemoraci¨®n simult¨¢nea,. en las cimas de 20 montes de mi tierra, desde Amboto y el Oiz, al Serantes y al Eretza.
A un tiempo se prenden todas las hogueras, en el resto de Europa, en la fiesta del Bautista precursor. Irlanda lo celebra -como el Gales del Reino Unido y la Breta?a francesa- con el frenes¨ª de los pueblos celtas. "Parece que en esa noche arde toda la isla", contaban los viajeros del ochocientos que visitaban Dubl¨ªn en esa fecha. Escandinavia conmemora los fuegos celebrando los funerales de Balder el legendario semidi¨®s. En las orillas del Rin alsaciano y del Mosela predomina la ceremonia de la rueda de fuego que se arroja encendida desde una monta?a hasta alcanzar el r¨ªo, donde se extingue, tras de haber saltado sobre los vi?edos, con lo que la cosecha de vino ser¨¢ ¨®ptima. En la Selva Negra se quema un gran ¨¢rbol simb¨®lico, un cedro o pino gigantesco. Desde los Alpes a los C¨¢rpatos se mantiene el mismo culto incendiario, con grandes procesiones nocturnas de antorchas. En la Bohemia y en Morav¨ªa, las hogueras tienen matices m¨ªsticos de adivinaciones y ensue?os po¨¦ticos. En algunos fiordos de Noruega, como el de Bergen, se iluminan las cumbre; que circundan el estuario, y se hacen hogueras que se abandonan sobre balsas flotantes. Por el Este europeo llegaban antes las hogueras hasta el Volga, y por el Sur, hasta la isla de Malta, en cuya capital, cuando en ella reg¨ªa la orden hospitalaria, el gran maestre de San Juan encend¨ªa
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ocho barriles de pez combustible, en un solemne acto p¨²blico, rodeado de una gran muchedumbre en fiesta.
Discuten los expertos en mitolog¨ªa sobre el origen, contenido y expresi¨®n de esta arraigada y superviviente costumbre. El fuego del solsticio pod¨ªa ser, en la creencia de los pueblos primitivos, un est¨ªmulo al Sol, para prestarle ayuda en el momento de su m¨¢ximo esplendor y evitar que disminuyera gradualmente su luminoso poder¨ªo. O quiz¨¢ un tr¨¢nsito en el fuego serv¨ªa de redentor de males y de preventivo de epidemias futuras para los que saltaran las brasas sin quemarse. O acaso fuera una incantaci¨®n contra los esp¨ªritus mal¨¦ficos que pueblan la noche estival. O un conjuro amoroso para las mozas casaderas. Es casi infinita la serie de interpretaciones que desde Frazer hasta-Dumezil y Strauss-Levy han sido recogidas en la copiosa bibliograf¨ªa que existe sobre los fuegos rituales. Pero no quiero adentrarme en la pol¨¦mica erudita, sino ce?irme a comentarios m¨¢s intrascendentes.
Las hogueras se encienden al un¨ªsono en la Europa cristiana. D¨ªcese que provienen del remoto sedimento de la civilizaci¨®n campesina m¨¢s antigua, con sus dioses paganos y sus cultos astron¨®micos. La Iglesia hizo suya, con inteligente discreci¨®n, parte de esta mitolog¨ªa, superponiendo al Bautista sobre las f¨¦chas del solsticio. Pero cabe preguntarse si la Europa de las hogueras no tiene, asimismo, otra significaci¨®n, no solamente vigente en la dicotom¨ªa paganismo-cristianismo. Pienso que. dentro de la Europa actual, la comunitaria y la de Estrasburgo, subyacen muchas culturas en yacimientos sucesivos. Y que parte de esas culturas coexisten con las grandes culturas de la civilizaci¨®n en que se desenvuelve nuestra vida habitual. Yo presenci¨¦ en cierta ocasi¨®n un festival c¨¦ltico en una ciudad de la Vend¨¦e francesa, la tierra rebelde que hizo frente con las armas a los revolucionarios del ochenta y nueve. Asist¨ªan a la celebraci¨®n delegaciones de Escocia, Gales, Irlanda, Galicia y Portugal. Aparte del folklore musical y bailable, hubo alguna conferencia de inter¨¦s. Un orador dijo m¨¢s o menos esto: somos los hijos de la noche, Los que hablamos las m¨¢s viejas lenguas de Europa. Los que resistimos a los dioses de Roma. Somos la Europa popular. Sornos la Europa que brota desde abajo. De la superficie del mar. Del nivel del suelo campesino. De la tierra o de las entra?as de la tierra. La Europa m¨²ltiple unida en la coraz¨®n de este continente.
Confieso que me sent¨ª sobre cogido con esas palabras, como quien reconoce el eco de un lenguaje olvidado o desaparecido.
Aquello -se me dir¨¢- era un acto de romanticismo pol¨ªtico. Una reuni¨®n aventurada, pintoresca, con algo de peregrinaci¨®n religiosa y aun m¨ªstica. Pero aun me sorprend¨ª m¨¢s cuando el orador -un franc¨¦s- termin¨® su arenga con este grito ins¨®lito: "?Abajo el Estado hegeliano, glacial, mort¨ªfero y prusiano!". Eratoda una formulaci¨®n program¨¢tica digna de un movimiento pol¨ªtico.
La Europa de las hogueras es un s¨ªmbolo visible y luminoso de la gran verdad de la Europa diversa, en la que palpitan tantas almas y culturas distintas que enriquecen su unidad, a trav¨¦s de las muchas bocas aue hablan por ellas. "La Europa unificada", escribe Michel Jobert, "solamente se concibe como viable, verdadera y s¨®lida, si es capaz de afirmarse como original, variada y en cierto sentido insolente". Hay una Europa de las 21 naciones, y otra de las 10 -que ser¨¢n pronto 12-, y una Europa silenciada y silenciosa, de 110 millones de votantes amordazados en el Este; y una Europa de las regiones, municipios y comunas M continente occidental. Y hay la Europa de las hogueras.
Hace muchos a?os escuch¨¦ en mi mocedad a don Juan de Olaz¨¢bal, patricio del integrismo guipuzcoano, un discurso pronunciado desde un balc¨®n en la hermosa plaza de Azcoitia, cabe el Izarraiz. Hablaba del voto fogueral (y foral) en contraposici¨®n al voto individual. Foguera, hoguera y hogar vienen del mismo vocablo: fuego. ?No ser¨¢ tambi¨¦n la Europa de las hogueras la Europa de los hogares, es decir, la Europa de las familias?
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