Eldorado o el derecho a ser diferente
Eldorado se llamaba un conocido cabar¨¦ berlin¨¦s de finales de los a?os veinte al que sol¨ªan concurrir los homosexuales. Otto Dix, en algunos cuadros y acuarelas, ha conservado su ambiente con la ternura y el distanciamiento cr¨ªtico que le caracteriza. Eldorado es el t¨ªtulo que lleva una exposici¨®n del Museo de Berl¨ªn dedicada a la homosexualidad en esta ciudad entre 1850 y 1950. El que una instituci¨®n oficial haya organizado una exposici¨®n sobre vida y cultura de una minor¨ªa hasta hace poco perseguida y todav¨ªa hoy socialmente discriminada, constituye, qu¨¦ duda cabe, un salto cualitativo en la tortuosa relaci¨®n de la cultura europea con la homosexualidad: de castigarla con la pena de muerte a tipificarla de delito con el C¨®digo Penal, desde la despenalizaci¨®n a los distintos grados de discriminaci¨®n social que todav¨ªa acarrea, largo es el camino recorrido. El que un museo de prestigio abra sus puertas a una exposici¨®n que pretende dar noticia objetiva del mundo particular del homosexual, evitando escrupulosamente cualquier juicio de valor, constituye un nuevo hito en esta larga marcha sobre cuya trascendencia, no hace falta insistir.Desde luego que no han faltado presiones para impedir que se llevase a cabo un proyecto que a comienzos de 1982 plante¨® un grupo de homosexuales con alguna influencia en la vida cultural de la ciudad. Bast¨® un anuncio en los peri¨®dicos pidiendo documentaci¨®n sobre el tema para que se dieran de baja buen n¨²mero de amigos y protectores del museo. Las cartas de protesta que han recibido autoridades e instituciones culturales forman una antolog¨ªa representativa de los variados prejuicios todav¨ªa persistentes, incluso en una sociedad tan libre como la berlinesa. La exposici¨®n, abierta del 26 de mayo al 8 de julio, ha tenido una enorme afluencia de p¨²blico, que se ha informado con inter¨¦s pero sin dar la menor se?al de aprobaci¨®n o de rechazo. No ha ocurrido el esc¨¢ndalo que unos hab¨ªan ternido y otros deseado para que este paso no sirviera de precedente. Al parecer, la homosexualidad no resulta tan atractiva como quieren sus defensores ni tan repugnante como alegan sus detractores. Se acepta como un fen¨®meno humano y social m¨¢s en un mundo que ha inscrito en sus banderas la tolerancia, el pluralismo de los valores, el respeto de la intimidad; en una palabra, la libertad como base de la convivencia.
El prejuicio se agazapa en lo que ocultamos. Para conservar intacto el recelo, la aprensi¨®n, la repugnancia frente a algo o alguien, nada mejor que el siseo, las medias palabras, la alusi¨®n indirecta o, en su caso, el chiste burdo. El tab¨² es tal vez la forma m¨¢s antigua de opresi¨®n. El tab¨² sobre la vida sexual, el que m¨¢s tiempo ha durado -sigue ah¨ª, impert¨¦rrito- en nuestra civilizaci¨®n. El tratamiento p¨²blico de los temas silenciados desmorona prejuicios, abriendo espacios de libertad. En cada tiempo y en cada cultura mantenemos silencios de los que somos culpables. Traer a la, discusi¨®n p¨²blica los temas sumergidos, llamando a las cosas por su nombre, ah¨ª es nada, es deber irrenunciable del intelectual que ha elegido por oficio su vocaci¨®n de hablar claro.
Un primer acierto ha consistido en presentar por separado el mundo homosexual de la mujer y del var¨®n en dos exposiciones distintas, aunque complementarias, criterio impuesto por las lesbianas, que no quer¨ªan contemplar una vez m¨¢s el ¨¢mbito femenino reducido a simple ap¨¦ndice del masculino. Barrunto que las ra¨ªces psicol¨®gicas de la homosexualidad masculina y femenina son muy distintas (sobre el tema, a pesar de los enormes avances de las ¨²ltimas d¨¦cadas, seguimos sabiendo muy poco), pero de lo que no cabe la menor duda es que socialmente se trata de dos fen¨®menos dif¨ªcilmente equiparables.
La homosexualidad femenina est¨¢ profundamente enraizada en el movimiento de liberaci¨®n de la mujer. Las reivindicaciones de las sufragistas, aquellos pretendidos viragos de finales del siglo XIX que levantaron las iras de nuestros bisabuelos (el derecho a la participaci¨®n pol¨ªtica, empezando por el voto para la mujer y la oportunidad de recibir una educaci¨®n que le permita ejercer cualquier profesi¨®n, de modo que una vez emancipada social y econ¨®micamente se convierta en sujeto con identidad propia, superadas las limitaciones, subordinaciones y dependencias de la sociedad patriarcal), hay que escribirlas con letras may¨²sculas en la historia de las luchas por la emancipaci¨®n del g¨¦nero humano. Ser¨ªa injusto reducir el primer feminismo a una forma de lesbianismo, pero tambi¨¦n ocultar lo mucho que le debe. El an¨¢lisis m¨¢s radical de los mecanismos de opresi¨®n que caracterizan a la sociedad patriarcal proviene de algunas mujeres que no disimularon su lesbianismo.
Si la homosexualidad femenina resulta por completo incom patible con la sociedad patriarcal, en cambio se dan formas de homosexualidad masculina que conectan perfectamente con ella, configurando, por as¨ª decir, la otra cara de un mismo machismo. No puede negarse, por lo menos, una homosexualidad latente en algunas instituciones t¨ªpicas de la sociedad patriarcal. En la exposici¨®n que comentamos, rompiendo viejas prevenciones se alude a la probable homosexualidad de Federico II de Prusia, s¨ªmbolo del militarismo alem¨¢n, tratando con la extensi¨®n que se merecen la homosexualidad en los cuarteles, en los aleda?os de la corte imperial, en los altos c¨ªrculos de la industria o de las finanzas, una homosexualidad ambigua (se practica en privado y se combate en p¨²blico) que culmina en el nacionalsocialismo.
Esta ambig¨¹edad explica acaso la dureza con que se reprimi¨®
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la homosexualidad masculina. El C¨®digo Penal alem¨¢n, en su famoso art¨ªculo 175, castigaba la homosexualidad masculina, no as¨ª la femenina, que a pesar de algunos intentos venturosamente fracasados no recibi¨®, a partir del siglo XVIII, tratamiento penal. Esta distinta consideraci¨®n de la homosexualidad masculina y femenina es por s¨ª misma lo bastante expl¨ªcita de la ambivalencia social de la primera: el machismo, que denota un fuerte componente homosexual, reprime sus formas externas con suma violencia.
La ambivalencia de los nazis frente a la homosexualidad es una cuesti¨®n vidriosa que hay que abordar con pies de plomo pero con la suficiente lucidez. Por un lado resultan palpables los resabios homosexuales en los valores y formas de organizaci¨®n nazis; por otro, acabaron violentamente con la floreciente cultura homosexual de la rep¨²blica de Weimar, cerrando revistas y locales (algunos de elite lograron sobrevivir camuflados durante los 12 a?os de barbarie); incluso unos 15.000 homosexuales fueron arrojados a los campos de concentraci¨®n por el delito de serlo, una cifra en s¨ª estremecedora pero porcentualmente no comparable con la que alcanzaron otros grupos sociales igualmente perseguidos: jud¨ªos, gitanos, comunistas. La ambivalencia rezuma hasta de los datos hist¨®ricos m¨¢s siniestros.
Pero frente a estas formas ambivalentes de homosexualidad, producto directo de la sociedad patriarcal, existen otras que nada tienen de ambiguo. Desde la perspectiva social que estamos considerando hay que dejar constancia de una homosexualidad masculina que se reconoce como tal y lucha por el derecho a una identidad propia sin temor al castigo y a la discriminaci¨®n. Acaso el mayor m¨¦rito de la exposici¨®n de Berl¨ªn consista en la reconstrucci¨®n de una de las luchas m¨¢s olvidadas, pero no por ello menos ejemplar: la de homosexual por el derecho a ser lo que es. Hoy la ciudad se siente orgullosa de figuras como Karl Heinrich UIrichs (1825-1895), palad¨ªn de los derechos del homosexual en el siglo pasado, o de Magnus Hirschfeld (1868-1935), promotor del Comit¨¦ Cient¨ªfico Humanitario, que durante d¨¦cadas estuvo en la vanguardia de la lucha contra la penalizaci¨®n y discriminaci¨®n del homosexual, fundador en 1919 del Instituto de Sexolog¨ªa de Berl¨ªn, que adquiri¨® merecida fama tanto por el trabajo cient¨ªfico realizado como por los servicios m¨¦dicos que prest¨® en problemas sexuales. No es extra?o que este instituto atrajese la furia destructora de los nazis, al coincidir, en Hirschfeld origen jud¨ªo con inclinaci¨®n homosexual.
Menci¨®n especial merece el cap¨ªtulo, bastante triste, del comportamiento de los partidos pol¨ªticos en relaci¨®n con la lucha de los homosexuales de ambos sexos. El liberalismo, en sus distintas corrientes, no se ha preocupado de otra libertad que la econ¨®mica; la lucha por la libertad de las minor¨ªas discriminadas no ha sido su fuerte. ¨²nicamente en la fracci¨®n socialdem¨®crata encontramos un pu?ado de diputados dispuestos a plantear la supresi¨®n del art¨ªculo 175, entre ellos August Bebel, que apoy¨® p¨²blicamente las reivindicaciones del Comit¨¦ Cient¨ªfico Humanitario de Hirschfeld, pero nunca llegaron a ser mayor¨ªa suficiente para impregnar la pol¨ªtica del partido en este punto. Ni en.el imperio ni en la rep¨²blica, los socialistas alemanes se aliaron claramente con el bando que exig¨ªa la despenalizaci¨®n de la homosexualidad; m¨¢s bien se mantuvieron en la reprobable posici¨®n que delata un art¨ªculo escandaloso aparecido en 1902 en el peri¨®dico oficial del partido, Vorw?rts, titulado Krupp en Capri, en el que se acusaba "al hombre m¨¢s rico de Alemania", "al amigo del k¨¢iser", de homosexual, como prueba manifiesta del grado de corrupci¨®n moral al que habr¨ªa llegado la burgues¨ªa en v¨ªsperas de su desaparici¨®n, tipo de argumentaci¨®n que, lamentablemente, sigue vigente en los partidos comunistas en el poder.
En los a?os veinte, a pesar de persistir su penalizaci¨®n, Berl¨ªn se convierte en el centro de la cultura homosexual. ?Qu¨¦ cantera de conocimientos para el historiador que se atreviera a escribir una historia minuciosa de esta minor¨ªa perseguida! Mucho se aprende si se observa la realidad desde la perspectiva del oprimido, del discriminado. Al centrar la mirada en el Berl¨ªn de los a?os veinte llama la atenci¨®n: el grado de tolerancia que alcanz¨® esta ciudad en el cenit de su capacidad creadora. Ser¨ªa ingenuo, y creo que absolutamente falso, vincular homosexualidad con una especial capacidad creadora, pero all¨ª donde florece la cultura ha arraigado la libertad, y prueba de que ¨¦sta es realidad vivida y no mera ret¨®rica legitimadora es que las minorias discriminadas han recuperado la palabra. Los nazis, al perseguir a estas minor¨ªas -jud¨ªos, homosexuales, etc¨¦tera- acabaron en un santiam¨¦n con una de las explosiones culturales m¨¢s impresionantes de la Europa contempor¨¢nea. Una lecci¨®n, por lo menos, deber¨ªamos retener: existe una cultura viva all¨ª donde los marginales de todo tipo tienen el derecho -y la posibilidad real- de expresarse libremente.
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