Elogio de la avaricia
As¨ª como existe el vicio solitario, existe tambi¨¦n la virtud solitaria; y lo es la avaricia, pasi¨®n absorbente, la m¨¢s desinteresada de las pasiones, aquella que exige una abnegaci¨®n, a veces, de magnitud heroica.En este verano de 1984 han podido los peri¨®dicos llenar la ociosidad de sus columnas informando acerca de la denuncia presentada por una mendiga a quien, en un descuido, alg¨²n desconocido arrebat¨® la fortuna que, fruto de rigurosas abstinencias, guardaba ella consigo en un talego.
?Otra mendiga millonaria! Este era, precisamente, el t¨ªtulo de una ap¨®crifa noticia de prensa que, redactada por m¨ª, publiqu¨¦ hace ya bastante tiempo en mi Jard¨ªn de las delicias. La supuesta indigente de mi cuento -no por azar llamada do?a Virtudes Sola-, practicando las de frugalidad y ahorro hab¨ªa reunido una ingente suma, cuyo hallazgo ser¨ªa, tras su muerte, sorpresa de quienes la descubrieron. A la mendiga actual le han robado en vida su dinero, y ha sido la denuncia del robo lo que ha destapado el incre¨ªble tesoro que a costa de sacrificios atr oces e inauditas privaciones hab¨ªa logrado acumular y ahora se le escapaba de entre las manos. Su sustracci¨®n no va a cambiar en nada el tren de vida de esta pobre millonaria, que se alimentaba de ajenos desperdicios y pernoctaba, agarrada a su bolsa, en los bancos p¨²blicos, como sin cluda habr¨¢ seguido haci¨¦ndolo despu¨¦s de presentar a la polic¨ªa su denuncia del hurto. Si tan afanosamente. acumulaba dinero, no era para procurarse las comodidades y placeres que mediante ¨¦l pueden obtenerse, ni aun siquiera los perversos placeres espirituales de ostentar riqueza ante la vista envidiosa de los dem¨¢s. Muy al contrario: su amor al dinero era un amor puro y recatado, secreto, un amor incondicional, absoluto y desprendido, como el que los poetas trovadorescos sent¨ªan hacia la dama inaccesible de quien jam¨¢s se hubieran permitido pretender favor alguno en premio a sus desvelos. No acierto, pues, a conprender bien por qu¨¦ pretendi¨® Moli¨¦re hacernos re¨ªr con la desesperaci¨®n de su avaro cuando, al haberse dado cuenta de que ha perdido el objeto de su adoraci¨®n, pat¨¦ticamente clama: ?Mi plata. ?Mi pobrecita plata! A nadie le extra?an, y a todos conmueven, las l¨¢grimas del padre que se ve privado de un hijo que ten¨ªa por b¨¢culo de su vejez, o las manifestaciones doloridas del amante ante el cad¨¢ver de quien le procuraba placeres indecibles, aunque en la consternaci¨®n de uno y de otro haya, como sin duda lo hay, un algo de ego¨ªsmo, mientras que en cambio parece que deben resultarnos c¨®micos los lamentos de un Harpag¨®n afligido por la ausencia de aquello que apreciaba en s¨ª mismo con el m¨¢s puro desinter¨¦s, de aquello que no le procuraba, ni ¨¦l esperaba que le procurase, beneficio ninguno.
Todav¨ªa el avaro antiguo podr¨ªa derivar un cierto placer sensual de la contemplaci¨®n de sus riquezas ocultas. Abrir el cofre que las encierra, extasiarse ante sus tesoros, poner a la luz el suntuoso brillo de sus piedras preciosas, acariciar morosamente sus piezas de oro, contar y recontar sus monedas ser¨ªa para ¨¦l una especie de ritual en cuyo ejercicio obtendr¨ªa sensoriales deleites, comparables a los del devoto que se acerca a la divinidad a trav¨¦s de las hermosas im¨¢genes que cada d¨ªa visita con postrada reverencia. As¨ª visitar¨ªa Harpag¨®n a su querida plata. Pero al avaro moderno los signos materiales de su divinidad se le han desmaterializado en medida creciente, haci¨¦ndosele m¨¢s y m¨¢s inasibles, m¨¢s y m¨¢s intangibles, m¨¢s espirituales en suma, de modo que ya su adoraci¨®n apenas tiene apoyos concretos que la sustenten.
La mendiga que, despojada de sus millones, ha dado ocasi¨®n a una noticia period¨ªstica veraniega y, de paso, a estas profundas -aunque tambi¨¦n period¨ªsticas y veraniegas- reflexiones morales de parte m¨ªa, guardaba sus crecidos ahorros en billetes de banco, todos iguales y no especialmente hermosos, y en monedas de un metal tan poco noble como de escaso valor. Si alguna vez somet¨ªa a arqueo su bolsa de mendiga -y es muy de temer que una oportunidad as¨ª delatara su improbable contenido al ladr¨®n que se la sustrajo-, el repaso de billetes y monedas ser¨ªa -puede suponerse- operaci¨®n no demasiado amena y m¨¢s bien ins¨ªpida. ?Qu¨¦ decir entonces de los avaros que, seg¨²n exige la ¨ªndole de la econom¨ªa actual, se ven reducidos a barajar en su calculadora de bolsillo las cifras de su cuenta bancaria? Ellos rinden culto, no ya al dios inc¨®gnito y remoto cuya faz no puede vislumbrarse, sino a un dios desconocido, que quiz¨¢ ni siquiera existe, o que en todo caso puede volatilizarse de la noche a la ma?ana. Sacrificar a este dios requiere poderos¨ªsima fe y una abnegaci¨®n admirable.
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