La insurrecci¨®n
Martes, 22 de agosto. Cuento lo que he visto. Lo que cualquier viandante ha podido ver como yo. Hablar¨¦ hoy de la poblaci¨®n civil.Todo empez¨® como una fiesta y, todav¨ªa ahora, el bulevar Saint Germain, desierto y de cuando en cuando barrido por r¨¢fagas de ametralladora, conserva un aire de tr¨¢gica solemnidad.
Recuerda sin uno quererlo a aquellos pac¨ªficos domingos de anta?o, en los que el gent¨ªo se agolpaba en las ferias, en las concentraciones deportivas, y en los que, de repente, ocurr¨ªa un accidente. Entonces un remolino agitaba los claros vestidos; los rostros quedaban demacrados por la angustia, y, sin embargo, todav¨ªa conservaban un aire vagamente alegre, mientras se inclinaban bajo el sol sobre un cuerpo ensangrentado.
Fue una fiesta y tres domingos de color sangre la siguieron. Todav¨ªa ayer, quien entrase caminando en Par¨ªs por la Puerta de Orleans y recorriese los bulevares exteriores, las calles, las avenidas del distrito 16, o quien, desde la Bolsa, bajase por la Rue Montorgueil, se impresionar¨ªa por su aspecto.( ... )
La insurrecci¨®n no es visible en cualquier lugar: en la calle de la Ga?t¨¦, un acordeonista ciego, sentado en una silla de tijeras, toca La Traviata; la gente se agolpa en una taberna semiabierta y bebe atropelladamente un vaso de vino. En las orillas del Sena, hombres y mujeres se ba?an o se tuestan al sol, en traje de ba?o., Sin embargo, la batalla est¨¢ presente en todas partes. Incluso en los barrios m¨¢s tranquilos se oye cada dos o tres minutos el seco chasquido de un proyectil que choca contra una piedra: es una bala de fusil. O, de repente y procedente de no se sabe d¨®nde, se oye el tableteo de una ametralladora. Son ruidos inexplicables no hay alemanes en los alrededores.
Nadie busca la clave del misterio, las personas se miran entre s¨ª y dicen con aire grave: "Disparan...". Es todo.
Otras veces, se ve un min¨²sculo resplandor entre las hojas de los ¨¢rboles, se oye un extra?o ruido de r¨¢pido descenso de rama en rama: es una bala perdida que cae. A veces el sol tiembla levemente y pasan unos camiones alemanes, erizados de fusiles.
Bajo la lona, se entrev¨¦n unos hombres de facciones tensas y ojos dilatados por la fatiga y la angustia, dispuestos a ametrallar a la gente. ?Ad¨®nde van? Nadie lo sabe. ( ... )
De improviso, al fondo de la calle, unos hombres atraviesan corriendo la calzada, seguidos de otros que van. a ocultarse en los edificios de enfrente. En un abrir y cerrar de ojos la calle queda desierta. Llega un tanque, chatarra amarilla y siniestra. Se sabe que ellos han disparado sobre una multitud que el domingo por la ma?ana iba a oir misa en Saint-Germain-des-Pr¨¦s; que ellos, sin que mediara provocaci¨®n alguna, han herido en la encrucijada de Montparnasse a una anciana. Los tanques atraviesan la calle vac¨ªa, desaparecen, e inmediatamente vuelven a formarse grupos. Esto es quiz¨¢ lo que m¨¢s sorprende: la tenacidad por renacer de la vida social, su empe?¨® en aferrarse a cualquier resquicio, por todos lados y en las horas m¨¢s tr¨¢gicas, como la hiedra se agarra a la roca y cubre con su paciente andar y andar las huellas de una sangre todav¨ªa fresca.
En el bulevar Saint-Germain, esquina a la calle de Seine, cada dos horas fusilan a personas civiles. Desde mi ventana he visto a los alemanes, en formaci¨®n cerrada, desembocar sobre el bulevar y rociar la acera con sus metralletas. Cuando se fueron, unos enfermeros se llevaron los cuerpos de los ca¨ªdos, y, como por arte de encantamiento, la multitud reapareci¨®. No es una obstinaci¨®n est¨²pida: en primer lugar hay que comer y muchas mujeres se ven obligadas a hacer cola en las puertas de las panader¨ªas; y en segundo lugar todos necesitan, en momentos como este, sumergirse de nuevo a cada instante en la vida colectiva..
?Qui¨¦n podr¨ªa permanecer a solas en su habitaci¨®n mientras Par¨ªs lucha por su libertad? Por otra parte, el peligro es imprevisible. A las tres de la tarde, se encuentra aqu¨ª, a las cuatro, all¨ª. ?Por qu¨¦ intentar evitarlo? Encuentro cierta grandeza en tal obstinaci¨®n. Es ella la que da a Par¨ªs esa extraordinaria fisonom¨ªa: uno recorre 100 metros en una calle animada, casi alegre y a la vuelta de la misma te detiene el silbido de las balas, la muerte. Ayer, dej¨¦ la tranquila Rue Montorgueil y me acerqu¨¦ a Les Halles. Era casi un desierto. En el centro de la calzada yac¨ªa un enorme cami¨®n panza arriba, como un cangrejo sobre su caparaz¨®n. Cerca de all¨ª vi, delante de un puesto de socorro, unas camillas manchadas de sangre a¨²n fresca, y, por la puerta entreabierta, el l¨ªvido rostro de una enfermera. Y el silencio. Hab¨ªa pasado algo, pero lo que fuera ya hab¨ªa terminado; Quedaban la chatarra en mitad de la calle y la sangre ( ... )
Comenc¨¦ a caminar por una calle elegida al azar. Hab¨ªa combates en el Pont-Neuf Sobre la pasarela del puente de Les Arts hab¨ªan instalado una garita; un paisano con casco repet¨ªa sin cesar: " ?Dense prisa!". Pero, de repente, la gente comenz¨® a retroceder: en la otra orilla del r¨ªo hab¨ªa aparecido una patrulla alemana en formaci¨®n de combate. Los resistentes, invisibles, comenzaron a disparar; la patrulla repeli¨® el ataque' Sin dar se mucha prisa, la gente baj¨® al muelle y all¨ª se quedaron esperan do. Aguardaron pacientemente, sin muestras de ira, algo angustia dos, como quien espera "el pan de cada d¨ªa" en la puerta de una panader¨ªa, como quien espera la llegada de los americanos.
Poco despu¨¦s apareci¨® detr¨¢s de ellos un cami¨®n atestado de alemanes. Los soldados les hicieron se?ales de que se fueran de all¨ª, y como obedec¨ªan a disgusto, les amenazaron con sus metralletas. Entonces la gente ech¨® a correr atropelladamente, entre divertida y presa de ansiedad. Llegaron al puente del Carrousel y moderaron all¨ª la velocidad de la hu¨ªda. A la izquierda quedaba el Pont-Neuf, donde todav¨ªa se luchaba. Lapasarela del puente de Les Arts estaba desierta. A la derecha, hab¨ªa una zona de tierra de nadie, las Tuller¨ªas, cerrada a cal y canto, cercada por alambradas. Dentro de ellas, muy lejana, se ve¨ªa la silueta verde de un soldado alem¨¢n. Una especie de eternidad tr¨¢gica pesaba sobre las piedras y un destino de plomo aplast¨® de pronto a la multitud.
Apenas hab¨ªan penetrado en el puente cuando' comenzaron a estallar disparos a la altura del de Les Arts. Mujeres, j¨®venes y ancianos prosiguieron su hu¨ªda encorv¨¢ndose un poco, casi por principio. Inmediatamente despu¨¦s, las balas comenzaron a rebotar contra el arco del puente, y tuvieron que acabar la traves¨ªa a gatas. A¨²n les faltaba atravesar una calle. Lo hicieron y se refugiaron en la Rue de los Saints-P¨¦res. Hab¨ªan estado m¨¢s cerca que nunca de la batalla. Disparaban a 50 metros de ellos y, sin embargo, el destino y la muerte se hab¨ªan desvanecido. Les bast¨® doblar una esquina para entrar en la calma. Hab¨ªa gente en mangas de camisa en los portales, algunas tiendas estaban abiertas y quedaba el gran descanso tr¨¢gico de los d¨ªas de mot¨ªn.
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