El ritual de la muerte en la plaza
La muerte de Paquirri ha planteado de nuevo el eterno debate sobre la corrida de toros. Pero la conmoci¨®n que ha producido el suceso plantea una reflexi¨®n de mayor profundidad sobre las fibras que unen el espect¨¢culo taurino con lo m¨¢s antropol¨®gico y lo m¨¢s profundo de la cultura ib¨¦rica. En esta l¨ªnea apareci¨® ya el pasado jueves un art¨ªculo del etn¨®logo Julian Pitt-Rivers (v¨¦ase EL PAIS, 4-X-84). En el texto que publicamos hoy se traza un breve repaso de los enfoques sobre los toros que se han dado en la ciencia y en la filosof¨ªa contempor¨¢neas, desde los an¨¢lisis religiosos del antrop¨®logo Marcel Mauss a los de Fernando Savater, pasando por los er¨®ticos de Georges Bataille, desde el estudio de la corrida como sacrificio ritual, o como acoplamiento dram¨¢tico, hasta la caracterizaci¨®n del verdadero h¨¦roe, que no es otro que el h¨¦roe vencido.
Siempre se habla del sacrificio del toro. En la plaza, todas las miradas se fijan en ¨¦l, concitando la admiraci¨®n o la compasi¨®n, v¨ªctima propiciatoria sometida a condena. Parecer¨ªa como si a su alrededor cada elemento, cada participante, se viera paralizado por unas leyes inmutables y est¨¢ticas. Nada tan lejos de la realidad como esta concepci¨®n inmovilista de la corrida.Es cierto que la corrida viene a ser un sacrificio ritual. Antrop¨®logos ilustres han caracterizado al sacrificio por su valor pr¨¢ctico, su veracidad, certidumbre y constancia. Pero incluso el sacrificio es un movimiento paralelo de mito y rito, y sus protagonistas act¨²an alternativamente como v¨ªctimas y sacrificantes.
Casi todo est¨¢ ya dicho sobre este tema. Desde los cl¨¢sicos Frazer y Marcel Mauss hasta nuestros d¨ªas, las investigaciones m¨¢s rigurosas, las interpretaciones m¨¢s estrictas, se han sucedido con brillantez. Vale la pena, sin embargo, pararse en algunas de estas formulaciones, aunque s¨®lo sea para comprobar c¨®mo la corrida significa un paso m¨¢s, a?ade ingredientes peculiares al simbolismo sacrificial.
Es bien conocida la expresi¨®n de Marcel Mauss del sacrificio como "un medio para que lo profano pueda comunicarse con lo sagrado a trav¨¦s de una v¨ªctima". En este sentido, el sacrificio implica una consagraci¨®n; en todo sacrificio, un objeto pasa del dominio com¨²n al dominio religioso. Estamos, pues, ante un acto religioso en el que, por la consagraci¨®n de una v¨ªctima, se modifica el estado moral de la persona que lo realiza. Al t¨¦rmino de la operaci¨®n, nada es igual a como era al comienzo. Hay una metamorfosis que indica bien a las claras el dinamismo de la ceremonia.
Pero en la tesis de Mauss, el sacrificante ha de proceder con la m¨¢xima prudencia; de ah¨ª que entre ¨¦l y su acto se interpongan los intermediarios, el principal de los cuales es la v¨ªctima. Porque -dice Mauss- si el sacrificante se comprometiera hasta el fondo con el rito, encontrar¨ªa la muerte, y no la vida. La v¨ªctima le reemplaza. S¨®lo ella penetra en la esfera peligrosa de? sacrificio y ¨²nicamente ella sucumbe, porque est¨¢ ah¨ª precisamente para sucumbir. Mientras tanto, el sacrificante permanece a cubierto: los dioses han tomado a la v¨ªctima en lugar de escogerle a ¨¦l.
En el toreo, sin embargo, existe otro grado de compromiso. Ciertamente, hay una serie de intermediarios, pero juegan un papel de comparsas, de simples c¨®mplices, meros flecos utilitarios del rito. En la realidad, el sacrificante -el torero- s¨ª se compromete hasta el fondo con el rito, acepta la cuota de peligro y el juego de la muerte. Los dioses no intervienen ni se molestan en mover los hilos del ceremonial en un sentido prefijado o protector. El torero est¨¢ ah¨ª en solitario para sucumbir, lo mismo que el toro. No hay mayor capacidad de metamorfosis que la que ofrece la corrida, donde los papeles pueden invertirse y hacer del sacrificante la v¨ªctima. Y es que frente al sacrificio cl¨¢sico, en que la v¨ªctima propiciatoria siempre manten¨ªa una actitud pasiva, en el toreo todos son protagonistas activos, con capacidad para transgredir las normas rituales.
La lidia como "dram¨¢tica copulativa"
Por eso no es l¨ªcito hablar siempre del sacrificio del toro. En la corrida, como hemos visto, la relaci¨®n entre el sacrificante-torero y la v¨ªctima-toro es una dial¨¦ctica tr¨¢gica modificable en cualquier momento. Estamos en el ¨¢mbito de los contrario, y de las mutaciones: ?c¨®mo se enfrenta el hombre-agresor con la fiera-v¨ªctima? ?C¨®mo se desarrolla entre ellos el juego amoroso, la din¨¢mica amor-muerte, la lucha, pasional entre creaci¨®n y destrucci¨®n?
Mucho se ha hablado del erotismo de la corrida de toros, y probablemente los. que con m¨¢s imaginaci¨®n lo han hecho hayan sido dos extraordinarios espectadores extranjeros: George Bataille, que ya lejanamente hablaba del "orgasmo del toro", y Michel Leiris, en su Espejos de la tauromaquia, donde contempla la lidia, como una "dram¨¢tica copulativa".
En cualquier caso, la lidia es un proceso a trav¨¦s del cual el torero va transformando su sexualidad. Un sugestivo ensayo de Juli¨¢n Pitt-Rivers nos presenta la peculiar imagen femenina del torero. "El matador se despoja progresivamente de sus s¨ªmbolos femeninos en el transcurso de la lidia". Ciertamente, los atributos del torero hasta que termina el primer tercio de la corrida son feminoides. Desde la ceremonia vestimental hasta el propio traje de luces, pasando por sus movimientos con la capa, todo sugiere una cualificaci¨®n femenina. Pero quiz¨¢ ser¨ªa m¨¢s exacto hablar de ambig¨¹edad sexual. La actuaci¨®n del matador en el primer tercio es la propia de un burlador (el capote de brega viene a significar tambi¨¦n capote de burla), y es que el torero, en esta fase, trata de seducir al toro, de burlarse de ¨¦l. Estamos precisamente ante un donju¨¢n con los rasgos fem¨ªneos que Mara?¨®n atribu¨ªa a este personaje.
No obstante, a medida que transcurren los tercios, el torero va definiendo su sexualidad, ya claramente varonil cuando toma la muleta. Su juego con el toro ha perdido toda veleidad burlesca para entrar en un ¨¢mbito dram¨¢tico definido por el peligro creciente. El torero est¨¢ ya solo, no hay c¨®mplices que adornen la fiesta con sus caracoleos coloristas. El combate ha entrado en la fase decisiva del frente a frente, en la que las leyes propugnan la violaci¨®n y la muerte. El espada cobra su car¨¢cter de macho agresor, mientras el toro retrocede al papel de quien intenta defenderse de la violaci¨®n-inmolaci¨®n. En el ¨²ltimo tercio, estos perfiles adquieren su plenitud. La "dram¨¢tica copulativa" de Leiris ha llegado: es el momento de la verdad. El torero, espada en mano, ensayar¨¢ un acoplamiento no inocente en el que arriesga la vida. La penetraci¨®n del estoque en el lugar exacto, en esa vagina ensangrentada abierta por el picador, va a provocar la violaci¨®n, el orgasmo del toro, el sacrificio final. Las leyes se han cumplido escrupulosamente, con todo su ritual de sangre. El matador victorioso, elevando los brazos en una alegor¨ªa significativa, alcanza su dimensi¨®n religiosa, de h¨¦roe social.
Pero hay otra er¨®tica no simb¨®lica. Es la que domina la vida real del torero hasta l¨ªmites obsesivos. Dentro y fuera del ruedo, este hombre vive una sexualidad en la que el toro est¨¢ siempre presente. No es inhabitual, seg¨²n confesi¨®n de algunos protagonistas, el hecho del torero que, tras haber culminado una gran faena, vuelve a las tablas embriagado de satisfacci¨®n y all¨ª encuentra una dulce laxitud. Puede entonces percibir en su entrepierna una mancha h¨²meda: s¨®lo en ese instante descubre que ha eyaculado. "Sientes un placer curioso cuando el toro te roza las partes con el lomo", me comentaba hace tiempo un joven torero. "Es como una caricia de mujer desnuda". El torero que empieza mantiene una sexualidad peculiar y, contra lo que suele creerse, bastante solitaria. Todos sus pensamientos, su voluntad, sus horas, est¨¢n destinadas al toro. Su vida n¨®mada, de desarraigado, favorecer¨¢ la convicci¨®n de que para ¨¦l la ¨²nica mujer posible es el toro. "Yo, en lugar de so?ar con chavalas, so?aba con toros. Y me corr¨ªa con este sue?o. Tienes miedo al rid¨ªculo no s¨®lo ante el toro; ante una mujer tambi¨¦n". De ah¨ª la traslaci¨®n: cuando en el ruedo se enfrenta al toro, de alguna manera est¨¢ poniendo a prueba su capacidad viril, est¨¢ desafiando a la mujer; y cuando se enfrenta a ¨¦sta en la cama, la misma responsabilidad le abruma: se est¨¢ oponiendo al toro. "El miedo ante la mujer es id¨¦ntico al miedo en la plaza".
Luego aparece el machismo t¨ªpico del ambiente taurino. El apoderado es el palad¨ªn del antifeminismo. "Te puede echar a perder; si pruebas con una mujer, te vas a enviciar", suelen decir, a la vez que establecen una barrera entre el acoso femenino y su torero, que s¨®lo debe pensar en la corrida siguiente. Para el apoderado hay una incompatibilidad rotunda entre ambas figuras.
El torero ve, pues, al toro como a su propia mujer, celosa y exclusivista. De ah¨ª las sorprendentes revelaciones del matador al que antes me refer¨ª: "El toro es muy celoso. Si has estado con una mujer, lo nota. El toro se entera de lo que haces, sabe lo que haces, te siente cuando te has masturbado".
Est¨¢, adem¨¢s, el tema del paquete, verdadero timbre de orgullo de la virilidad del torero. El mayor miedo de ¨¦ste en la plaza es la cornada en sus partes. El paquete resulta ser una especie de escaparate de su hombr¨ªa. El bulto, mostrado p¨²blicamente, averg¨¹enza al principio al novillero. Siente pudor cuando las mujeres lo ven, como si se encontrara desnudo. Por eso suele taparlo con el capote o con la montera. Es curioso conectar este hecho con la simbolog¨ªa anteriormente apuntada. En los primeros tercios, cuando el torero proyecta una imagen femenina, ¨¦ste esconde el paquete tras la falda protectora de la capa. Sin embargo, cuando llega la hora de la verdad de la muleta y el estoque, esa prominencia deja de ser problema, ya no puede ocultarla; es m¨¢s, parece exhibirla en sus posturas de cita al toro, porque ya es hombre y tal exhibici¨®n es signo de virilidad y poder.
La realidad imaginaria
Jos¨¦ Carlos Ar¨¦valo ha descrito con gran lucidez lo que llama el principio imaginario como fundamento ¨¦tico y est¨¦tico del juego de los toros a partir de ciertas intuiciones de Ortega sobre los "caprichos de lo real". Dice Ortega: "Hay un caso en que la sangre no produce asco: cuando brota en el morrillo del toro bien picado y se derrama a ambos lados. Bajo el sol, el carmes¨ª del l¨ªquido brillante cobra una refulgencia que lo transubstancia en joyel". Sobre esta idea de transubstanciaci¨®n,
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