Conversadores
Siempre he sentido una fascinaci¨®n profunda frente a los grandes conversadores. A veces sospecho que es una especie en extinci¨®n. Sospecho, con angustia, que los conversadores ser¨¢n reemplazados por los charlatanes. Hay una caracter¨ªstica del gran conversador: tiene un repertorio amplio, pero no infinito, de historias. Si uno lo frecuenta mucho empieza a notar que las historias se repiten. Sin embargo, es ah¨ª, en esa limitaci¨®n aparente, donde se descubre el talento. Esa repetici¨®n de la historia es otra interpretaci¨®n, adornada con otros detalles, expresada con un lenguaje diferente. Cuando uno se encuentra frente al conversador de genio goza con la repetici¨®n de las historias. Equivale a escuchar la misma sonata o la misma aria de ¨®pera en diversas versiones. El placer tambi¨¦n se repite y se multiplica, se ampl¨ªa, revela matices nuevos.En una entrevista a s¨ª mismo, recogida en M¨²sica para camaleones, su ¨²ltimo libro, Truman Capote enumera grandes conversadores de la historia. He aqu¨ª su lista: el doctor Johnson, Whistler, ?scar Wilde, Jean Cocteau. Agrega otros nombres que ahora se me olvidan. Dice que a Jean Cocteau alcanz¨® a conocerlo. Tambi¨¦n conoc¨ª a Cocteau, en Par¨ªs, en mayo de 1960, en una fiesta en homenaje a Yul Brynner y a su esposa chilena, Doris Kleiner, amiga m¨ªa de la infancia. (Pablo Neruda dec¨ªa: "No hay que utilizar la expresi¨®n francesa cherchez la femme -busque la mujer- para remontarse en Par¨ªs al origen de las cosas, sino cherchez la chilienne -busque a la chilena-").
En esa fiesta, celebrada en una mansi¨®n extraordinaria de la ¨¦poca de Luis XIII, con pinturas al fresco en los techos y columnas doradas, entre j¨®venes que corr¨ªan por los corredores disfrazados de soldados romanos, vociferando y ri¨¦ndose a gritos de la concurrencia, Jean Cocteau, el conversador legendario, no abri¨® la boca. Era un personaje reseco, momificado, l¨ªvido, de una elegancia impecable. Despu¨¦s, en una de sus entrevistas finales le¨ª que casi no com¨ªa y que segu¨ªa un r¨¦gimen de vida estrict¨ªsimo. Quer¨ªa reservar todas sus fuerzas para su tarea de artista. Pens¨¦ que por eso hab¨ªa dejado de hablar. Para no gastar p¨®lvora en gallinazos. El gran conversador, el heredero directo de ?scar Wilde, se hab¨ªa quedado mudo. Por prudencia. Detalle que me hizo adivinar que nunca hab¨ªa sido un verdadero conversador. El conversador se prodiga siempre; se realiza mejor en la conversaci¨®n que en la obra de arte.
Todos los que escucharon a Wilde sostienen que sus libros eran una sombra muy p¨¢lida de su charla. Si uno examina bien las biograf¨ªas descubre que a Wilde lo tomaron preso por hablar, y que muri¨® en el exilio y la miseria por hablar. Si se hubiera quedado callado no le habr¨ªa sucedido nada. De los conversadores chilenos har¨¦ ahora una selecci¨®n rigurosa, de tres personas, y agregar¨¦ una menci¨®n. Mis seleccionados son el viejo Mat¨ªas Err¨¢zuriz, Acario Cotapos y Luis Oyarz¨²n Pe?a. Menci¨®n para Pablo Neruda, que, en confianza, cuando se sent¨ªa tranquilo y contento, era un conversador notable, aunque inferior a los tres anteriores.
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hasta poco antes de la cincuentena. Una vez intent¨¦ presentarles a Neruda y fracas¨¦ en forma estrepitosa. Neruda contaba que Acario Cotapos era un conversador genial. "Yo pienso que era un payaso", dijo Enrique L?hn. Neruda mont¨® en c¨®lera. Aleg¨® que Cotapos era un Rabelais criollo. Federico, en Madrid, lo escuchaba embelesado, con la boca abierta. "?Y qui¨¦n es Federico?", pregunt¨® Enrique Lihn. Tuve que decir: "Garc¨ªa Lorca", para suavizar las cosas, porque sab¨ªa que Enrique actuaba de provocador. Despu¨¦s se acerc¨® Alejandro Jodorowsky a nuestra mesa. "Me han hablado de usted", dijo Neruda, amable. "A m¨ª tambi¨¦n me han hablado de usted", replic¨® Jodorowsky. Comentario de Neruda, horas m¨¢s tarde: "Nosotros, en nuestra juventud, ¨¦ramos iguales". Pero, de todas maneras, en el primer momento montaba en c¨®lera.
Paso a describir a los tres seleccionados chilenos. Mat¨ªas Err¨¢zuriz muri¨® alrededor de 1950, de m¨¢s de 80 a?os de edad. Se hab¨ªa casado en su juventud con una millonaria argentina y se hab¨ªa instalado a vivir en Par¨ªs, en el Par¨ªs de los ballets rusos, de Diaghilev, de Claude Debussy y del joven Igor Stravinski. Los hab¨ªa conocido a, todos. Nijinsky y la Pavlova hab¨ªan bailado en el jard¨ªn de su casa en una fiesta particular. Hab¨ªa sido amigo de Cl¨¦o de Merode, la cortesana m¨¢s c¨¦lebre de la ¨¦poca, amiga o m¨¢s que amiga del rey de B¨¦lgica. Don Mat¨ªas estaba en desventaja. Ten¨ªa, por matrimonio, estancias en la pampa argentina, pero no era rey y no era due?o del Congo. De todos modos, vi con mis ojos adolescentes cartas y tarjetas postales escritas por Cl¨¦o de Merode a don Mat¨ªas. Recuerdo una hermosa tarjeta, fechada en Niza en los primeros a?os del siglo. Mon cher ami, comenzaba. Don Mat¨ªas despu¨¦s regres¨® a Buenos A?res y construy¨® lo que todav¨ªa se conoce como palacio Err¨¢zuriz, un museo situado en la avenida que tiene el nombre familiar de su esposa. Le pag¨® un viaje a Rodin para que esculpiera bajorrelieves en la fachada. Con plata de la esposa argentina, se entiende. Termin¨® con sus huesos en Zapallar, solo, en una casa, levantada seg¨²n planos que le hab¨ªa pedido a Le Corbusier. En la terraza, delante de las amplias ventanas y de los muros de piedra, puso dos columnas romanas. Columnas romanas frente al mar Pac¨ªfico. Encima de la puerta de entrada, entre la yedra, hizo esculpir los versos del Cementerio marino, de Paul Val¨¦ry. Hab¨ªa en su casa una enorme caracola, pieza ¨²nica, fuera de colecci¨®n. Neruda y Mat¨ªas Err¨¢zuriz pertenec¨ªan a los dos extremos del espectro pol¨ªtico. En su poema sobre los oligarcas, Neruda escrib¨ªa: "Se asom¨® el vizca¨ªno con un saco/el Err¨¢zuriz con sus alpargatas...". Don Mat¨ªas no se inquietaba por esos detalles. Nunca se hab¨ªa visto con Neruda, pero conoc¨ªa su poes¨ªa y sab¨ªa que el poeta coleccionaba caracolas. Al sentir que la muerte estaba pr¨®xima tuvo un rasgo de hidalgo viejo. Le mand¨® una caracola soberbia a Neruda, con unas l¨ªneas que dec¨ªan que en su colecci¨®n estar¨ªa mejor ubicada.
No conozco la cronolog¨ªa de Acario Cotapos. Debe de haber tenido la edad de Federico Garc¨ªa Lorca, que naci¨® en 1899. Era un m¨²sico bajo, rechoncho, casi redondo, de boina, con un chaleco lleno de manchas, que ¨¦l mismo hab¨ªa bautizado como la Manchuria, con una conversaci¨®n el¨¦ctrica, ins¨®lita, dominada por un humor extravagante y por el genio de la imitaci¨®n. Imitaba una ¨®pera rusa del siglo XIX, no s¨¦ si de Mussorgsky o de Glinka, con todos los personajes y los sonidos: el zar que hu¨ªa en trineo, las campanillas, el ruido de la nieve, los aullidos de los lobos, la llegada a un monasterio, los monjes ortodoxos con restos de comida en la barba, los coros del convento... Tambi¨¦n imitaba un circo. Tambi¨¦n, la cacer¨ªa de un jabal¨ª corn¨²peto, que se iniciaba en Escocia, entre m¨²sica de trompas, y continuaba por diversos continentes. Arte de la palabra en libertad. Alguien me comenta: "Debimos grabar a Cotapos". ?Habr¨ªa funcionado el genio de Cotapos frente a una grabadora? Tengo mis dudas.
Acario amaba a Mussorgsky y a Debussy. Detestaba a Rave?. Su gran amigo fue Garc¨ªa Lorca. Ten¨ªa miedo de los microbios y nunca daba la mano. Antes de abrir una puerta o tomar una baranda sacaba de los profundos bolsillos toda clase de cintas y gasas protectoras. No he vuelto a escuchar su m¨²sica y no me siento capaz de opinar de ella. Escucho ahora, en cambio, con los o¨ªdos de la memoria su conversaci¨®n y me r¨ªo solo. Dos obreros que perforan un t¨²nel, en Par¨ªs, y confluyen en su habitaci¨®n. Celebraciones. Botellas de champa?a. Frases inaugurales. De pronto ven al m¨²sico que duerme y exclaman, con profundo desprecio: "?El burgu¨¦s que duerme hasta el mediod¨ªa!". En los caf¨¦s de Montparnasse, cuando quer¨ªa un agua mineral, ped¨ªa una panimavide. Los mozos de todo el barrio entend¨ªan. La guerra espa?ola lo pesc¨® en Madrid y luch¨® por el bando republicano. Ten¨ªa una foto vestido de soldado, con casco y un fusil apuntando al cielo. Era el soldado menos marcial que uno puede imaginarse, pero combativo, acerado, con frases que parec¨ªan puntas de diamante.
Luis Oyarz¨²n Pe?a era fil¨®sofo, autor de un diario ¨ªntimo y de prosas, de notable calidad, poeta a veces. Practicaba la conversaci¨®n culta, salpicada de un humorismo a la inglesa. Admiraba a lord Dunsany, a Chesterton, a Marcel Schwob y Alain Fournier. Sab¨ªa muchas historias de la familia Sitwell, que hab¨ªa conocido en Londres. Tambi¨¦n sab¨ªa de paisajes y rincones chilenos. Nada m¨¢s ameno e instructivo que recorrer el campo en compa?¨ªa de Lucho Oyarz¨²n. Explicaba los nombres de las plantas, describ¨ªa los arbustos, contaba historias de las aldeas. El humor suyo pod¨ªa ser incisivo; incluso, si se lo propon¨ªa, devastador. ?Qu¨¦ se ha hecho del diario de Lucho Oyarz¨²n? ?D¨®nde est¨¢n los editores y los lectores de Lucho Oyarz¨²n?
Hacen falta muchos Oyarzunes y Acarios; tambi¨¦n alg¨²n Mat¨ªas Err¨¢zuriz, con su bast¨®n de empu?adura de plata y su capa de vicu?a al hombro, aunque sea conservado en formol. Son elementos necesarios para nuestro equilibrio ecol¨®gico. Su desaparici¨®n es como la desaparici¨®n del Parque Forestal o la del Cerro Santa Luc¨ªa. Voy a asomarme a la ventana para comprobar si todav¨ªa existe el cerro. Al paso que vamos, entre la poluci¨®n, los autom¨®viles, los pasos bajo nivel que lo dejaron aislados hace muchos a?os, no falta mucho para que desaparezca.
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