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Jap¨®n, sociedad secreta

Incluso para aquellos que gustan de tomarse las cosas con calma y juzgar sin precipitaci¨®n, Jap¨®n es un pa¨ªs que puede acabar con su paciencia. Pocas sociedades ofrecen contrastes tan acusados -a primera vista, inconciliables- como la nipona. Pero son menos a¨²n las sociedades que se cierran tan denodada, tan sutilmente, a la curiosidad del extranjero. ?ste, al llegar a Jap¨®n, se convierte forzosamente en un analfabeto al que incluso se le niega la comprensi¨®n de unos letreros, carteles y luminosos que, por otro lado, proliferan con una exuberancia m¨¢s agobiante a¨²n que en cualquier otro pa¨ªs del mundo. Pero ni siquiera esa barrera es comparable a la que crean los propios usos sociales.Nadie ignora que los japoneses han sabido hacer un abundante uso de la propaganda a fin de abrir mercados a sus productos y dar brillo a su imagen exterior, pero es sabido que la propaganda se propone ante todo crear una ilusi¨®n apetecible, informando tan s¨®lo de aquello que se estima conveniente. La propaganda no est¨¢ re?ida con el hermetismo. Muy al contrario, el propagandista m¨¢s h¨¢bil es aquel que sabe lo que ha de decir y reconoce, por consiguiente, con precisi¨®n los l¨ªmites de lo que debe callar.

No obstante, el grado de extra?amiento al que Jap¨®n obliga al forastero es directamente proporcional al enriquecimiento que puede dispensarle. Culturalmente, nada nos enriquece m¨¢s que esos viajes que nos sit¨²an al otro lado de lo que nos es habitual y consabido, que esas aut¨¦nticas migraciones del esp¨ªritu en las que, para orientarnos, de poco nos sirven los esquemas preconcebidos. En Jap¨®n, incluso lo que juzgamos m¨¢s obvio hemos de volverlo a plantear y pensar, empezando por cosas tan elementales como lo que se debe callar y lo que se puede decir, como los valores que se asignan al individuo y a la sociedad, o las formas de cortes¨ªa, o la sutil tela de ara?a de los circunloquios administrativos.

Mirando con ojos de soci¨®logo, Jap¨®n se nos antoja una especie de sociedad secreta. ?Qu¨¦ quiero decir? Sin duda, estoy aludiendo a un conjunto muy variado de cosas. Para empezar, la historia de Jap¨®n ofrece un caso de sociedad que se cierra al exterior dif¨ªcilmente parangonable en los tiempos modernos. Desde 1638 a 1853, durante m¨¢s de tres siglos, Jap¨®n sell¨® sus fronteras y se repleg¨® sobre s¨ª mismo con un sentimiento de orgullo nacional que era al mismo tiempo de desasosiego y temor hacia lo extranjero, hacia los b¨¢rbaros que ven¨ªan del Sur.

El archipi¨¦lago, que en el siglo XVII se cerr¨® ante la amenaza que supon¨ªa la creciente presencia occidental, tuvo que abrir sus puertas precipitada, ansiosamente, cuando escuch¨® los aldabonazos de las ca?oneras estadounidenses que, con una taquigraf¨ªa ruda pero expresiva, comunicaban al imperio del Sol Naciente que hab¨ªa comenzado una nueva era, una era a todas luces mundial. A un siglo de distancia de aquel acontecimiento, se puede decir que Jap¨®n, sin perder su acento inconfundible, aprendi¨® muy pronto y con gran habilidad el lenguaje con el que se le hab¨ªa llamado.

De todos modos, el sobresalto ante esa llamada que ven¨ªa del oc¨¦ano todav¨ªa hoy se puede rastrear en las formalidades m¨¢s imprevisibles: en el impreso amarillo del Ministerio de Sanidad que ha de rellenar en el aeropuerto el que entra en este pa¨ªs se explica que "durante su estancia en el extranjero usted puede haber estado expuesto sin saberlo a peligrosas enfermedades contagiosas". Viene a continuaci¨®n una larga lista de los s¨ªntomas morbosos. De ese tipo de medidas, sin embargo, puede ser que se derive -todo hay que decirlo- el hecho de que Jap¨®n es el pa¨ªs con una tasa de longevidad m¨¢s alta del mundo, despu¨¦s de Islandia.

Resulta, con todo, curioso que un pa¨ªs que ha dependido tan ampliamente, en todas las fases de su progreso, de las aportaciones del exterior -de las que, por otra parte, ha sabido hacer un uso tan original- sea al mismo tiempo tan celoso de su peculiar identidad y tan reticente a trabar contactos que puedan conmover su insularidad. Jap¨®n, ciertamente, no ahorra esfuerzos, privados y p¨²blicos, para estar bien informado de lo que pasa fuera de sus fronteras, pero es la curiosidad del que quiere tomar las oportunas precauciones dom¨¦sticas y, al mismo tiempo, se asombra de los extra?os usos de los vecinos, unos vecinos que, por otro lado, no ha podido elegir.

Cuando dec¨ªa que Jap¨®n es una especie de sociedad secreta, no quer¨ªa referirme tan s¨®lo a un momento, si bien significativo, de su historia ni servirme de una expresi¨®n de f¨¢cil relumbre period¨ªstico. Me limitaba a constatar que la sociedad japonesa presenta muchas de las caracter¨ªsticas que definen a las sociedades secretas; as¨ª, por ejemplo, la finura y sistematizaci¨®n con que ha sabido organizar la divisi¨®n del trabajo y la compleja jerarqu¨ªa de sus miembros, la marcada conciencia que tienen los japoneses de su vida, sus peculiaridades y diferencias, el extremado valor que en la sociedad nipona tienen los usos, f¨®rmulas, ritos, etc¨¦tera.

Al igual que en el ej¨¦rcito o las comunidades religiosas, en Jap¨®n ocupa un espacio enorme el esquematismo, las f¨®rmulas, la determinaci¨®n del comportamiento exterior, los reglamentos. Estos ¨²ltimos, que tanta importancia tienen en la vida nipona, son interpretados mitad como una formalidad que da su justo tono a la vida, mitad como las instrucciones para el adecuado uso de una m¨¢quina que ha de funcionar de la manera m¨¢s perfecta.

El individuo se beneficia as¨ª de las conquistas de la sociedad, pero ¨¦sta, a cambio, le recorta y marca los espacios en que podr¨¢ manifestarse libre y espont¨¢neamente. Le queda, s¨ª, como aliviadero de su ansiedad, el recurso al autoan¨¢lisis, el coloquio consigo mismo, del que son claros indicios el h¨¢bito tan extendido de los diarios personales y el insistente psicologismo de la literatura japonesa, cuyo caracter¨ªstico y sugestivo romanticismo parece proponer la ¨²nica forma de consuelo: el esmerado cultivo del jard¨ªn interior.

Tambi¨¦n en el rito, del que la sociedad japonesa hace un uso mucho mayor que cualquier otra sociedad avanzada, se puede advertir la prepotencia de lo social sobre lo individual. Pues como el simbolismo del rito evoca una gran cantidad de sentimientos, sirve asimismo para que la sociedad abrace a la totalidad del individuo. Para decirlo con palabras de Simmel, "gracias a la forma ritual (la sociedad) ampl¨ªa su fin particular y adquiere una unidad y totalidad cerradas, tanto subjetiva como sociol¨®gicamente".

Pero si el individuo se somete a la normativa de la sociedad, ¨¦sta -justo es decirlo- se adapta con extraordinaria plasticidad a los requerimientos del Estado, si es que no se deja absorber por el mismo. Los angostos espacios que en Jap¨®n se dejan a la iniciativa individual est¨¢n estrictamente marcados. De ah¨ª que, en El crisantemo y la espada, la antrop¨®loga Ruth Benedict haya podido escribir: "Los japoneses, m¨¢s que cualquier otra naci¨®n soberana, han sido condicionados para vivir en un mundo en el que los detalles m¨¢s menudos de la conducta est¨¢n trazados de antemano y donde el estado est¨¢ previamente asignado". El occidental, en cambio, ha de aprender por s¨ª mismo muchos de esos detalles menudos de la conducta, pero no se suele decir cu¨¢ntos conflictos y frustraciones suele implicar su aprendizaje. En Occidente, al individuo se le otorgan muchas prerrogativas, ciertamente, pero eso no quiere decir que se le permita usarlas en todo momento. Podemos deplorar los esfuerzos que en Jap¨®n hace la sociedad para hipnotizar al individuo, pero hemos tambi¨¦n de temer los estadillos de la embriaguez individualista que de tiempo en tiempo se producen en el mundo occidental.

Mas no hay sociedad secreta sin pruebas de iniciaci¨®n, y entre ¨¦stas tal vez la m¨¢s caracter¨ªstica sea la del aprendizaje del silencio. Uno de los aspectos de la idiosincrasia japonesa que m¨¢s llama la atenci¨®n del europeo, sobre todo del meridional, es la capacidad que demuestran los japoneses para resistirse a los encantamientos de la fluencia verbal, su capacidad para abrir en la conversi¨®n largos y sostenidos silencios.

Ya los pitag¨®ricos, para no remontarnos a los druidas, prescrib¨ªan a los novicios un silencio de varios a?os, ascesis con la que, adem¨¢s de aprender a ser discretos y a guardar los secretos de la asociaci¨®n pon¨ªan en pr¨¢ctica la virtud del autodominio, tan apreciada por los antiguos griegos. Cuando llega a la adolescencia, al japon¨¦s, sobre todo si es de ¨ªndole preguntona, se le ense?a que es mejor entenderse sin palabras. Es cierto que, como me dec¨ªa una joven japonesa con la que hablaba sobre este tema, con el tiempo puede llegar a descubrir que en su pa¨ªs de hecho nadie se entiende, juicio sin duda exagerado, expresivo por caricaturesco, pero que no creo, de todos modos, que invalide la regla m¨¢s general que prescribe desconfiar del empleo, tan dif¨ªcil de moderar, de la palabra.

De hecho, en Jap¨®n las explicaciones p¨²blicas para hacer cualquier cosa suelen ser tan detalladas y exhaustivas que, si se comprende la lengua y la escritura, no es necesario hacer preguntas. De este modo desaparecen muchas socorridas aperturas de conversaci¨®n. Por ejemplo, en las estaciones del metro o en las paradas de los autobuses hay densos paneles en los que se informa a los usuarios de los minu tos a los que paran los veh¨ªculos, y no son raros los lavabos en cuyo interior se indica detalladamente, incluso con dibujos esquem¨¢ticos, c¨®mo se han de utilizar. As¨ª pues, huelgan las preguntas all¨ª donde la sociedad tiene la exclusiva de las respuestas.

De la dureza de las pruebas de iniciaci¨®n da cuenta el elevado ¨ªndice de suicidios que se registra en la poblaci¨®n juvenil. La complejidad y exigencias de los usos sociales someten al joven a una fuerte tensi¨®n. El suicidio -del que, por otro lado, el japon¨¦s no tiene un concepto pecaminoso, como tampoco el occidental de dejarse matar para dar testimonio de sus creencias- es en ocasiones extremas, pero no infrecuentes, la ¨²nica actitud digna que halla el joven ante el temor de no ser capaz de hacer frente a la vida y sus exigencias. Al hablar sobre este tema con un grupo de j¨®venes universitarios me llam¨® la atenci¨®n que lo tratasen

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Jap¨®n, sociedad secreta

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con un tono casi de chanza -lo que no ha de desorientarnos, pues las cosas m¨¢s graves es mejor tratarlas con un cierto sentido del humor- y que, en general, se sintiesen inclinados a disculpar a esos j¨®venes suicidas en gracia a su desconocimiento de otros aspectos m¨¢s positivos y agradables de la vida, y a que todos los j¨®venes, seg¨²n me dijo con expresi¨®n sonriente una universitaria, en alg¨²n momento hab¨ªan pensado en suicidarse.

Ahora bien, una vez que el joven japon¨¦s ha superado las pruebas, su porvenir y los pelda?os que ordenan ese porvenir est¨¢n, a grandes rasgos, decididos y definidos. La vida que le aguarda puede que no sea especialmente dura, pero ser¨¢ absorbente. No pasar¨¢, por supuesto, hambre e incluso disfrutar¨¢ de muchas comodidades materiales, as¨ª como de la poes¨ªa social que genera un formalismo cort¨¦s generalizado, pero, como el luchador de sumo, no deber¨¢ permitir que ninguna fuerza le saque del peque?o y riguroso c¨ªrculo que circunscribe su vida. Si el confucionismo ha predispuesto al japon¨¦s a aceptar la vida social como un refinado sistema de jerarqu¨ªas y reciprocidad es, el budismo le ense?a que el ideal de la vida es la p¨¦rdida de la conciencia individual en el nirvana.

Cobertura protectora y medio hostil son, respectivamente, el fin y la condici¨®n que han de darse para que surjan las sociedades secretas. ?stas nacen para defender la existencia o la integridad de sus miembros. No obstante, uno de los peligros que entra?a este tipo de sociedades es que a menudo proyectan sus propios temores a la realidad que las rodea. La visi¨®n del exterior como un mundo hostil y confuso no es dif¨ªcil de comprender e incluso se puede aceptar cuando la referimos a Jap¨®n. Pero no es menos cierto que las peculiaridades de la sociedad japonesa -empezando por su psicolog¨ªa, fuertemente insular- la predisponen a ver en el exterior un mundo dif¨ªcil de comprender y en el que todas las precauciones son pocas.

El occidental f¨¢cilmente censura a Jap¨®n -cuando no lo mitifica- el rigor de sus usos sociales, pero se olvida de la ferocidad impl¨ªcita en sus propios usos individuales. El intelectual europeo se rasga sus vestiduras o se niega a entender que la sociedad nipona trate a los individuos como si no fuesen adultos, pero no suele pararse a pensar que no porque en el viejo mundo se haya tratado a los individuos como adultos se ha conseguido que se conduzcan como tales.

A lo largo de su historia Grecia, Roma, el cristianismo, el Renacimiento-, el europeo se ha ido formando una idea magn¨ªfica, trascendente, del hombre, pero cuya falta de realismo -no digo de verdad- a menudo ha sufrido como v¨ªctima. Siempre es dif¨ªcil adaptarse a una idea que es s¨®lo la mejor para los mejores.

Lo curioso, casi estupefaciente para algunos, es que Jap¨®n, sin haber pasado por esas fases hist¨®ricas, sin tener siquiera el concepto del hombre propio de Occidente, haya saltado etapas, que fil¨®sofos, soci¨®logos e historiadores consideraban necesarias, hasta situarse entre las naciones econ¨®mica y socialmente m¨¢s avanzadas. M¨¢s que un desaf¨ªo a la sociolog¨ªa, es un desaf¨ªo a la manera de pensar de ciertos soci¨®logos. Apunto aqu¨ª el tema, sin ¨¢nimo de entrar en ¨¦l por ahora.

En Jap¨®n, por lo dem¨¢s, me parece que ha tenido poca influencia esa teolog¨ªa de la sociedad que, como gigantesca gelatina para consumo del pueblo y sus autonombrados abanderados, ha recubierto y dado su sabor peculiar a los fen¨®menos sociales y a los debates e ideas que se producen para tratar de entender los mismos desde que Hegel -para poner un nombre que pueda servir de s¨ªmbolo- abri¨® su negocio de gran industrial de la cultura y las ideas. Como Jap¨®n no ha tenido en su historia a un Hegel ni tampoco un Siglo de las Luces, no se ha podido hacer acreedor a aquel estado de cosas tan t¨ªpico de Europa que mediante una imagen humor¨ªstica describi¨® Voltaire:

"... Nos, el emperador de China, hemos hecho que se conozcan en nuestro Consejo de Estado los mil y un folleto que se producen diariamente en la renombrada villa de Par¨ªs para instrucci¨®n del universo. Hemos observado con satisfacci¨®n imperial que se imprimen en dicha ciudad, situada sobre el peque?o arroyo del Sena y que contiene alrededor de 500.000 graciosos o gente que pretende serlo, m¨¢s pensamientos, o maneras de pensar, o expresiones sin pensamiento, que porcelana se fabrica en nuestro burgo de King Tzin sobre el r¨ªo Amarillo, que posee el doble n¨²mero de habitantes y que no son la mitad de graciosos que los de Par¨ªs...".

Bromas aparte, hay que reconocer que esos folletos, aunque no remedien el hambre ni creen nuevos puestos de trabajo, hablan elocuentemente por s¨ª mismos de un esp¨ªritu cr¨ªtico que no es f¨¢cil encontrar entre los japoneses. ?stos pueden llegar a quemarse las pesta?as ley¨¦ndolos, pero me inclino a pensar que entre los folletos y las porcelanas han optado por estas ¨²ltimas.

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