Los amish
Se ha recordado mucho en los d¨ªas ¨²ltimos los grupos norteamericanos que iban a ganar o a perder seg¨²n fuera el resultado de las elecciones. Salieron a relucir, estad¨ªstica en mano, los indios, los chicanos, los puertorrique?os, los cubanos y, naturalmente, los negros.Pero nadie, que yo sepa, ha hablado de unos que no votaron porque les daba lo mismo qui¨¦n saliera elegido. Para ellos la vida, fuese quien fuera el vencedor, seguir¨ªa siendo exactamente la misma... ?La misma de hace 10 a?os? No, la misma de hace dos siglos.
Me refiero a los amish, esa extra?a minor¨ªa de apenas unas decenas de miles de personas que viven a la vez dentro y fuera de EE UU. Dentro porque geogr¨¢ficamente est¨¢n en su seno y pol¨ªticamente est¨¢n obligados a seguir sus leyes. Fuera porque a pesar de ello viven aislados, encerrados en su concha, totalmente inaccesibles a la costumbre habitual yanqui, la admirada (o denostada) American way of life, que les resulta tan lejana y ajena como lo ser¨ªa para un nativo de Nueva Guinea.
Y lo asombroso es que esa vida distante se realiza en el seno de uno de los Estados m¨¢s modernos entre los que componen la Uni¨®n norteamericana, Pensilvania, con su culta y esplendorosa Filadelfia, con su potente e industrial Estado de Pittsburg, un Estado siempre a la vanguardia. All¨ª fue donde yo, profesor reciente de la Penn State University, me lo encontr¨¦ como si fuera una visi¨®n del otro mundo, no ya geogr¨¢fico, sino hist¨®rico. Porque lo que se me cruz¨® de forma incongruente en la asfaltada y modern¨ªsima carretera fue un carricoche con toldo negro que conduc¨ªa un hombre de barba poblada, sombrero de ala ancha y traje oscuro; a su lado una mujer se tocaba con una cofia al estilo holand¨¦s y llevaba un vestido largo hasta los pies. El cruce dur¨® unos segundos, la mujer no alz¨® la vista del suelo, mientras el hombre me mir¨® fija y fr¨ªamente. Contuve el aliento. En unos metros hab¨ªa pasado del siglo XX al siglo XVII, de Andy Warhol a Rembrandt.
Porque de ese tiempo era el tipo de calvinista r¨ªgido y duro que me acababa de topar. Uno de los descendientes de los menonitas, una secta protestante extendida por Suiza, Aleman¨ªa y Holanda, que tom¨® luego de un jefe carism¨¢tico amman el nombre de amish con el que ahora se les conoce. Huidos de Europa como tantos otros grupos ante las feroces guerras de religi¨®n, llegaron a Estados Unidos en el siglo XVII y tras recorrer varias zonas del todav¨ªa inexplorado territorio se asentaron en la regi¨®n de Lancaster de Pensilvania, donde siguen viviendo.
Hasta aqu¨ª su historia es la de tantos colectivos que buscaron en Am¨¦rica la paz y el trabajo que por motivos raciales o religiosos les negaban en su cuna europea. Pero lo que diferencia a los amish es que esa incorporaci¨®n fue en su caso s¨®lo f¨ªsica, no espiritual y ni siquiera t¨¦cnica. Porque cuando EE UU fue prosperando con la ayuda de los adelantos industriales, los amish siguieron impert¨¦rritos en el ambiente que hab¨ªan tra¨ªdo y usando el mismo dialecto bajo alem¨¢n de sus abuelos. Lleg¨® el motor de explosi¨®n y los amish continuaron labrando la tierra con el viejo arado y los caballos que sirven tambi¨¦n de tracci¨®n para sus desplazamientos. La electricidad es para ellos un nombre ex¨®tico, y naturalmente ignoran por ello el tel¨¦fono, la radio y la televisi¨®n. ?Cine? ?Prensa? ?Para qu¨¦? La verdad est¨¢ solamente en la Biblia, que se lee continuamente en privado o en p¨²blico, dirigiendo la lectura un padre de familia cualquiera que ese d¨ªa ha elegido el ejemplar del libro que contiene un papel -clave- entre sus p¨¢ginas. Y de la misma forma que no hay sacerdote profesional, tampoco hay iglesia definida como tal. Cualquier hogar se convierte en templo si en ¨¦l se re¨²nen los vecinos a cantar salmos. Los trajes son oscuros porque llevarlos claros ser¨ªa muestra de vanidad, y tampoco llevan botones, que en su memoria hist¨®rica se asocia con los uniformes militares de las matanzas en las guerras de religi¨®n. Cuando con ocasi¨®n de una guerra el Gobierno de Washington llama a las armas, los mozos se presentan puntualmente en la caja de reclutamiento, se declaran objetores de conciencia y aceptan sin una queja el trabajo subsidiario en hospitales o asilos a donde los destinan. Al terminar el servicio vuelven a su casa y a su trabajo campesino, insensibles al mundo exterior en el que por unos meses han vivido. Cuando llega el momento oportuno los padres les presentan a la chica apropiada para casarse, una muchacha que, como todas, va sin pintarse la cara ni cortarse el cabello, recogido en un mo?o. Su delantal blanco es el s¨ªmbolo de una circunstancia absolutamente obligada, es decir, la virginidad. Tras el matrimonio se lo quitan, naturalmente, y puede elegir el color de su vestido futuro, una muestra casi de frivolidad en ese mundo pero que tiene su freno en la condici¨®n de que ese color sea el que use ya siempre. ?Tristeza? ?Por qu¨¦? Los amish est¨¢n tan programados por su ambiente como los gringos, sus vecinos, lo est¨¢n para vivir de forma diametralmente opuesta, y en ning¨²n caso sufren la frustraci¨®n ante un ejemplo que no ven.
Los amish no hacen proselitismo ni permiten que lo hagan los dem¨¢s en su casa. Al pagar puntualmente sus impuestos no temen la ¨²nica posibilidad de que el Estado pueda objetar a su forma excepcional de vida, y ese pago no representa para ellos el menor problema porque tienen capital de sobra. La menor producci¨®n agr¨ªcola resultante de los medios anticuados que emplean se compensa por los m¨ªnimos gastos a que los obliga su forma de vida. La sociedad de consumo y sus urgencias se detienen bruscamente en la invisible l¨ªnea que divide a los amish de sus compatriotas norteamericanos. Entre ellos nadie tiene que preocuparse ni siquiera por la elecci¨®n entre marcas de cigarrillos o de licores. No fuman ni beben.
Una sociedad asombrosa, un pueblo que par¨® el reloj de la historia y lo hizo rodeado, sitiado por la naci¨®n que m¨¢s acelerado lo lleva.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.