La culpabilidad art¨ªstica
A lo largo de este A?o Santo orwelliano -en el que se ha conmemorado por primera vez seg¨²n creo desde los terrores del a?o 1000, no el aniversario de un nacimiento o muerte o cualquier otra efem¨¦ride, sino la profana amenaza inspirada por una fecha- hemos o¨ªdo hablar mucho m¨¢s del Orwell novelista o testigo de la guerra civil espa?ola que del ensayista que tambi¨¦n fue. Es l¨¢stima, porque considero esta faceta suya como la m¨¢s lograda de su actividad literaria. Sin duda, Homenaje a Catalu?a es un buen libro, y 1984 es una de esas buenas malas novelas que se leen y se leer¨¢n cuando todas las malas buenas novelas escritas por sus contempor¨¢neos hayan sido olvidadas (por cierto, miren a su alrededor y ver¨¢n el mismo fen¨®meno ocurriendo en la narrativa de hoy). Pero los ensayos de Orwell tienen un vigor ce?ido y una honradez inconformista que los hace particularmente atractivos, singulares entre lo que se escrib¨ªa por entonces en el Reino Unido. ?Un aut¨¦ntico radical ingl¨¦s sin pizca de vegetarianismo en la sangre, imag¨ªnense, un sincero populista que ha le¨ªdo lo suficiente a Marx como para desconfiar de cualquier invocaci¨®n al pueblo! Quiz¨¢ le falte brillantez, pero procura no hacer nunca trampas; es partidista, pero jam¨¢s sectario. Cuando habla de autores a los que obviamente detesta, como, por ejemplo, Kipling, siempre intenta resaltar con lealtad lo que de indudablemente valioso hay en ellos; si se refiere a los que admira, como Dickens o Henry Miller, nunca deja de se?alar con rigor las deficiencias que les encuentra. En ocasiones se adelanta a lo que luego otros han hecho con reiteraci¨®n nauseabunda, tal como cuando habla de las transformaciones sociales que se expresan en el paso de la novela policiaca cl¨¢sica a la despu¨¦s generalmente llamada novela negra (v¨¦ase su Decadencia del asesinato ingl¨¦s o Raffles y Miss Blandish); en cuestiones pol¨ªticas, su sana perspicacia de izquierdista sinceramente antitotalitario logra a veces resultados tan convincentes que a¨²n no han perdido hoy su validez y urgencia (por ejemplo, sus Notas sobre el nacionalismo o su England your England). Y, en ciertas ocasiones, cuando narra un suceso vivido para proponerlo a una reflexi¨®n hist¨®rica m¨¢s honda, puede ser casi genial, con un Shooting an Elephant o A Hanging.
Mi lectura del ensayo que Orwell dedic¨® en 1944 a Salvador Dal¨ª -Benefit of Clergy- ha coincidido d¨ªas pasados con la un tanto asqueante verbena cl¨ªnica en torno al anciano superrealista. Y me ha servido para replantearme de nuevo la vieja cuesti¨®n de los l¨ªmites ¨¦ticos de la valoraci¨®n art¨ªstica. En ese texto, el novelista brit¨¢nico parte de la autobiografia La vida secreta de Salvador Dal¨ª y de los t¨ªtulos de algunos de sus cuadros m¨¢s conocidos de esta ¨¦poca -Maniqu¨ª pudri¨¦ndose en un taxi, v. gr- para trazar una requisitoria contra las actitudes vitales e ideol¨®gicas exhibidas por el pintor, que responden quintaesencialmente a las del movimiento art¨ªstico que encarn¨® como nadie. Dal¨ª hace profesi¨®n de necrofilia, sadismo, coprofilia, narcisismo megalomaniaco, actitudes pol¨ªticamente reaccionarias, etc¨¦tera..., y Orwell tiene una buena conciencia progresista lo suficientemente c¨¢ndida como para decir sin ambages que no simpatiza lo m¨¢s m¨ªnimo con tales desviaciones morbosas. Todo eso viene a ser a fin de cuentas decadencia burguesa -aunque ¨¦l mismo reconoce que la f¨®rmula simplificadora est¨¢ muy lejos de explicar las caracter¨ªsticas concretas de tal o cual forma decadente- y corrupci¨®n,del sano gusto y la recta raz¨®n. Orwell muestra tan escasa comprensi¨®n del m¨¢s o menos controlado delirio superrealista como en las mismas circunstancias aparent¨® Freud. Por otra parte, no niega la calidad art¨ªstica del acusado: "Es un exhibicionista y un oportunista, pero no es un fraude. Tiene cincuenta veces m¨¢s talento que la gente que pretende denunciar su moral y curiosear en sus pinturas". Y desde luego no est¨¢ dispuesto a suscribir ning¨²n proceso oficial por obscenidad, de los que en su ¨¦poca -como ¨¦l mismo recuerda- salpicaron de un modo u otro no s¨®lo a Joyce, Miller o Lawrence, sino hasta a Proust y T. S. Eliot. La situaci¨®n en que se encuentra la valoraci¨®n no simplemente est¨¦tica, sino tambi¨¦n ¨¦tica y pol¨ªtica del creador, le sume en la perplejidad , como reconoce con su caracter¨ªstica honradez. De un lado, el Kulturbolchevismus, variante supuestamente revolucionaria de la censura burguesa siempre dispuesta a perseguir las aberraciones de los artistas; de otro, el arte por el arte, que reivindica una especie de beneficio de clerec¨ªa por el que se exime a los creadores de cualquier responsabilidad p¨²blica que no sea sencillamente la propia destreza en la ejecuci¨®n de la obra. O el artista puede ser culpable, ante los tribunales de la moral social, la revoluci¨®n o lo que sea; o se le concede -?hasta qu¨¦ punto?- el eximente de trastomo mental pasajero con el que se disculpan las extravagancias y caprichos de las mujeres embarazadas... Orwell intenta zanjar la cuesti¨®n al bies, afirmando que las actitudes ideol¨®gicas de Dal¨ª merecen al menos un diagn¨®stico, por medio del cual, sin desechar la justificada estima est¨¦tica que suscita su obra, se las pueda interpretar -y, por tanto, valorar- desde el conjunto de supuestos ¨¦tico-pol¨ªticos a los que ninguna relaci¨®n humana -y el arte lo es, eminentemente- puede sustraerse.
En el diagn¨®stico concreto que hace Orwell de los vicios dalinianos no voy a entrar aqu¨ª. No carece de ingenio, Pero s¨ª de humor. Y brota demasiado crudamente de lo que podr¨ªamos llamar un izquierdismo victoriano que ignora todo lo que sobre las operaciones emancipadoras y subversivas de la transgresi¨®n hemos cre¨ªdo aprender desde la muerte de Baudelaire. Pero la cuesti¨®n antes suscitada del beneficio de clerec¨ªa versus culpabilidad, pese al tufo anta?¨®n que desprende, quiz¨¢ sigue estando m¨¢s al d¨ªa de lo que las sofisticadas calificaciones o descalificaciones de la jerga cr¨ªtica actual nos inclinan a pensar. ?Acaso no est¨¢ presente en los virtuosos esc¨¢ndalos que sigue despertando el propio Dal¨ª, o en las recusaciones pretendidamente t¨¦cnicas de su pintura? Y no menos, desde luego, en muchas de las defensas que por reacci¨®n suscitan esas censuras. ?No es este mismo tambi¨¦n el caso de la pol¨¦mica en tomo a J¨¹nger o Ezra Pound? ?0 el de la querella pro y contra Tint¨ªn, el neo-infantilismo del cine americano actual, etc¨¦tera? Nuestro 1984 tampoco ha desechado del todo -y con raz¨®n- esta zozobra orwelliana: como muchas de las otras obsesiones que aparecen en su m¨¢s c¨¦lebre novela, la ha reescrito simplemente de nuevo en su propio lenguaje.
Cambio de tercio. El novelista japon¨¦s Junichiro Tanizaki (autor de una inquietante obra er¨®tica, La llave, sobre la que el detestable Tinto Brass ha perpetrado recientementre una pel¨ªcula que ni siquiera la apetitosa decadencia de Stefan¨ªa Sandrelli puede rescatar) es autor de una refle
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xi¨®n sobre la est¨¦tica nipona titulada preborgianamente Elogio de las sombras. En ella expone una forma de belleza que consiste en luces tamizadas, superficies opacas o deste?idas, cutis artificialmente n¨ªveos sobre dientes ennegrecidos con esmero, brumas y contrastes deliberados: nada de sol a raudales ni vidrieras multicolores, ni refulgir de oro o del metal bien pulido de los modernos electrodom¨¦sticos, ni m¨¢rmoles ni juventud artificial, agresiva bajo los focos que diseccionan y distorsionan. "Nosotros los orientales", dice Tanizaki, "tendemos a buscar nuestras satisfacciones en lo que nos rodea tal como lo encontramos, nos contentamos con las cosas como son; por ello las tinieblas no nos causan descontento, nos resignamos a ellas como a lo inevitable. Si la luz es escasa, entonces es que es escasa; nos sumergiremos en la tiniebla y descubriremos en ella su particular belleza. Pero el progresista occidental est¨¢ decidido siempre a mejorar su suerte. De la vela a la l¨¢mpara de aceite, de la l¨¢mpara de aceite a la luz de gas, de la luz de gas a la electricidad, su b¨²squeda de una luz m¨¢s brillante nunca cesa, no ahorra esfuerzos para erradicar hasta la sombra m¨¢s min¨²scula". Sospecho que esta actitud de nuestra est¨¦tica encierra fundamentalmente una opci¨®n moral. O bien las sombras deben ser excluidas y exterminadas, o bien ser¨¢n incluidas como una nueva forma m¨¢s sutil de luz. Si finalmente admitimos a Sade o a los superrealistas, o a C¨¦line, ser¨¢ en nombre de la iluminaci¨®n desconcertante que aportan, de un m¨®do subversivo y transgresor: para digerirlos deberemos finalmente ponerlos de nuestro refulgente lado. Para que logremos ver la aptitud est¨¦tica de la sombra en cuanto sombra, deberemos revelar la luminosidad ¨¦tica m¨¢s o menos parad¨®jica que encierra. De otro modo, seguiremos ciegos y hostiles a ella.
A fin de cuentas, para lo que estamos fundamentalmente incapacitados es para apreciar no el valor est¨¦tico de las sombras, sino su valor ¨¦tico. Pues hay en la misma ¨¦tica una zona de sombras que no es una nueva forma de luz, superadora de viejas lumbres instituidas, sino aut¨¦ntica e irremisible sombra. Sin esa sombra la ¨¦tica pierde su relieve, es decir, se hace irrelevante: as¨ª en el doctrinario pol¨ªtico o en el serm¨®n edificante. Pero esa sombra de la ¨¦tica no puede ser afrontada directamente, porque el sujeto moral racional se constituye desde la luz, y aqu¨ª es donde el arte presta ayuda con su turbador desconcierto, con su seducci¨®n comprometedora. Pierden igualmente esta dimensi¨®n quienes descubren "los intereses del capital yanqui" o "la decadencia de Occidente" en cualquier manifestaci¨®n art¨ªstica que no milita en la l¨ªnea de su madura y responsable consideraci¨®n de lo que el ser debe ser; y tambi¨¦n quienes desde su est¨¢tico estetismo absuelven al arte de buena parte de sus abismos, es decir, que para rescatarle del infierno lo confinan a perpetuidad en el limbo de la belleza pura (cuando todos sabemos que nada puro es bello, y la belleza pura menos que nada). Mientras que el beneficio de clerec¨ªa justamente denunciado por Orwell no hace m¨¢s que trivializar la cuesti¨®n, de la culpabilidad art¨ªstica algo puede sacarse. Ante el creador inmoral o perverso, acosado por la jaur¨ªa dogm¨¢tica, la benevolencia algo boba quisiera decir como el rey Lear: "Es un hombre contra el que pecaron m¨¢s de lo que ¨¦l pec¨®". Pero seria mejor atreverse a reconocer: "Pec¨® contra todo y contra todos mucho m¨¢s de lo que nadie ser¨ªa capaz nunca de pecar contra ¨¦l. Tal fue, precisamente, su forma de ayudarnos".
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