Los ojos de Picasso
Durante este madrile?o oto?o de lluvias, vientos, neblinas y ca¨ªdos dorados, se ha descorrido en un claro sal¨®n del C¨ªrculo de Bellas Artes una din¨¢mica y bell¨ªsima exposici¨®n de fotograf¨ªas tomadas por Roberto Otero a Picasso en los ¨²ltimos largos y plenos a?os de su vida. Siempre algo sorprendente en estos m¨²ltiples rostros de aquel malague?o universal de la mirada inquisidora, taladrante, insufrible. Una gran parte de estas fotos fue vivida por m¨ª junto a Roberto Otero en aquellos finales a?os de aquel escondido toro andaluz, bramando y corneando en las alturas de Mougins, en Notre-Dame de Vie, ¨²ltimo e inolvidable hogar de Jacqueline y el pintor. Ser¨ªa injusto no a?adir que la esbelta y gr¨¢cil figura de Aitana Alberti se mov¨ªa tambi¨¦n en medio de aquellos d¨ªas tan fotografiados.Cuando Pablo mor¨ªa el 8 de abril de 1973, unos meses antes de cumplir sus 92 a?os, yo acababa de llegar a los 71. Faltaban pocos d¨ªas para que se inaugurase en el castillo de los Papas de Avi?¨®n la segunda impresionante exposici¨®n de Pablo, cuya presentaci¨®n, lo mismo que de la primera -1970- fue escrita por m¨ª a petici¨®n suya y de Jacqueline.
Pero ?qu¨¦ hab¨ªa sucedido, de pronto? ?C¨®mo hab¨ªa sido posible que Picasso muriese cuando s¨®lo quedaban 22 d¨ªas para que el castillo de los Papas franceses abriera sus inmensas naves a los 201 cuadros nuevos, 14 m¨¢s que en la primera exposici¨®n, arrancados con el mismo poder a su libre invenci¨®n en movimiento desde el 26 de septiembre de 1970 hasta el 1 de junio de 1972 y ejecutados con igual frenes¨ª, id¨¦ntico juvenil impulso? ?Pero acaso no hab¨ªamos convenido una vez Picasso y yo, hablando en Notre-Dame de Vie, que ninguno de los dos morir¨ªamos, que tendr¨ªamos que aparecer una tarde en la plaza de toros de Ronda, ¨¦l como primer espada y yo como su mozo de estoque? "?Picasso ha muerto!", gritaban en primera p¨¢gina todos los diarios del mundo.
No, no han podido cerrarse los ojos m¨¢s maravillosos de nuestro siglo. ?C¨®mo acostumbrarse ahora a estar sin ellos, sin ¨¦l? Picasso era la ventana abierta por la que el siglo XX, que ¨¦l perfil¨® d¨¢ndole un nuevo rostro, se nos entraba cada d¨ªa sacudi¨¦ndonos, acus¨¢ndonos su presencia. Sab¨ªamos que estaba. Era ya un hecho normal, cotidiano, cuando no escandaloso, desde unos a?os antes de la I Guerra Mundial.
"?Picasso est-mort!'
Y sin dudarlo ni por un instante, acompa?ado del pintor Jos¨¦ Ortega, me tom¨¦ un avi¨®n en Fiumicino -yo viv¨ªa entonces en Roma- y me present¨¦ en Cannes, con la ilusi¨®n de estar m¨¢s cerca de ¨¦l o quiz¨¢ de verlo por vez ¨²ltima. Pero all¨ª, en la Costa Azul, hac¨ªa un tiempo espantoso, como jam¨¢s se hab¨ªa visto. ?Por d¨®nde se hallar¨ªa aquella mar azul de la joie de vivre, en d¨®nde las flautas campesinas de los faunos, la pesca a la encandilada por Antibes, los s¨¢tiros y los ba?istas all¨¢ por Golf¨¦ Juan, Cannes, Jean les Pins, Nice..., los paisajes de los ¨²ltimos largos a?os, aquellos que ¨¦l ilumin¨® con un signo de paz y esperanza despu¨¦s de los desastres de la guerra? Nos empujaba el viento por las calles. Una lluvia heladora nos pinchaba los ojos. No o¨ªamos lo que habl¨¢bamos. De pueblos y ciudades de la Costa Azul, de toda Europa, del mundo entero, iban llegando gentes -periodistas, pintores, escritores, estudiantes, obreros espa?oles emigrados en Francia, la televisi¨®n, la radio...- respondiendo a la inesperada y fulminante noticia. "?Picasso ha muerto!". Pero cerrada para todos, la cancela de hierro de Notre-Dame de Vie era la tajante se?al de una loable decisi¨®n de Jacqueline. A la ma?ana siguiente me present¨¦ en Vallauris para hablar por tel¨¦fono desde casa de Arias, el barbero de Pablo, su gran amigo ¨ªntimo, que no encontr¨¦.
-Aqu¨ª no queda nadie. De aqu¨ª todos se han ido -me respondi¨® la voz del jardinero, la ¨²nica que hab¨ªa quedado en aquel ¨²ltimo retiro ¨ªntimo de Picasso, en la colina de Mougins.
Me desesper¨¦. Nevaba. Y me acord¨¦ de pronto del comienzo de una copla andaluza que pregunta: "?D¨®nde estar¨¢ ese muchacho?, / ?En d¨®nde se habr¨¢ metido ... ?". No s¨¦ por qu¨¦... Y se me presentaron, en medio del fr¨ªo ya oscurecido, las pupilas insostenibles del pintor, cuando se me arranc¨® en el patio de butacas del teatro Atelier -era en Par¨ªs, 1931- para darme la mano, durante uno de los entreactos de una obra de Shakespeare, a la que asist¨ªamos los dos, sin conocernos.
Era mi primera imagen de Picasso, que no olvidar¨¦ nunca y que se me repite y cuento con frecuencia. Cuando al d¨ªa siguiente, a petici¨®n del propio pintor, fui a verle a su casa -23, Rue de la Boecie-, al abrirme ¨¦l mismo la puerta, volv¨ª a sentir, igual que en el teatro, la presencia de un toro, mezclado esta vez -minotauro- con algo de ganadero, un poco de aquel sevillano Fernando Villal¨®n, poeta y ganadero genial, que luch¨® por lograr una raza de toros que tuvieran los ojos verdes, sino que Picasso era menos bronco, m¨¢s fino, debido sin duda al resplandor punzante de sus ojos y a la famosa onda, encanecida ya, que le part¨ªa, en l¨ªnea oblicua, la frente. Recuerdo que me pas¨® primero a una sala oscura, de la que surgi¨®, al abrir los balcones, toda la luz lujosa de una sentada cuadrilla de toreros, llameantes de sedas de colores, desde el naranja m¨¢s enfurecido hasta el verde m¨¢s iracundo. Eso parec¨ªan, eso eran en realidad, el sof¨¢ y las butacas de aquella sala de Picasso.
Despu¨¦s me hizo subir a su atelier, una simple buhardilla abarrotada, con un tablero inundado de libros, cartas abiertas y sin abrir, dibujos, l¨¢pices... Era peque?o aquel estudio, no sobrando al pintor ni el suficiente espacio para trabajar c¨®modo. En el centro, extendida, grande, como una ventana abierta de par en par a un precipicio, la obra en ejecuci¨®n: uno de aquellos monstruos que meti¨¦ndoselos por el mango de los pinceles se le pasaban vivos y po¨¦ticamente disparados y disparatados al lienzo.
Ya era de noche cuando bajamos a la calle. Y fue entonces cuando Picasso sac¨® a su maravilloso perro afgano para que hiciese pis, perro que, seg¨²n su due?o, ten¨ªa la particularidad de no querer orinar si no se le abr¨ªan sobre el pavimento, y al centro de la calle, las p¨¢ginas del diario Par¨ªs-Soir.
-?Paris-Soir, precisamente? -le pregunt¨¦.
-S¨ª, s¨ª -me respondi¨® riendo Picasso-. ?l sabe muy bien d¨®nde hace sus cosas.
Qued¨¦ entusiasmado, feliz, de aquel primer encuentro con el pintor, y sobre todo impresionad¨ªsimo de sus ojos, que yo s¨®lo hab¨ªa visto fotografiados, pero no as¨ª, al natural, tal como eran, insoportablemente fijos, como dos botones candentes. Muy pronto, desde que comienza la fama de Picasso, se convirti¨® en un t¨®pico imprescindible hablar de ellos, llegando a ser rara la persona que no quedase fascinada de su fijeza. Ni hasta la extraordinaria y punzadora mirada del b¨²ho se le igualaba. G¨®ngora pudo haberle dedicado aquella rara letrilla que comienza: "M¨¢tanme los ojos / de aquel andaluz...".
Much¨ªsimo m¨¢s tarde, casi 35 a?os despu¨¦s, en la edad de oro de nuestra amistad, all¨¢ durante mis visitas a Notre-Dame de Vie, la misma casa adonde fui a preguntar por ¨¦l en aquellos d¨ªas de su muerte, le iba leyendo los poemas a ¨¦l dedicados, que casi a diario le escrib¨ªa, y que recog¨ª, luego, acompa?ados de vi?etas y r¨¢pidos dibujos que me regalaba, en un libro titulado Los ocho nombres de Picasso y no digo m¨¢s que lo que no digo. Aquella larga retah¨ªla en la que ensalzaba sus ojos, terminaba con esta estrofa en la que les deseaba la inmortalidad: "Todo el amor para esos ojos./ El cielo entero para esos ojos./ El mar entero para esos ojos./ La tierra entera para esos ojos./ La eternidad para esos ojos."
Pero llov¨ªa y llov¨ªa en la Costa Azul. El mar hab¨ªa desaparecido. Tronaba el cielo, lleno de parpadeantes resplandores y los ¨¢rboles de la reci¨¦n venida primavera se doblaban, gimiendo. Parec¨ªa m¨¢s bien un tremendo funeral para Wagner que para Picasso.
...Pero y ahora, Dios m¨ªo, se va acercando el a?o 2000. Y yo habr¨¦ cumplido en el segundo a?o de ese nuevo milenio los 100. Pero los ojos de Picasso seguir¨¢n aqu¨ª, tan insufribles y extra?os como siempre. Ellos alcanzaron a ver el desembarco del hombre en la Luna. Pero su aventura fue m¨¢s grande entre nosotros en la tierra, pues fue tan s¨®lo conducida por una sola mano, mucho m¨¢s arriesgada, mucho m¨¢s viva, siendo muy odiada y combatida desde los primeros momentos de su aparici¨®n, pens¨¢ndose que lo que tra¨ªa era un t¨²nel sin salida posible, cuando en verdad lo que estaba abriendo aqu¨ª en este planeta, haci¨¦ndolo ascender de su costra, era otro mundo, un mundo de luz que nadie hab¨ªa explorado, una nueva visi¨®n que la propia tierra no hab¨ªa descubierto. Y era entonces la ¨¦poca en que ¨¦l, sobre todo, hubiera sido quemado vivo en medio de una plaza, toro bravo del sacrificio, humeante de sangre, provocativo tenaz y peligroso. Todo un largu¨ªsimo tren sin fin hubiera podido partir de sus ojos, recorriendo el universo entero con su obra. El vag¨®n azul. El vag¨®n rosa. El cubista. El del teatro. El de los toros. El de los monstruos. El de la paz. El de la guerra. El de la poes¨ªa. Se permite fumar. Mejor, en pipa. Se puede gritar lo que se quiera. Decir todo: insultos, chuflas, palabrotas. Re¨ªr hasta retorcerse los nervios. Cantar desde lo m¨¢s horrendo hasta lo m¨¢s sublime. Llorar l¨¢grimas como piedras. Hay tiempo para m¨¢s. El tren no para nunca. Corre a todo correr. A una velocidad desconocida. Sigue y sigue hasta el infinito. Y el infinito no se acaba. No termina nunca. No tiene fin. No muere. Es inmortal.
Ahora, en Madrid, y en una extensa y alegre exposici¨®n de fotograf¨ªas de Picasso, pude revivir, enfrent¨¢ndomelas, las punzantes pupilas del pintor. Y me repet¨ª, completando aquellos versos de la m¨¢gica letrilla gongorina: "M¨¢tanme los ojos / de aquel andaluz. / H¨¢ganme si muero / la mortaja azul".
Esa mortaja ser¨ªa el mar de M¨¢laga, espejeando el cielo sin l¨ªmites y azul de todo el Mediterr¨¢neo.
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