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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ?POCA
Tribuna
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El f¨ªn de una utop¨ªa

Observamos hoy signos de una p¨¦rdida de confianza en s¨ª misma de la cultura occidental. Desde finales del siglo XVIII, entendemos la historia como un proceso de alcance mundial generador de problemas. En ¨¦l cuenta el tiempo como recurso escaso para la soluci¨®n, orientada hacia el futuro, de los problemas que nos lega el pasado. El car¨¢cter ejemplar del pasado, en funci¨®n del cual pudiera orientarse sin reservas el presente, se desvanece. La desvalorizaci¨®n del pasado y la necesidad de obtener principios normativos de las propias experiencias y formas de vida modernas explica el cambio de estructura del "esp¨ªritu de la ¨¦poca", que recibe impulsos de dos fuentes antagonistas: el pensamiento hist¨®rico y el pensamiento ut¨®pico.A primera vista, estas dos formas de pensamiento parecen excluirse. El pensamiento hist¨®rico, saturado de experiencia, parece llamado a criticar los proyectos ut¨®picos, y el desbordante pensamiento ut¨®pico parece tener la funci¨®n de alumbrar espacios de posibilidad que apuntan m¨¢s all¨¢ de las continuidades hist¨®ricas. Pero, de hecho, la conciencia moderna del tiempo abre un horizonte en el que el pensamiento hist¨®rico se funde con el ut¨®pico. Esta inserci¨®n de las energ¨ªas ut¨®picas en la conciencia hist¨®rica caracteriza el esp¨ªritu de la ¨¦poca, que desde los d¨ªas de la Revoluci¨®n Francesa ha venido configurando el espacio p¨²blico pol¨ªtico.

As¨ª, al menos, parec¨ªa hasta ayer. Pero hoy parece como si las energ¨ªas ut¨®picas se hubieran consumido, como si hubieran abandonado el pensamiento hist¨®rico. El horizonte del futuro se ha contra¨ªdo, y tanto el esp¨ªritu de la ¨¦poca como la pol¨ªtica han sufrido una transformaci¨®n radical. El futuro aparece cargado negativamente; en el umbral del siglo XXI se dibuja el panorama aterrador de unos riesgos que, a nivel mundial, afectan a los propios intereses generales de la vida: la carrera de armamentos, la difusi¨®n incontrolada de las armas nucleares, el empobrecimiento de los pa¨ªses en v¨ªas de desarrollo, el desempleo y los crecientes desequilibrios sociales en los pa¨ªses desarrollados, problemas ecol¨®gicos, tecnolog¨ªas que operan casi al borde de la cat¨¢strofe, son las r¨²bricas que a trav¨¦s de los medios de comunicaci¨®n han penetrado en la conciencia p¨²blica. Las respuestas de los intelectuales, no menos que las de los pol¨ªticos, reflejan desconcierto.

En la escena intelectual se extiende la sospecha de que el agotamiento de las energ¨ªas ut¨®picas no solamente es indicaci¨®n de un pesimismo cultural transitorio. Podr¨ªa ser indicaci¨®n de un cambio en la conciencia moderna del tiempo. Quiz¨¢ se est¨¦ disolviendo otra vez aquella amalgama de pensamiento hist¨®rico y de pensamiento ut¨®pico; quiz¨¢ se est¨¦ transformando la estructura del esp¨ªritu de la ¨¦poca y la composici¨®n de la pol¨ªtica. Tal vez la conciencia hist¨®rica se est¨¦ descargando otra vez de sus energ¨ªas ut¨®picas: lo mismo que a finales del siglo XVIII, con la temporalizaci¨®n de las utop¨ªas, esperanzas puestas en el m¨¢s all¨¢ emigraron al m¨¢s ac¨¢; as¨ª tambi¨¦n hoy, las expectativas ut¨®picas pierden su car¨¢cter secular y toman otra vez una forma religiosa.

Yo no considero fundada esta tesis seg¨²n la cual a lo que estamos asistiendo es a la irrupci¨®n de una ¨¦poca posmoderna. Lo que est¨¢ cambiando no es la estructura del esp¨ªritu de la ¨¦poca, no es el modo de la disputa sobre las posibilidades de vida en el futuro. No es que las energ¨ªas ut¨®picas en general se est¨¦n retirando de la conciencia hist¨®rica. A lo que estamos asistiendo es, m¨¢s bien, al fin de una determinada utop¨ªa de la utop¨ªa, que en el pasado cristaliz¨® en tomo a la sociedad del trabajo.

La estructura de la sociedad civil-burguesa qued¨® acu?ada por el trabajo abstracto, por un tipo de trabajo orientado en funci¨®n del lucro, regido por el mercado, revalorizado en t¨¦rminos capitalistas y organizado en forma de empresas. Como la forma de este trabajo abstracto desarroll¨® una tremenda fuerza configuradora capaz de penetrar en todos los ¨¢mbitos, nada tiene de extra?o que las expectativas ut¨®picas se centraran tambi¨¦n en la esfera de la producci¨®n: el trabajo hab¨ªa de emanciparse de la heteronom¨ªa a la que estaba sometido. Las utop¨ªas de los primeros socialistas se condensaron en la imagen del falansterio. De la correcta organizaci¨®n de la producci¨®n deb¨ªa surgir la forma de vida comunal de trabajadores libremente asociados. La idea de autogesti¨®n de los trabajadores inspir¨® todav¨ªa el movimiento de protesta de los a?os sesenta. Pese a todas sus cr¨ªticas al socialismo ut¨®pico, Marx, en sus manuscritos de econom¨ªa y filosof¨ªa, se atuvo a esa misma utop¨ªa de la sociedad del trabajo.

Los l¨ªmites del Estado social

Pues bien, esta utop¨ªa del trabajo ha perdido su fuerza de convicci¨®n, sobre todo porque ha perdido su punto de referencia en la realidad: est¨¢ decreciendo la fuerza que el trabajo abstracto tiene de formar estructuras y de configurar la sociedad. Pero ?qu¨¦ nos permite suponer que esta p¨¦rdida de fuerza de convicci¨®n de la utop¨ªa de la sociedad del trabajo reviste importancia para amplias capas de la poblaci¨®n y que puede ayudarnos a explicar un agotamiento general de los impulsos ut¨®picos? Bien, esta ideolog¨ªa no solamente atrajo a los intelectuales, sino que inspir¨® el movimiento obrero europeo y en nuestro siglo dej¨® sus huellas en tres programas sumamente diversos, pero los tres de importancia hist¨®rica universal: el comunismo sovi¨¦tico; el corporativismo autoritario; y el reformismo del Estado social. Despu¨¦s de la II Guerra Mundial, en los pa¨ªses occidentales, todos los partidos gobernantes han obtenido su mayor¨ªa, de forma m¨¢s o menos pronunciada, bajo el signo de objetivos propios del Estado social. Pero desde mediados de los a?os setenta empiezan a hacerse, visibles los l¨ªmites del proyecto que representa el Estado social (sin que hasta ahora resulte visible alternativa alguna). Por tanto, ahora puedo formular mi tesis con m¨¢s exactitud: la perplejidad de pol¨ªticos e intelectuales es ingrediente de una situaci¨®n en la que el programa del Estado social, el cual todav¨ªa se sigue nutriendo de la utop¨ªa de la sociedad del trabajo, pierde su capacidad de alumbrar posibilidades futuras de una vida colectivamente mejor y menos amenazada.

Ciertamente que el n¨²cleo de esa utop¨ªa toma, en el proyecto que representa el Estado social, una forma distinta. La forma de vida emancipada, m¨¢s digna del hombre, no se piensa ya como un resultado directo de una revoluci¨®n de las relaciones de trabajo, es decir, de una transformaci¨®n del trabajo heter¨®nomo en actividad aut¨®noma. A pesar de eso, las relaciones laborales reforma das siguen manteniendo tambi¨¦n en este proyecto una significaci¨®n central: se convierten en punto de referencia no s¨®lo de las medidas tendentes a humanizar un trabajo que sigue siendo heter¨®nomo, sino, sobre todo, en punto de in fluencia para las prestaciones compensatorias que tienen por objeto absorber los riesgos funda mentales del trabajo asalariado (accidentes, enfermedad, p¨¦rdida del puesto de trabajo y desvalimiento en la vejez). De lo cual se sigue que todos los capaces de trabajar tienen que poder integrarse en este sistema ocupacional atemperado en sus conflictos y amortiguado en sus riesgos, es decir, el objetivo del pleno empleo. La compensaci¨®n s¨®lo puede funcionar si el papel del asalariado a tiempo completo se convierte en lo normal. Por las hipotecas que, pese a todos estos mecanismos amortiguadores, comporta todav¨ªa la situaci¨®n de asalariado, el ciudadano es compensado en su papel de cliente con derechos que puede hacer va ler ante las burocracias del Esta do social y en su papel de consumidor con poder adquisitivo de bienes de consumo masivo. La palanca de la pacificaci¨®n del antagonismo de clases sigue siendo, pues, la neutralizaci¨®n del material de conflicto que la situaci¨®n de asalariado comporta. Ese fin tiene que ser conseguido por la v¨ªa de la legislaci¨®n propia del Estado Social y por la v¨ªa de negociaciones colectivas de asociaciones de trabajadores y empresarios independientes del Estado; las pol¨ªticas del Estado social obtienen su legitimaci¨®n de las elecciones generales encuentran en los sindicatos aut¨®nomos y en los partidos obreros su base social. Pero lo que decide sobre el ¨¦xito del proyecto es el poder y la capacidad de acci¨®n del aparato estatal intervencionista. ?ste tiene que intervenir en el sistema econ¨®mico con la finalidad de proteger el crecimiento capitalista, de moderar las crisis, de asegurar a la vez los puestos de trabajo y la competitividad internacional de las empresas para que se generen as¨ª crecimientos de los que quepa distribuir sin desanimar a los inversionistas. Esto ilumina la parte metodol¨®gica del proyecto: el compromiso que el Estado social representa y la pacificaci¨®n del antagonismo de clase han de conseguirse mediante una intervenci¨®n del poder estatal, legitimado democr¨¢ticamente, en el proceso espont¨¢neo del crecimiento capitalista para protegerlo y moderarlo. La parte sustancial del proyecto se nutre de los restos de la utop¨ªa de la sociedad del trabajo: al quedar normalizada la situaci¨®n de los trabajadores mediante los derechos de participaci¨®n pol¨ªtica y de participaci¨®n en el producto social, la masa de la poblaci¨®n tiene ahora la oportunidad de vivir en libertad, en justicia social y en creciente bienestar. Se presupone, pues, que, mediante las intervenciones del Estado, puede asegurarse una pac¨ªfica coexistencia entre democracia y capitalismo.

Poder y eficacia

En las sociedades industriales desarrolladas de Occidente, esta precaria condici¨®n pudo cumplirse en t¨¦rminos generales, al menos en el per¨ªodo de reconstrucci¨®n de posguerra. Pero eso se acab¨® desde principios de los a?os setenta. Ahora las dificultades inmanentes que se plantean al Estado social se deben precisamente a sus propios ¨¦xitos. En este aspecto, siempre han estado presentes dos cuestiones: ?dispone el Estado intervencionista de poder suficiente y de suficiente eficiencia como para domesticar el sistema econ¨®mico capitalista? ?Y es la utilizaci¨®n del poder pol¨ªtico el m¨¦todo correcto para conseguir el f¨ªn sustancial de fomentar y asegurar formas de vida emancipadas m¨¢s dignas del hombre? Se trata, pues, de los l¨ªmites de la conciliabilidad entre capitalismo y democracia y de la cuesti¨®n de las posibilidades de producir con medios jur¨ªdicos burocr¨¢ticos nuevas formas de vida.

Con todo, las instituciones del Estado social representan, en no menor medida que las instituciones del Estado constitucional democr¨¢tico, un paso evolutivo respecto del cual, en las sociedades de nuestro tipo, no existe alternativa visible ni en relaci¨®n con las funciones que el Estado social cumple ni tampoco en relaci¨®n con las exigencias normativamente justificadas que ese Estado satisface. Por lo dem¨¢s, los pa¨ªses algo retrasados todav¨ªa en la evoluci¨®n del Estado social no tienen ninguna raz¨®n para apartarse de ese camino. Es precisamente la falta de alternativas, tal vez la irreversibilidad de estas estructuras de compromiso por las que tanto se sigue batallando a¨²n, lo que nos sit¨²a ante el dilema de que el capitalismo no puede vivir sin el Estado social, pero tampoco puede vivir si ¨¦ste se sigue extendiendo.

Tres tipos de reacci¨®n

Simplificando mucho las cosas, podemos distinguir, en pa¨ªses como la Rep¨²blica Federal de Alemania y Estados Unidos, tres tipos de reacci¨®n: la primera es la de los defensores del legitimismo de la sociedad industrial, legitimismo en su versi¨®n de Estado social, que componen el ala derecha de la socialdemocracia. Esta ala derecha se encuentra hoy a la defensiva. Entiendo la caracterizaci¨®n que acabo de hacer en un sentido muy amplio, de forma que pueda extenderse tambi¨¦n al ala Mondale del Partido Dem¨®crata de Estados Unidos o al segundo Gobierno de Mitterrand. Los legitimistas borran del proyecto del Estado social precisamente las componentes que ¨¦ste hab¨ªa tomado de la utop¨ªa de la sociedad del trabajo. Renuncian al objetivo de dome?ar la heteronom¨ªa del trabajo hasta un punto en el cual el estatuto del ciudadano igual y libre penetre en la esfera misma de la producci¨®n, convirti¨¦ndose en n¨²cleo de cristalizaci¨®n de formas aut¨®nomas de vida. Los legitimistas son hoy los verdaderos conservadores que quisieran estabilizar lo conseguido. Esperan encontrar de nuevo el punto de equilibrio entre la evoluci¨®n del Estado social y una modernizaci¨®n realizada en t¨¦rminos de econom¨ªa de mercado. Esta program¨¢tica mantiene la vista fija en preservar lo adquirido por el Estado social. Pero desconoce los potenciales de resistencia que se han acumulado en el curso de la progresiva erosi¨®n burocr¨¢tica de los mundos de la vida comunicativamente estructurados y liberados de sus contextos hist¨®ricos no reflexivos. Tampoco toma en serio los desplazamientos que se han producido en su base social y sindical, en la que pod¨ªan apoyarse hasta ahora las pol¨ªticas del Estado social. En vistas de la estructuraci¨®n experimentada por el cuerpo electoral y de la debilitaci¨®n de las posiciones de los sindicatos, esta pol¨ªtica se ve amenazada por una desesperada carrera contra el tiempo.

Lo que en cambio est¨¢ hoy en alza es el neoconservadurismo, que opta asimismo por la defensa de la sociedad industrial, pero que decididamente critica su versi¨®n de Estado social. En su nombre se han presentado la Administraci¨®n Reagan y el Gobierno de Margaret Thatcher. El neoconservadurismo se caracteriza esencialmente por tres componentes:

1. Por una pol¨ªtica econ¨®mica orientada en funci¨®n de la oferta, que tiene por objeto mejorar las condiciones de revalorizaci¨®n del capital y poner otra vez en marcha el proceso de acumulaci¨®n. Se cuenta -en principio se supone que, s¨®lo de forma transitoria- con una tasa de desempleo relativamente alta. La redistribuci¨®n de ingresos redunda en detrimento de las capas m¨¢s pobres de la poblaci¨®n, mientras que s¨®lo los grandes poseedores de capital alcanzan claras mejoras. A todo lo cual hay que a?adir una cierta restricci¨®n de las prestaciones del Estado social.

2. Hay que rebajar los costes de legitimaci¨®n del sistema pol¨ªtico. La "inflaci¨®n de exigencias o pretensiones" y la "ingobernabilidad" son los dos n¨²cleos tem¨¢ticos contra los que se vuelve una pol¨ªtica que tiene por objeto establecer una m¨¢s marcada separaci¨®n entre la Administraci¨®n y los procesos de formaci¨®n de la voluntad colectiva. En este contexto se fomentan desarrollos neocorporativistas, es decir, una activaci¨®n del potencial de control no estatal de las grandes corporaciones, sobre todo de las organizaciones empresariales y de los sindicatos. Esta sustituci¨®n de las competencias parlamentarias, normativamente reguladas por sistemas de negociaci¨®n que todav¨ªa siguen funcionando, convierte al Estado en una parte m¨¢s en la mesa de negociaciones.

3. Finalmente, la pol¨ªtica cultural se encarga de operar en dos frentes. Por un lado, hay que desacreditar a los intelectuales como gente obsesa por el poder y, a la vez, como representantes ya improductivos del modernismo, pues los valores posmateriales sobre todo las necesidades expresivas de autorrealizaci¨®n, y los juicios cr¨ªticos de una moral universalista ilustrada se consideran amenazas a las bases motivacionales de la sociedad del trabajo y de la opini¨®n p¨²blica despolitizada. Por otro lado, hay que reavivar la cultura tradicional, las bases sustentadoras de la eticidad convencional, del patriotismo, de la religi¨®n civil, de la cultura popular.

Cr¨ªticos del crecimiento

Una tercera forma de reacci¨®n es la que cristaliza en la disidencia de los cr¨ªticos del crecimiento, los cuales adoptan una actitud ambivalente frente al Estado social. As¨ª, por ejemplo, algunos movimientos de la Rep¨²blica Federal de Alemania congregan minor¨ªas de la m¨¢s diversa procedencia, constituyendo una "alianza antiproductivista". Lo que las une es el rechazo de esas visiones productivistas del progreso que los legitimistas comparten con los neoconservadores.

S¨®lo los disidentes de la sociedad industrial parten de que el mundo de la vida se halla amenazado por igual tanto por la monetarizaci¨®n de la fuerza de trabajo como por la burocratizaci¨®n. S¨®lo los disidentes juzgan tambi¨¦n necesario reforzar la autonom¨ªa de un mundo de la vida amenazado en sus fundamentos vitales y en su estructura comunicativa interna. S¨®lo ellos exigen que la din¨¢mica propia de los subsistemas regidos por los medios poder y dinero se vea detenida o reencauzada por formas de organizaci¨®n m¨¢s pr¨®ximas a la base y autogestionadas.

Los disidentes de la sociedad industrial son, por tanto, los herederos de los componentes radical-democr¨¢ticos del programa del Estado social abandonados por los legitimistas. S¨®lo que mientras no vayan m¨¢s all¨¢ de la mera disidencia, sigan atrapados en el fundamentalismo de las grandes negaciones y no ofrezcan m¨¢s que un programa negativo de obtenci¨®n del crecimiento y de desdiferenciaci¨®n, caen por detr¨¢s de una idea del proyecto de Estado social.

Pues en la f¨®rmula "domesticaci¨®n del capitalismo" no solamente se ocultaba la resignaci¨®n ante el hecho de que la jaula de una supercompleja econom¨ªa de mercado ya no puede romperse desde dentro y transformarse democr¨¢ticamente con simples recetas de autogesti¨®n de los trabajadores. Aquella f¨®rmula conten¨ªa tambi¨¦n la idea de que para ejercer un influjo desde fuera, indirecto, sobre los mecanismos sist¨¦micos de control era preciso algo nuevo, a saber: una combinaci¨®n, altamente innovadora, de poder y de autolimitaci¨®n inteligente. Bien es verdad que la idea que inicialmente subyac¨ªa a esto era la de que la sociedad puede influir sin riesgos sobre s¨ª misma mediante el medio neutral que es el poder pol¨ªtico- administrativo. Pero si ahora hay que "domesticar socialmente" no ya s¨®lo al capitalismo, sino tambi¨¦n al Estado intervencionista, la tarea se complica considerablemente, pues entonces esa combinaci¨®n de poder y autolimitaci¨®n inteligente no puede ser ya confiada a la capacidad de planificaci¨®n del Estado.

El desarrollo del Estado social ha entrado en un callej¨®n sin salida. Con ¨¦l se agotan las energ¨ªas ut¨®picas de la sociedad del trabajo. Las respuestas de los legitimistas y de los neoconservadores exhiben una actitud defensiva. Expresan una conciencia hist¨®rica que se ha despojado de su dimensi¨®n ut¨®pica. Tambi¨¦n los disidentes de la sociedad del crecimiento se mantienen a la defensiva. Su respuesta s¨®lo podr¨ªa pasar a la ofensiva si, adem¨¢s de interrumpir el proyecto del Estado social, trataran de proseguirlo a un nivel superior de reflexi¨®n. Pero cuando el proyecto del Estado social se torna reflexivo -es decir, cuando no solamente se dirige a domesticar la econom¨ªa capitalista, sino tambi¨¦n a domesticar al Estado mismo- pierde al trabajo como punto central de referencia, pues ya no puede tratarse de la pacificaci¨®n de un sistema de emple¨® a tiempo pleno elevado a norma. El proyecto ni siquiera podr¨ªa agotarse en romper, mediante la introducci¨®n de unos ingresos m¨ªnimos garantizados, la maldici¨®n que el mercado de trabajo hace pesar sobre la biograf¨ªa de todos los que tienen un empleo y sobre el creciente y cada vez m¨¢s marginado potencial de aquellos que se ven obligados a seguir en la reserva. Este paso ser¨ªa revolucionario, pero no lo suficientemente, si el mundo de la vida s¨®lo fuera inmunizado contra los imperativos inhumanos del sistema de empleo, y no contra los efectos contraproducentes de una gesti¨®n administrativa de la existencia.

Y tales ambientes protectores en el intercambio entre el sistema y el mundo de la vida s¨®lo podr¨ªan funcionar si a la vez se produjera una nueva divisi¨®n de poderes. Las sociedades modernas disponen de tres recursos con que cubrir su necesidad de operaciones de control: el dinero, el poder y la solidaridad. Entre sus esferas de influencia habr¨ªa que conseguir un nuevo equilibrio. El poder de integraci¨®n social de la solidaridad tendr¨ªa que afirmarse contra los otros dos recursos: dinero y poder administrativo. Pues bien, los ¨¢mbitos de la vida que se especializan en transmitir valores y saber cultural, en integrar los grupos y en socializar a los nuevos miembros de la sociedad dependieron siempre de la fuente que es la solidaridad; en un palabra, el mundo de la vida se reproduce a trav¨¦s de la acci¨®n orientada en funci¨®n del entendimiento. De la misma fuente tendr¨ªa que nutrirse tambi¨¦n una formaci¨®n de la voluntad colectiva para poder influir en el trazado de l¨ªmites y en el intercambio entre los ¨¢mbitos de la vida estructurados comunicativamente, por un lado, y la econom¨ªa y el Estado, por el otro. De lo que aqu¨ª se trata es de la integridad y de la autonom¨ªa de estilos de vida -por ejemplo, de la defensa de subculturas de tipo tradicional- o de la transformaci¨®n de las gram¨¢ticas de formas de vida superadas. De lo primero nos ofrecen ejemplos los movimientos regionalistas; de lo segundo, los movimientos feministas o ecologistas. En la mayor¨ªa de los casos, estas luchas permanecen latentes; se mueven en el micro¨¢mbito de las comunicaciones cotidianas, pero de cuando en cuando se condensan en discursos p¨²blicos y en intersubjetividades de nivel superior. En tales escenarios pueden formarse espacios p¨²blicos aut¨®nomos que despu¨¦s entren en comunicaci¨®n si se hace un uso autoorganizado de medios de comunicaci¨®n.

La utop¨ªa de la comunicaci¨®n

Estas consideraciones se hacen tanto m¨¢s provisionales, tanto m¨¢s oscuras, cuanto m¨¢s penetran en el terreno de nadie, de lo normativo. Los deslindes negativos son m¨¢s sencillos. El proyecto del Estado social, una vez que se vuelve reflexivo, se despide de la utop¨ªa de la sociedad del trabajo. ?sta se hab¨ªa guiado por la oposici¨®n entre trabajo vivo y trabajo muerto, por la idea de actividad aut¨®noma. Pero para ello esa utop¨ªa ten¨ªa que suponer las formas subculturales de vida de los trabajadores industriales como fuente de solidaridad. Ten¨ªa que presuponer que las relaciones de cooperaci¨®n en la f¨¢brica incluso reforzar¨ªan la solidaridad vivida en las subculturas obreras. Pero, mientras tanto, de esas subculturas queda poco, y es dudoso que pueda regenerarse su capacidad de generar solidaridad en el puesto de trabajo. Mas sea como fuere, lo que para la utop¨ªa de la sociedad del trabajo era presupuesto o condici¨®n marginal, hoy se convierte en tema. Y as¨ª, los acentos ut¨®picos se desplazan del concepto de trabajo al concepto de comunicaci¨®n. Y hablo nada m¨¢s que de acentos, porque con este cambio de paradigma de la sociedad del trabajo a la sociedad de la comunicaci¨®n cambia tambi¨¦n el tipo de conexi¨®n con la tradici¨®n ut¨®pica. Ciertamente que con el abandono de los contenidos ut¨®picos de la sociedad del trabajo no se cierra la dimensi¨®n ut¨®pica de la conciencia hist¨®rica y de la discusi¨®n pol¨ªtica. Cuando los oasis ut¨®picos se secan, se difunde un desierto de trivialidad y de desconcierto. Insisto en mi tesis de que el autocercioramiento de la modernidad se ve aguijoneado, lo mismo ahora que antes, por una conciencia de actualidad en la que se funden el pensamiento ut¨®pico y el hist¨®rico. Pero con los contenidos ut¨®picos de la sociedad del trabajo desaparecen ilusiones que hechizaron la conciencia que tuvo de s¨ª la modernidad.

J¨¹rgen Habermas es fil¨®sofo y soci¨®logo, considerado como continuador de la llamada Escuela de Francfort. Autor de Cambios de estructura en la publicidad (Historia y cr¨ªtica de la opini¨®n p¨²blica, en la traducci¨®n espa?ola), Conocimiento e inter¨¦s, T¨¦cnica y ciencia como ideolog¨ªa, Problemas de legitimaci¨®n del capitalismo tard¨ªo, La reconstrucci¨®n del materialismo hist¨®rico y Teor¨ªa de la acci¨®n comunicativa.

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