Las postales de Jaroslav Seifert
En la tarde de su triunfo estaba el poeta sentado frente a su modesta librer¨ªa. Esperando, tal vez. "Creo que esta noche van a dar algo en la televisi¨®n". En los anaqueles, ediciones modernas en checo, en alem¨¢n, algunas en franc¨¦s. Engarzadas en el ¨¢ngulo de los marcos de las vidrieras, las postales, reproducciones de dos obras pict¨®ricas. Un retrato de una mujer morena, indudablemente decimon¨®nico. Me pareci¨® un Ingres. La otra postal -su reverso daba contra el lomo de las poes¨ªas de Heine-, un desnudo, plet¨®rico, veneciano. El cabello de la mujer ten¨ªa ese fulgor que arroja sobre el rubio el reflejo de las ¨²ltimas llamas de un hogar declinante.Hacia las cuatro de la tarde, en Praga y en diciembre, cae el sol lenta y melanc¨®licamente tras una de las colinas que miran al castillo. Este a?o el Moldava no est¨¢ helado. Es h¨²medo y fresco el aire. El buen tiempo impulsa a las calles de la ciudad vieja, en torno a la plaza donde se iza, combatiente y tal vez iracunda, la estatua de Huss, a una multitud que ya prepara las fiestas de Navidad y A?o Nuevo. Sobre el puente Carlos se alborotan las gaviotas en el agua verd¨ªnegra; junto a una chalana varada, una procesi¨®n de cisnes. "Cada vez hay m¨¢s cisnes", me dijo mi acompa?ante. Y m¨¢s ni?os. Cisnes, ni?os y estatuas barrocas, jesu¨ªticas, en los pretiles del puente. El poeta, en la tarde de su triunfo, solo, recogido. Esperando m¨¢s que expectante.
Praga, como su sol an¨¦mico tras la bruma, es una vena abierta de Europa. La din¨¢mica del conflicto entre las ideolog¨ªas, la de los bloques militares, han partido a hachazos -cada pieza, eso s¨ª, entera y vital- ese conjunto irrepetible que era, que es, Europa.
El 10 de diciembre, en otra ciudad fr¨ªa -no dorada y ocre como Praga, sino gris y azulada como un reflejo en el hielo, festoneado de verde-, en Estocolmo, la hija de Jaroslav Seifert recog¨ªa el Premio Nobel de Literatura. Aquella ma?ana, en un aparte durante la reuni¨®n de trabajo, le comuniqu¨¦ a mi colega checoslovaco el deseo de presentar mi homenaje, y el de mi pueblo, a Seifert. Ya a la hora del almuerzo, las autoridades checoslovacas me comunicaron que el poeta me recibir¨ªa en su casa al atardecer.
Seifert naci¨® y vivi¨® en la peque?a ciudad medieval que Se recoge al pie del castillo. En sus callejuelas ornadas por la imaginer¨ªa barroca y contrarreformista deambular¨ªa en las noches m¨¢gicas de primavera y verano. No lejos de la casa que habit¨® Kafka. Uno puede reavivar estos paseos de Seifert y sus amigos hablando de poes¨ªa, de la esperanza de la Rep¨²blica al desmoronarse el imperio de los Habsburgo. Tal vez de revoluci¨®n. "Estuvo con nosotros; luego deriv¨® hacia la socialdemocracia", me hab¨ªa dicho el presidente Husak.
Pero Jaroslav Seifert ya no vive en la ciudad barroca al pie del castillo, sino en el primer piso de un chal¨¦ en un barrio residencial que me record¨® a El Viso de la posguerra espa?ola.
En el portal hab¨ªa una bicicleta infantil; en el lado interior de la escalera, una hilera de peque?os tiestos con plantas sin flor. ?Testimonio de sus lectores, de sus compatriotas?
La pieza en que me recibi¨® es peque?a. Seifert estaba solo. No hab¨ªa esa exaltaci¨®n que se hubiese esperado ante la gloria que ca¨ªa sobre ¨¦l y sobre su patria. Es un hombre peque?o, de anchos hombros y robusto cuello. Cansados los rasgos, fl¨¢cida la faz, sus ojos azules brillan, y sus manos, que denuncian una ascendencia campesina, son sorprendentemente j¨®venes y vigorosas.
Dije a Seifert que ven¨ªa a ofrecerle en nombre de mi pa¨ªs el homenaje que merec¨ªan su obra y su independencia, su libertad interior y la coherencia de su trayectoria con esa libertad. No s¨¦ por qu¨¦ me record¨® a otro solitario, a otro recogido, que en los a?os cincuenta yo visitaba en la madrile?a calle de Ruiz de Alarc¨®n, a P¨ªo Baroja. Tambi¨¦n estaba Seifert en su rinc¨®n. Espa?a, le dije, tambi¨¦n hab¨ªa vivido de poes¨ªa, de persecuci¨®n, de aquello que la realidad cotidiana no puede limitar.
Parece ser, as¨ª me dijo, que el mayor n¨²mero de cartas por ¨¦l recibidas tras el anuncio de su premio vinieron de Espa?a, las m¨¢s de Barcelona. ?Por qu¨¦? Maestro, porque Clara Jan¨¦s le ha hecho a usted conocido, porque en Espa?a sabemos tambi¨¦n lo que es estar partidos, en un rinc¨®n. Siguiendo mis ojos, que iban a las postales, Seifert dijo que, crey¨¦selo yo o no, a¨²n segu¨ªa escribiendo poemas en que mucho contaba el amor. A mi edad, dijo. Maestro, no me extra?a; siempre queremos ir un poco m¨¢s all¨¢ de lo cotidiano. ?Podr¨ªa venir a Espa?a, a Madrid? A mi edad, ?para qu¨¦? Para, se me ocurri¨®, visitar el Prado y hablar con nosotros. Seifert sab¨ªa que yo representaba a un Gobierno que no cree que las divisiones sean eternas; es m¨¢s, creo, sab¨ªa que representaba, no el intento de utilizaci¨®n de un escritor, sino esa comunidad de hombres, grandes y peque?os, que cree que la libertad est¨¢, en germen, en todas partes. Tambi¨¦n en los rincones.
Seifert no vendr¨¢, tal vez, al Prado a contemplar la belleza tizianesca de los cabellos que reproduc¨ªa su postal. La grandeza de aquel hombre, del hombre, estaba en el rinc¨®n, frente a los anaqueles de lomos viejos o reci¨¦n salidos de la imprenta. El escenario barroco en torno, sobre los puentes, en las plazas, se conjugaba con la m¨ªnima, casi franciscana, esencia que flotaba en el cuarto, en torno a los pocos kilovatios de la estufa, sobre los cuatro tiestos que hab¨ªan trepado por la escalera y que estaban al pie de un muro desnudo donde colgaba un calendario con una pareja en un campo de espigas.
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