El aciago d¨ªa de los seis pies castellanos
El proyectado cierre de l¨ªneas f¨¦rreas, justificado en la falta de rentabilidad y en la posibilidad de otros usos alternativos de transporte, sirve al autor para rememorar el desarrollo del ferrocarril en Espa?a. El transporte ferroviario -dice- es parte sustancial de un pa¨ªs, y el ferrocarril espa?ol, con fama de impuntual y ancho de v¨ªa diferente, tiene una historia peculiar y llena de vicisitudes.
O el ferrocarril como s¨ªntoma nacional. Ahora que el Estado, en medio de la consiguiente inquietud, se dispone a practicar extirpaciones quir¨²rgicas al tendido ferroviario que discurre sobre la Pen¨ªnsula, uno recuerda una reciente confesi¨®n de La¨ªn Entralgo, en estas mismas p¨¢ginas, en la que aceptaba su condici¨®n de espa?ol, aunque sin olvidar, entre otras cosas fundamentales -dec¨ªa-, que "la rapidez y la puntualidad de nuestros trenes distan mucho de lo deseable".Es decir: el ferrocarril puede considerarse parte sustancial de un pa¨ªs, ¨ªndice fiable de su buena o mala salud colectiva. Hasta tal punto que, en el caso espa?ol, repasar la historia de los caminos de hierro supone darnos de bruces con nuestra historia contempor¨¢nea en el m¨¢s amplio sentido. Durante el franquismo, por ejemplo, el juego con la significaci¨®n institucional de los ferrocarriles fue doble. En la mordacidad de la opini¨®n p¨²blica, reflejada en los peri¨®dicos, contra la Renfe, hab¨ªa una respuesta subliminal a la dictadura. Quer¨ªa decir: "No ser¨¢ tan bueno el incuestionable r¨¦gimen nacional sindicalista cuando tiene unos trenes tan precarios e impuntuales". Pero, a su vez, el poder consent¨ªa y hasta favorec¨ªa semejante transustanciaci¨®n como aliviadero de la cerrada censura que ejerc¨ªa.
El ancho de v¨ªas
Pues bien, la etiolog¨ªa del viejo re¨²ma ferroviario espa?ol, que ahora se pretende aliviar en el quir¨®fano, habr¨ªa que estudiarla a partir de un hecho hist¨®rico que acontece entre 1844 y 1855. Una comisi¨®n de expertos, encargada por el Gobierno y presidida por Juan Subercase, decide un d¨ªa fijar en seis pies castellanos (1,67 metros) "la distancia entre los bordes internos de las barras" de las v¨ªas f¨¦rreas que empezaban a construirse en la Pen¨ªnsula.
Tal decisi¨®n se publica en una Real Orden de 31 de diciembre de 1844 y puede considerarse como la ley fundacional de los ferrocarriles espa?oles. Es el primer traspi¨¦s hacia un ferrocarril, el nuestro, un poco diferente al del resto de los pa¨ªses de Europa occidental, que, a su tiempo, fueron adoptando el ancho de v¨ªa ingl¨¦s (1,44 metros), llamado, por mayoritario, normal o internacional.
Hay que reconocer que la cuesti¨®n del ancho ideal que deb¨ªan de tener los caminos de hierro era entonces pertinente y su planteamiento estaba de moda entre los entendidos. Lleg¨® a tener lugar en Inglaterra, en 1845, una famosa competici¨®n ferroviaria de velocidad, que ha pasado a la historia con el nombre de la batalla de los anchos, en la que una locomotora sobre carriles separados 2,13 metros (o sea, 46 cent¨ªmetros m¨¢s abiertos que los nuestros) super¨® los 80 kil¨®metros por hora. Algo asombroso. Todo aquello ten¨ªa relaci¨®n, por supuesto, con la posible potencia y estabilidad de las locomotoras de vapor, con el di¨¢metro de sus ruedas y, en definitiva, con la capacidad y la velocidad de los trenes.
Torpeza hist¨®rica
Quiero decir que la elecci¨®n del ancho de v¨ªa espa?ol podr¨ªa estar justificada en 1844. Lo que tiene dif¨ªcil explicaci¨®n es el mantenimiento de esta decisi¨®n a partir de 1855, cuando se inici¨® verdaderamente la construcci¨®n de nuestra red ferroviaria. Aquello fue un grave error hist¨®rico del que no es f¨¢cil redimirse. Como nosotros, otros pa¨ªses hab¨ªan iniciado sus l¨ªneas con anchos diferentes al normal, pero advirtieron a tiempo que les conven¨ªa rectificar, que lo importante no era un ancho u otro sino tener todos el mismo.
?Qu¨¦ pas¨® en Espa?a? Me temo que no hay una contestaci¨®n terminante. Que la contestaci¨®n al qu¨¦ pas¨® ser¨ªa la contestaci¨®n al qu¨¦ era. Y nos perdemos en esa dolencia general nuestra que nos tiene maltra¨ªdos e insomnes. Volvemos o nos adelantamos al 98. Verdad es que lo que ocurr¨ªa en aquellas fechas en Espa?a era mareante. Guerras carlistas que costaban, adem¨¢s de muchas vidas humanas, grandes sumas de dinero. Pol¨ªtica de espadones, de camarillas e intrigas. Isabel II atend¨ªa a consejeros del corte de sor Patrocinio. No hab¨ªa capital. Hab¨ªa epidemias, quema de palacios y conventos, motines, pronunciamientos... El 80% de los espa?oles no sab¨ªa leer ni escribir. Ciertos pr¨®ceres cre¨ªan que todo pod¨ªa arreglarse casando al conde de Montemol¨ªn, primog¨¦nito de Carlos, con Isabel II.
Pero, aun sin quitarle importancia a este fondo de inestabilidad pol¨ªtica y social, los investigadores de aquel per¨ªodo hist¨®rico se?alan causas decisivas e inmediatas, personas directamente implicadas en la gestaci¨®n y alumbramiento de un ferrocarril ib¨¦rico enfermizo y garrancho. Dos acusados aparecen en aquella triste historia:
Primero y principal: el Estado y sus Gobiernos, pariguales -moderados o progresistas- en materia ferroviaria. "La actitud oficial hacia el ferrocarril", dice Tortell¨¢, "fue durante muchos a?os una mezcla de indiferencia hostil y est¨ªmulo mal encaminado, dominando alternativamente una y otra t¨®nica". La Administraci¨®n espa?ola, por otra parte, demostr¨®, una vez m¨¢s, su torpeza para negociar con Europa. La construcci¨®n de nuestros ferrocarriles no s¨®lo sirvi¨® para fomentar el desarrollo de la industria pesada franco-brit¨¢nica, sino que, por una incomprensible franquicia aduanera, nos vendieron de paso hasta mulos y bueyes bajo el pretexto de ser necesarios para obras de explanaci¨®n, ropa para los empleados, relojes..., y, c¨®mo no, mobiliario y material de oficina.
Segundo acusado: la comisi¨®n de expertos que estudi¨® y decidi¨® el ancho de nuestras v¨ªas, y que, al parecer, por un esp¨ªritu ahuecado de cuerpo, mantuvo con firmeza la docta medida que hab¨ªan concluido.
Algunas comisiones oficiales de expertos parece que han sido demoledoras para el ferrocarril espa?ol. En la reciente conmemoraci¨®n del centenario de la rampa del Pajares ha recordado el Rey "el buen sentido del instinto popular, que jug¨® un papel determinante en aquella ardua obra": se opuso victoriosamente a un proyecto de la compa?¨ªa constructora que, de llevarse a cabo, hubiera limitado sensiblemente aquel paso ferroviario y el desarrollo econ¨®mico de Asturias.
Una frontera f¨¦rrea
En resumidas cuentas, y volviendo al asunto central, nuestros trenes no pueden cruzar con naturalidad esa raya pol¨ªtica y ficticia que nos separa de Europa. Discurren por la vieja Iberia los ra¨ªles espa?oles y portugueses y, de pronto, topan all¨ª con sus hom¨®logos franceses sin hallar manera de acoplarse a ellos, de seguir fluyendo, sin m¨¢s, hacia el Norte. Otro tanto ocurre a la inversa. Impiden el paso 23 cent¨ªmetros interminables de estupor e irracionalidad. Esa disfunci¨®n de ra¨ªles en la frontera hispano-francesa se me antoja que encierra nuestros m¨¢s oscuros pecados.
En aquella embolia de hierro se coagulan todas las listezas, cuquer¨ªas y gracias nacionales; nuestra inestabilidad hist¨®rica; nuestro caciquismo; la obra chapucera e irreflexiva de tanto prohombre, licenciado, mercader, encantador, jefe o jefecillo, de mollera cerrada o indecente; la falta de seriedad de nuestros Gobiernos con el ferrocarril; all¨ª est¨¢ tambi¨¦n el absentismo de todo el pueblo espa?ol.
Todav¨ªa hoy, pese a los logros t¨¦cnicos que han eludido en parte el problema, nuestros pasos fronterizos ferroviarios son una especie de banderillas clavadas en todo lo alto, que han reducido nuestra vida moral y material y que no dejan de herirnos, en cuanto son y representan m¨¢s all¨¢ del hecho concreto y ferroviario, por m¨¢s que las soportemos con mansedumbre o con ira.
O con desvar¨ªo: hace algunos a?os conoc¨ª a un joven provinciano de talante noventayochista y amigo del ferrocarril, el cual no estaba, como sospechara Ortega, en el rinc¨®n de un casino, "como tigre", recuerdo de memoria la bella prosa, "que aguarda el momento para el magn¨ªfico salto predatorio y vengativo".
No. Este joven se iba cada madrugada hasta un paso a nivel que hab¨ªa cerca de su pueblo. Una vez all¨ª, sacaba una cinta m¨¦trica que llevaba en el bolsillo y comprobaba la medida entre uno y otro carril: 1,67 metros. No pod¨ªa creerlo. "?Por qu¨¦, Dios m¨ªo, por qu¨¦?", se preguntaba lleno de amargura. Y desconcertado, como santo Tom¨¢s despu¨¦s de tocar las llagas de Cristo, se volv¨ªa llorando a casa.
"Eso", le amonest¨¢bamos los cuerdos, "es pesimismo f¨¢cil y destructivo".
Naturalmente, nuestro hombre termin¨® en el manicomio. En una reciente carta -cada loco con su tema- me dec¨ªa: "Perdonadme; ahora ya s¨¦ que lo constructivo es confiar en que se case el conde de Montemol¨ªn con Isabel II".
es periodista.
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