Comienzo por el final
Est¨¢bamos ya en los primeros d¨ªas de? mes de marzo de 1939. Todav¨ªa en Madrid. Hab¨ªamos o¨ªdo, con grand¨ªsima pena, por una radio francesa, la muerte de nuestro grande y envejecido poeta Antonio Machado, en un pueblo de? sur de Francia, en Colliure, cerca de los campos de concentraci¨®n, donde millares y millares de espa?oles republicanos, sobre todo soldados, comenzaban su destierro en condiciones terribles. Pero en Madrid, nuestra capital de la gloria que a¨²n resist¨ªa despu¨¦s de m¨¢s de 32 meses, se present¨®, para nosotros de improviso, el doctor Negr¨ªn, jefe del Gobierno, que regresaba de Par¨ªs para continuar la guerra acompa?ado, entre otros, de los generales L¨ªster y Modesto, y de mi jefe y gran amigo Ignacio Hidalgo de Cisneros, general tambi¨¦n de las Fuerzas del Aire. El coronel Segismundo Casado, alma de la defensa de Madrid, los recibi¨® lo m¨¢s amable que pudo, aunque siempre con aquella sequedad de esparto avinagrado que trascend¨ªa de su cara. Madrid todav¨ªa aguantaba con entereza, a pesar de la p¨¦rdida de Catalu?a y de que casi todo el Gobierno de la Rep¨²blica, con el presidente don Manuel Aza?a a la cabeza, se encontrase ya fuera de Espa?a. Pero el doctor Juan Negr¨ªn hab¨ªa vuelto con ¨¢nimos de seguir la guerra, de redoblar nuestra resistencia, ya que a¨²n nos quedaba no s¨®lo mucho territorio, sino gran parte del Ej¨¦rcito republicano distribuido por distintos frentes, para defenderlo. Pero antes de proseguir, tengo ahora que contar que unos d¨ªas anteriores a la aparici¨®n del doctor Negr¨ªn en nuestra capital, se me hab¨ªa presentado en mi casa el ministro consejero de la Embajada de Chile, Carlos Morla Lynch, gran amigo de Federico Garc¨ªa Lorca y m¨ªo, quien sin m¨¢s pre¨¢mbulo, muy suavemente, con su p¨¢lido acento chileno, me dijo:-Mi hijito. Todo esto ya est¨¢ completamente perdido. Aqu¨ª en Madrid se est¨¢ preparando un gran levantamiento. La situaci¨®n es p¨¦sima, insostenible. Y vosotros correis un gran peligro.
-?yeme, Carlos -le dije-Aunque corramos ese gran peligro, nosotros jam¨¢s nos meteremos en ninguna Embajada.
-Est¨¢ bien. Pero si t¨² me quieres dar los nombres de algunos amigos tuyos que puedan presentarse all¨ª, nosotros los recibiremos. Pero tengo orden de mi Gobierno de que sean pocos y solamente intelectuales.
Entonces yo le respond¨ª, visiblemente molesto:
-Si eso, Carlos, es verdad, tu Gobierno me parece muy injusto en este caso, porque vuestra Embajada ha tenido durante toda la guerra tres o cuatro grandes edificios abarrotados de quintacolumnistas, que pueden salir para asesinarnos en cualquier momento, y nosotros lo hemos respetado.
-Bueno, mi hijito -me repiti¨®, tendi¨¦ndome ligeramente la mano- Yo tengo esta orden. Ya lo sabes.
Aunque luego, acabada la guerra, supe de ¨¦l algunas veces, no lo volv¨ª a ver m¨¢s en mi vida.
Por la tarde de ese mismo d¨ªa me encontr¨¦ en el patio de la Alianza de Intelectuales Antifascistas con Miguel Hern¨¢ndez, en traje de soldado, autor ya de Viento del pueblo, un estremecedor libro de poemas sobre la guerra, que hab¨ªa publicado no hac¨ªa mucho. Le cont¨¦ la visita de Carlos Morla, amigo suyo tambi¨¦n. Miguel me solt¨® con violencia, apenas escuchado el mensaje de Morla:
-?C¨®mo me voy a meter yo en una embajada? Si esto terminara, me ir¨ªa andando a mi pueblo.
-T¨² lo que deseas es que te maten, Miguel. Es al ¨²nico sitio donde no puedes ir.
Se encogi¨® de hombros. Le di un abrazo. Fue la ¨²ltima vez que vi a Miguel Hern¨¢ndez.
Dos d¨ªas despu¨¦s, casi al alba, salimos en la peque?a comitiva del doctor Negr¨ªn, por la carretera de Valencia, camino de Levante. Aquel rom¨¢ntico Gobierno heroico de la resistencia hab¨ªa elegido la ciudad alicantina de Elda, muy peque?a entonces, para instalarse, aunque provisionalmente, y reanudar la lucha. Pero sucedi¨® algo terriblemente inesperado, que ven¨ªa a coincidir con las predicciones de Carlos Morla. El coronel Casado acababa de anunciar con un discurso, por Uni¨®n Radio Madrid, su golpe de Estado contra el Gobierno de la Rep¨²blica. Yo escuch¨¦, por casualidad, su respuesta a la llamada que Negr¨ªn le hizo desde Elda:
-No reconozco su autoridad, no reconozco su Gobierno. No acepto su nombramiento de general. Sigo siendo el coronel Casado. Me he levantado contra ustedes. Ustedes, desde ahora, son los rebeldes...
El primer acto del Gobierno casadista fue fusilar a los mejores jefes de la defensa de Madrid, entre los que se encontraban los coroneles Barcel¨® y Ascanio, con el joven jefe de brigada Juan Morillo...
No muy distante de Elda, en donde acab¨¢bamos de instalarnos, comenzaron a funcionar las ametralladoras de la quinta columna que se adher¨ªa a Casado, mientras recib¨ªamos noticias de que la base naval de Cartagena se hab¨ªa pasado tambi¨¦n a la insurrecci¨®n de Madrid. Se corr¨ªa el gran peligro all¨ª, en Elda, de caer prisioneros. Entre tanto, el general Miaja, que se hallaba en Valencia gozando a¨²n de una inmerecida gloria que le hab¨ªa concedido la Rep¨²blica, se adher¨ªa, deseoso siempre de terminar la guerra, a la Junta Nacional de Defensa del coronel Casado, aceptando, adem¨¢s, su presidencia.
?Qu¨¦ hacer? El peligro de caer prisioneros de los casadistas aumentaba, era inminente. Ya no hab¨ªa ad¨®nde ir. Con Mar¨ªa Teresa me ech¨¦ a andar entonces por un camino, pensando huir hacia Granada. All¨ª no hab¨ªamos estado nunca. ?Oh desesperada ingenuidad! No nos conocer¨ªan. Pero de pronto, mientras camin¨¢bamos a la ventura, se par¨® un autom¨®vil en el que iba el general Hidalgo de Cisneros.
-?Ad¨®nde vais por aqu¨ª?
-Pues a... Granada -le respondimos, medio en broma.
-?A Granada? Estais locos. Subid aqu¨ª conmigo.
Y comenz¨® a hablarnos en franc¨¦s. Al acercarnos a un cruce del camino, se baj¨® del auto, despidi¨¦ndose silenciosamente de nosotros, habiendo dicho antes al ch¨®fer, un joven soldado, el sitio adonde nos deb¨ªa llevar.
Llegamos a Mon¨®var, un pueblo en donde nunca hab¨ªamos estado. All¨ª en las afueras, bajo un manch¨®n de olivos, vimos a unos soldados tumbados a la sombra. Encontramos, con sorpresa, al coronel Antonio Cord¨®n y junto a ¨¦l al ministro del Aire, N¨²?ez Mazas, ambos militares de carrera. Los dos se hallaban cerca de un peque?o avi¨®n, un Drag¨®n, creo que franc¨¦s, en el que sola mente cab¨ªan unas seis personas. Hidalgo de Cisneros, que hab¨ªa reaparecido de pronto, se qued¨® en tierra, mientras nosotros levant¨¢bamos el vuelo. Yo no sab¨ªa ad¨®nde ¨ªbamos. Al piloto lo conoc¨ªan los militares. Pero ¨¦ste, al divisar no s¨¦ qu¨¦ pueblo en las cercan¨ªas de Alicante, comenz¨® como a descender lentamente. A todos se nos encogi¨® el aliento. N¨²?ez Mazas se ech¨® mano a la pistola, pregunt¨¢ndole, sin moverse. "?Qu¨¦ haces? ?Est¨¢s bajando?". Y el piloto le respondi¨®: "Miren, no es que baje. Es que ah¨ª, en esas casas vive mi familia, y s¨¦ que no la voy a ver m¨¢s. Me desped¨ªa de ella. Quiz¨¢ pensaran que era yo. Perdonen". Ascendimos de nuevo. En el Mediterr¨¢neo nos estaba esperando la flota de Mussolini, que nos circund¨® el avi¨®n con balas luminosas... ?bamos volando a ciegas. Quer¨ªamos ir a Argelia. Pero el piloto sab¨ªa menos que nosotros. De pronto, dijo: "Aquello debe ser Melilla, y lo de m¨¢s all¨¢, el Cabo Tres Forcas". Y pensamos que si ca¨ªamos all¨ª, nos fusilar¨ªan inmediatamente. Pero al fin, cuando s¨®lo quedaba gasolina para no muchos minutos de vuelo, vimos una playa y cerca un aer¨®dromo, en cuyo centro se destacaba sobre el pasto verde de la pista un gran letrero que dec¨ªa: Or¨¢n. Bajamos, paralizado el coraz¨®n. Como todos llev¨¢bamos armas, algunas pistolas y metralletas, un oficial franc¨¦s, con no muy buenos modales, nos las quit¨®. Era una tranquilidad. ?Ad¨®nde ¨ªbamos con ellas? Inmediatamente, acercaron al avi¨®n un cami¨®n del Ej¨¦rcito y nos condujeron hasta un lejano hangar en donde nos dejaron, cerrando bien las puertas. No pod¨ªamos adivinar qu¨¦ iba a ser de nosotros. Nuestro temor era grande. Est¨¢bamos callados. Sin atrever nos a hablar. Pero de pronto, las pesadas puertas se abrieron. Y apareci¨®, deslumbrada, a contra luz, una figura en sombra, que re conocimos en seguida: Era Dolores Ib¨¢rruri, La Pasionana, que hab¨ªa llegado en un avi¨®n igual al nuestro. Poco despu¨¦s, con otras personas que conoc¨ªamos poco, lleg¨® tambi¨¦n la secretaria de Do lores, Irene Falc¨®n. "A lo mejor", dijo N¨²?ez Mazas, "ahora que estamos todos juntos, nos pueden trasladar estos franceses al Africa espa?ola, que no est¨¢ nada lejos y en poder de Franco".
Pero por la raya de luz de abajo de la puerta que nos custodiaba comenzaron a deslizarse peque?os papeles, en los que en uno estaba escrito en espa?ol: "Camarada Dolores, queremos, por favor, que nos dejes tu aut¨®grafo". Nadie en un trance como aquel ha recibido una firma m¨¢s gloriosa.
Copyright Rafael Alberti.
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