Sobre la Academia
No pudo sospechar Plat¨®n el ¨¦xito onom¨¢stico que iba a tener el jard¨ªn en que conversaba con sus disc¨ªpulos. Desde las academias de la Italia renacentista, hasta las akademien der wissenschaften de la m¨¢s culta Alemania y la poderosa Academia de Ciencias moscovita, pasando por la estirada Acad¨¦mie Fran?aise y las restantes de Francia, apenas ha habido empresa cient¨ªfica, art¨ªstica o artesana que no haya intentado cubrirse con el prestigio de ese nombre. Sobre nuestra piel de toro hay academias de corte y confecci¨®n, academias para el ingreso en el Cuerpo de Aduanas, academias militares y, por supuesto, las no pocas que el academic¨ªsimo Eugenio d'Ors reuni¨®, una g¨¦lida ma?ana salmantina, en el reci¨¦n nacido Instituto de Espa?a. Pero, entre nosotros, la Academia por antonomasia, la Academia a secas, es la Real Academia/Espa?ola. De ella quiero hablar, ahora que tan diversas plumas han puesto en entredicho su capacidad para el acierto y la raz¨®n de su existencia.Ante todo, la palinodia. Creo que la Academia acaba de cometer un grave error. Hondamente me duele que haya sido as¨ª; pero as¨ª ha sido, y comprendo muy bien que se hayan levantado voces de protesta. Ellas demuestran que la Academia todav¨ªa interesa. Aunque no sea grato -para quienes estamos en ella, al menos- que el inter¨¦s de los comentaristas se manifieste mucho m¨¢s cuando la Academia yerra que cuando acierta.
Dicho lo cual, tratar¨¦ de responder a las dos interrogaciones que el revuelo acad¨¦mico de las ¨²ltimas semanas ha suscitado en m¨ª: ?qu¨¦ es en s¨ª misma la Academia? ?Qu¨¦ es mi Academia, la Academia-para-m¨ª, como Sartre dir¨ªa?
Para los denostadores de ella, s¨¦anlo por la v¨ªa de la protesta o por la senda de la iron¨ªa, la Aciademia es una instituci¨®n vieja, con prestigio decadente, si no extinguido, en la cual esperan entrar, y a veces entran, literatos, hombres de ciencia y t¨¦cnicos deseosos de lucir vanidosamente lo que pueda tocarles de ese ya ajado y residual prestigio. As¨ª, el vario tejemaneje de la provisi¨®n de vacantes -autopromoci¨®n de algunos, resistencia o preterici¨®n de otros, aciertos o errores en las votaciones, etc¨¦tera- es lo ¨²nico que de la Academia se ve y se comenta. Que la realidad de la vida acad¨¦mica y la conducta de los acad¨¦micos o preacad¨¦micos hayan dado lugar, en ocasiones, a esa actitud del mundillo literario, no ser¨¦ yo quien lo discuta. En cualquier caso, los espa?oles nos hallamos bastante lejos de lo que, respecto de la Academia Brasile?a de Letras, tan ingeniosa y divertidamente cuenta y fabula Jorge Amado en su novela Uniforme, frac y camis¨®n de dormir.
Contra lo que afirm¨® Pascal, no creo que el yo sea odioso. Es cargante, m¨¢s bien que odioso, cuando el escritor abusa de ¨¦l. Con ingenua sinceridad o con refinada doblez, con dramatismo o con autoiron¨ªa -velo inteligente, tantas veces, de la autoestimaci¨®n y aun de la autocomplacencia-, todo escritor habla desde su yo; tanto los que, porque son soberanos, no tienen amigos, as¨ª ve¨ªa Dilthey a Cervantes, Shakespeare y Goethe, como los que buscando amistad o clientela adulan al posible lector. Hablar¨¦, pues, de m¨ª, del acad¨¦mico que yo -soy, dir¨¦ sin sonrojo que, como cada hijo de vecino, no soy insensible al halaguillo del prestigio, y a?adir¨¦ sin jactancia que el peque?o, problem¨¢tico y ambiguo de pertenecer a la Academia siempre ha suscitado en m¨ª un sentimiento m¨¢s o menos expresable mediante esta interrogaci¨®n: "Pero esto, ?va de veras conmigo, va con el que de veras soy yo?" (dejo para los psic¨®logos y para los suspicaces la delicada cuesti¨®n de si el hombre -yo, en este caso- es en verdad lo que cree ser; la sutil historia de los tres Tomases que Unamuno tom¨® de Oliver Wendell Holmes).
No es esto, sin embargo, lo que ahora me importa. Ahora me importa ¨²nicamente saber con verdad si la Academia es s¨®lo eso o es algo m¨¢s que eso; si lo que de estimable o censurable hay realmente en ella se limita a lo que en ella ven los comentaristas agresivos y los comentaristas ir¨®nicos.
En s¨ª misma y para m¨ª, ?qu¨¦ es, ante todo, la Academia? Es, responder¨¦, una instituci¨®n que con su actividad -con sus diccionarios, con su gram¨¢tica, con su apertura a las restantes academ¨ªas de la lengua- puede contribuir, y en alguna medida contribuye, a que nuestro idioma sea usado con correcci¨®n y conserve su unidad, pese a la diversidad de los pa¨ªses y las situaciones en que se habla.
En alguna medida, he dicho. En primer t¨¦rmino, porque si la sociedad -escritores, docentes, locutores, traductores, simples hablantes- no coopera al buen cumplimiento de esa magna fae-
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na colectiva, ni esta Academia ni 10 academias mejores que ella lograr¨ªan detener el deterioro creciente y la fragmentaci¨®n de la lengua com¨²n. En segundo, porque la Academia espa?ola, la Academia a secas, no hace todo lo que podr¨ªa, deber¨ªa y quiere hacer. Y como acaso dijera un hablista a lo castizo, aqu¨ª, te quiero, escopeta.
Que el diccionario usual no ha sido y no es lo que podr¨ªa y deber¨ªa ser, nadie lo sabe mejor que los acad¨¦micos. Que los 14 a?os transcurridos entre su decimonovena y su vig¨¦sima edici¨®n son un lapso temporal excesivo, con detrimento de su eficacia y -hoy, sobre todo- con creciente riesgo de que otros se adelanten a la Academia en el empe?o de mejorarlo, nadie puede negarlo. Que, de seguir las cosas como est¨¢n, la terminaci¨®n del diccionario hist¨®rico ocurrir¨¢ en calendas m¨¢s que griegas, a fuerza de remotas, cosa es m¨¢s que evidente. Que, tras la publicaci¨®n de un excelente Esbozo, se va retrasando con inadmisible exceso la tan necesaria puesta al d¨ªa de nuestra gram¨¢tica, todos debemos deplorarlo. Que la acci¨®n orientadora de la Academia sobre la sociedad es escasa, cuando tan grande es la influencia de los medios de comunicaci¨®n social, a cualquiera se le alcanza. Nostra culpa, pues. Culpa de la Academia; mas tambi¨¦n, como vamos a ver, de otros muchos.
El diccionario usual. Es preciso que en un plazo m¨¢ximo de cinco a?os, aparezca una nueva edici¨®n, en la cual sean corregidas las deficiencias de la actual: errores, omisiones, insuficiente actualidad. Es preciso que el diccionario oficial de nuestro idioma sea en 1990, ya al borde de la gran conmemoraci¨®n del descubrimiento de Am¨¦rica, lo que en esa fecha debe ser. Pero si la actividad y los recursos de la Academia siguen siendo los actuales, si no mejoran sustancialmente su infraestructura y su din¨¢mica, muy dif¨ªcilmente ser¨¢ as¨ª.
El diccionario hist¨®rico. Es la gala de la Academia. Si a tenor de lo poco que de ¨¦l ha aparecido va siendo publicado lo mucho que falta, Espa?a y los pa¨ªses hispanohablantes nunca dispondr¨¢n de un tesoro l¨¦xico e hist¨®rico cuya calidad compite ventajosamente con la de sus hom¨®logos ingl¨¦s, alem¨¢n y franc¨¦s. La elaboraci¨®n del diccionario hist¨®rico es, pues, empresa tocante al decoro de nuestra cultura y parte importante de ella. ?Llegar¨¢ a existir en su integridad? La Academia ha elaborado un razonable plan para que as¨ª sea; pero el optimismo de una sentencia teol¨®gica falsamente atribuida a Escoto -potuit, decuit, ergo fecit- no parece que sea aplicable a las empresas humanas. Y as¨ª, si la Academia no recibe la ayuda que esta empresa suya merece y requiere, lo mejor ser¨¢ que, para verg¨¹enza de todos, tire la esponja y regrese a sus pobres y rutinarias casillas.
La gram¨¢tica. Ofrecer al p¨²blico hispanohablante una edici¨®n actualizada de la gram¨¢tica oficial de nuestro idioma es obligaci¨®n estricta de la Academia, tanto m¨¢s cuanto que esto puede hacerlo sin ayuda ajena. ?Cumplir¨¢ pronto tan riguroso deber suyo? Muchos a uno y otro lado del Atl¨¢ntico -muchos, no s¨®lo los acad¨¦micos- deseamos que sea afirmativa la respuesta.
Sea como sea, brillante a¨²n o ya opaco, el costado m¨¢s social de la Academia, en el logro de las tres empresas mencionadas veo yo, y s¨¦ que no estoy solo, la parte verdaderamente deseble de su prestigio. Todo lo dem¨¢s es, en el m¨¢s rubeniano de los sentidos, literatura, amena o pl¨²mbea literatura.
Lo cual hace ver con entera transparencia mi opini¨®n acerca de la composici¨®n ideal de la Academia. Suponiendo que ellos lo acepten, a la Academia deben ser llamados y en ella deben entrar: por una parte, escritores que, m¨¢s que recibir el prestigio que ella pueda darles, a ella se lo den; por otra, t¨¦cnicos del idioma y hombres de ciencia capaces de trabajar con autoridad y buen ¨¢nimo en las tres empresas mencionadas, personas dispuestas a redactar, corregir y proponer papeletas definitorias -tarea no m¨¢s f¨¢cil que la cervantina de hinchar un perro- y resignadas a que este esfuerzo suyo no sea socialmente reconocido. Escritores prestigiantes, t¨¦cnicos del idioma y hombres de ciencia capaces de definir y definir palabras en el anonimato. Supuesto lo cual, ?c¨®mo habr¨¢n de ser todos ellos en la sociedad? ?Inc¨®modos y discutidos? ?Sensatos y complacientes? No s¨¦ lo que pensar¨¢n otros. Lo que yo pienso es m¨¢s o menos lo que pens¨® el franc¨¦s Pasteur cuando alguien le dijo que el alem¨¢n Koch hab¨ªa logrado te?ir y ver pesta?as en la superficie de ciertas bacterias: "Si vous saviez, monsieur, comme tout cela m'est ¨¦gal!". En mi caso, con bastante m¨¢s raz¨®n que Pasteur en el suyo.
De la Academia han sido miembros, tan s¨®lo difuntos mencionar¨¦, Valera y Gald¨¦s, Men¨¦ndez Pelayo y Men¨¦ndez Pidal, Azor¨ªn y Baroja, As¨ªn Palacios y G¨®mez Moreno, Mara?¨®n y Rey Pastor, Eugenio d'Ors y Madariaga, Blas Cabrera y Vicente Aleixandre; y con su expresa aquiescencia, por ella fueron elegidos Cajal, Unamuno, Antonio Machado y P¨¦rez de Ayala. Aunque Valle-Incl¨¢n, Juan Ram¨®n Jim¨¦nez, Ortega, Am¨¦rico Castro, Zubiri y G¨®mez de la Serna no figuren en su anuario -como espa?ol y como acad¨¦mico lo deploro-, la lista precedente muestra bien a las claras que, si la sociedad ayuda y los acad¨¦micos no son ciegos, la Academia puede ser literaria y cient¨ªficamente muy presentable. ?Qu¨¦ permite hacer de ella la sociedad actual, qu¨¦ seremos capaces de hacer para ella los actuales acad¨¦micos? Constantemente me lo pregunto.
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