La costilla de Eva
Las gentes de tradici¨®n anglosajona -y tambi¨¦n las de otros pa¨ªses- suelen sorprenderse cuando se enteran de que aqu¨ª, en Espa?a, y en los dem¨¢s pa¨ªses de cultura hisp¨¢nica, considerada por aqu¨¦llas como atrasada o anticuada, las mujeres no pierden su nombre y apellido al contraer matrimonio, sino que, conserv¨¢ndolos, se limitan cuando m¨¢s a agregarles como prescindible ap¨¦ndice el apellido del esposo. Y si me he referido ante todo a las gentes de tradici¨®n anglosajona es porque precisamente fue en sus tierras donde el feminismo hizo irrupci¨®n con precoz denuedo y donde con mayor exageraci¨®n sigue proclamando sus reivindicaciones, a veces en un colmo de la extravagancia. Observando el tenor de ¨¦stas reivindicaciones en Estados Unidos, donde se ha llegado a postular el car¨¢cter andr¨®gino de Dios y el culto a Crista, siempre me ha llamado la atenci¨®n el hecho de que la combatividad feminista, con todo su radicalismo, apenas suscitara all¨ª la cuesti¨®n del nombre personal, que me parece sustantiva, pues afecta del modo m¨¢s directo a la identidad del individuo. Sin embargo, all¨ª, la mujer casada no s¨®lo abandona su patron¨ªmico para sustituirlo por el del marido, sino que hasta se desprende de su apelativo particular; y as¨ª, cuando una Miss Mary Smith, se entrega en matrimonio a un Mr. John Ford, pasa a convertirse ella por las buenas en Mrs. John Ford.Claro est¨¢ que tan pronto como la pr¨¢ctica del divorcio empez¨® a generalizarse comenzaron a surgir -era inevitable- las dificultades y problemas. Cambiar de nombre la mujer divorciada a resultas de un nuevo connubio era tanto como cambiar de identidad; y, si para ciertos efectos ello pod¨ªa traer a veces sus ventajas (nunca se sabe), es m¨¢s probable que los inconvenientes abundaran. En algunos casos se opt¨® por obviarlos mediante el procedimiento de a?adir al del primero el apellido del segundo marido, desplazando a aqu¨¦l a un puesto secundario, esto es, releg¨¢ndolo, por as¨ª decirlo, a la categor¨ªa de clases pasivas que la Administraci¨®n p¨²blica asigna a los funcionarios retirados del servicio. Pero con este recurso, si los divorcios y subsiguientes matrimonios se multiplicaban, seg¨²n era el caso con alguna frecuencia, entonces... Notorio es el ejemplo de una rica y bien conocida dama norteamericana que iba coleccion¨¢ndolos para exhibirlos con orgullo, como el guerrero indio las cabelleras de sus enemigos muertos, o el certero cazador las cabezas disecadas de los ciervos que su rifle le permiti¨® cobrar, y ostentaba toda una retah¨ªla de ex c¨®nyuges precediendo al nombre del actual.
En esto, la cosa revest¨ªa importancia menor: era un mero asunto de cr¨®nica social. La gravedad del problema se manifiesta cuando las mujeres han entrado a competir con los hombres en pie de igualdad dentro de las profesiones civiles, y aun las militares. En una de las universidades norteamericanas donde fui catedr¨¢tico, cierta colega m¨ªa se hac¨ªa llamar oficialmente Miss Smith (su nombre real no lo recuerdo, ni viene a cuento) como tal profesora, pero cuando era invitada a fiestas, o bien en sus visitas de cumplido acompa?ada del esposo, se transformaba autom¨¢ticamente en Mrs. John Ford; y no sabr¨ªa yo decir si esta escisi¨®n de su personalidad le ocasionar¨ªa angustias freudianas, o acaso -qui¨¦n sabe- una divert¨ªda sensaci¨®n de felicidad.
El problema se agudiza todav¨ªa m¨¢s al tratarse de mujeres que, por una u otra raz¨®n, acceden a posiciones de mucho viso. Recuerdo a este prop¨®sito que, viviendo yo en Puerto Rico, la alcaldesa de San Juan, se?ora de personalidad formidable, durante una ceremonia oficial, en ocasi¨®n de presentar su marido a uno de los invitados, quiso hacerlo empleando una amable f¨®rmula familiar y, quiz¨¢ pensando haber dicho: "Aqu¨ª, mi media, naranja", lo design¨® como "mi costilla". La an¨¦cdota no se aplica bien a lo que estoy comentando, pues aquella se?ora se hac¨ªa llamar, a la usanza hisp¨¢nica, por sus propios nombre y apellidos, en lugar de usar el de su oscurecido esposo; pero, con todo, revela graciosamente la ra¨ªz del enredo. Puede ser que ahora el pobre se?or Thatcher -y ser¨ªa un posible.ejemplo entre tantos otros- resulte ser conocido del p¨²blico como "el c¨®nyuge -o costilla- de la se?ora Thatcher", que es la figura de principal relieve en su matrimonio.
A las feministas rabiosas les indigna, sabido es, el machismo b¨ªblico en general, y en particular, el hecho de que Dios no encontrase mejores materiales para procurar a su primera criatura una compa?era con quien pudiera matar el paradisiaco aburrimiento, sino sacarle una costilla al hombre que previamente hab¨ªa confeccionado a su propia imagen y semejanza. Hace d¨ªas repasaba yo, con vistas a un trabajo sobre los antecedentes del periodismo moderno, el curioso libro de los Avisos, de don Jer¨®nimo de Barrionuevo, y tropec¨¦ con el relato de un suceso que me hizo reflexionar acerca de la frivolidad con que en nuestro tiempo suelen tomar muchas personas a la ligera cuestiones tan arduas como esta de la costilla de Ad¨¢n. Escribe Barrionuevo a su corresponsal el d¨ªa 28 de marzo de 1656 que "entre los agustinos y trinitarios ha habido en Salamanca grandes debates, llegando a las manos con los mayores de sus religiones a bofetadas y coces en los actos p¨²blicos, sobre si qued¨® Ad¨¢n imperfecto quit¨¢ndole Dios la costilla, y si fue s¨®lo carne con lo que le llen¨® el hueco donde se la hab¨ªa quitado".
Las discusiones de hoy d¨ªa suelen ser menos sutiles, aunque no menos contundentes en cuanto a los argumentos empleados para solventarlas. Sin embargo, mucho me temo que algunas personas despreocupadas puedan considerar balad¨ª esta seria cuesti¨®n, que tanto afecta a la distribuci¨®n de los papeles sociales entre hembras y machos de la especie humana.
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