Mucho antes del drago
No soy de aquellos poetas -existentes hoy m¨¢s que antes- que confunden una amapola con una margarita, que no saben lo que es un glad¨ªolo o, ni mucho menos, una vincapervinca bordeando un arriate. Yo casi poco despu¨¦s de aprender a leer conoc¨ªa ya, identific¨¢ndolos con la realidad, muchos nombres de flores, ¨¢rboles y plantas. Mi madre, andaluza contagiada del amor popular por los jardines y los balcones colgados de macetas, me los ense?¨®. Y de ah¨ª parti¨® mi gran pasi¨®n y curiosidad por ellos, llegando a sentirme todo yo como una flor libada por las abejas y celebrada por los p¨¢jaros. De ¨¦stos tengo tambi¨¦n que decir que aprend¨ª desde muy chico a no confundir un mirlo con un jilguero, o el canto del verderol con el de la calandria. En el jard¨ªn de casa de mi abuela, en El Puerto de Santa Mar¨ªa, hab¨ªa un delicad¨ªsimo ¨¢rbol que casi entretej¨ªa todas sus hojas con una fina flor lila-azulada, al que llam¨¢bamos ¨¢rbol del cielo, y otro, m¨¢s conocido a¨²n, del que estallaban como unas grandes estrellas rojas, denominado ¨¢rbol de Pascua. Tambi¨¦n me fueron muy familiares en aquel jard¨ªn la araucaria y el pir¨², o ¨¢rbol de la pimienta. Ir con mi madre por el campo era, para m¨ª, una maravilla. Aunque ya, creo, lo he contado algunas veces, por ser de las cosas que m¨¢s me divirtieron, de entre todos los yerbajos silvestres que pis¨¢bamos, ascend¨ªa uno, de tallo arqueado que, seg¨²n mi madre, se llamaba pedo de zorra, y otro, como rematado por una vaporosa espiga amarfilada, que era conocido -y esto me lo dec¨ªa ella despu¨¦s de soplarla y hacerla desaparecer- por la palabra del hombre: as¨ª era ¨¦sta de ef¨ªmera e inexistente, que no soportaba ni el m¨¢s leve soplo de los labios. De los suyos siempre tambi¨¦n aprend¨ª muchas leyendas -que ella, seguramente, ignoraba pertenecer a diversas mitolog¨ªas-, como las de los narcisos, las an¨¦monas, las pasionar¨ªas, los olivos, las adelfas, los laureles... Desde aquellos lejanos d¨ªas portuenses me segu¨ª tenazmente preocupando de esta riqueza floral, de la que tan influida est¨¢ mi poes¨ªa, como tambi¨¦n de la fauna, pero prefiriendo siempre a los cient¨ªficos los nombres populares, tan llenos de sorprendente invenci¨®n. En cuanto llegaba a alg¨²n nuevo pa¨ªs, o visitaba cualquier nuevo lugar, por muy peque?o que ¨¦ste fuese, lo primero que deseaba conocer, aparte de la vida de su gente, eran los nombres de las plantas y los animales, procurando verlos, o si no, apunt¨¢rmelos en la memoria. Cuando al comienzo de mi largo destierro me tuve que esconder, por haberme quedado clandestinamente en la Rep¨²blica Argentina, un despu¨¦s grande amigo y camarada, Rodolfo Ar¨¢oz Alfaro, me ofreci¨®, como seguro refugio, su quinta, en El Totoral, un pueblo todav¨ªa algo disimulado de la provincia de C¨®rdoba. En cuanto me instal¨¦, lo primero que hice fue rehacer un jardinillo medio abandonado que hab¨ªa en la quinta, sembr¨¢ndolo de rosales y otras plantas que gentilmente me ofrecieron los vecinos.Una clara ma?ana, cuando me estaba distrayendo con el vuelo zumbador de un sanjorge, especie de gran abejorro orinegro, que giraba para fecundar a una ara?a pollito que, aterrada y absorta, lo esperaba en el tronco de un ¨¢rbol, vi destacarse, bastante baja, por el cielo soleado, maravillosa y suavemente sonrosada, una bandada de flamencos, esa alta ave de largo cuello exagerado, concluido en un ganchudo pico, que maneja, a diestra y a siniestra, como remate de un pel¨ªgroso bast¨®n flexible. Pero de pronto, de aquella luminosa bandada se desprendi¨® uno, cansad¨ªsimo, yendo a caer en un patio interior de la quinta de Ar¨¢oz Alfaro. Despu¨¦s de haberlo dejado reposar un buen rato, lo conduje como pude a mi nuevo jardinillo floreciente, en el que hab¨ªa unas frescas losas en sombra, para que continuase descansando y partiese despu¨¦s cuando ¨¦l lo decidiera. Mientras, creyendo que estar¨ªa sediento, me fui a traer de la cocina un ancho cubo con agua, pensando en la largura de su pico. Volv¨ª al jard¨ªn, casi alegre y despacio, convencido de que el fino y sonrosado zancudo estar¨ªa durmiendo su fatiga viajera. Pero, ?oh, santo Dios de los ej¨¦rcitos!, ?qu¨¦ hab¨ªa sucedido durante mi breve ausencia? Que en lugar del flamenco -aquel plumaje delicado de elegante sombrero de se?ora-, solamente reinaba la destrucci¨®n y la muerte en aquel pobre jard¨ªn de mis desvelos: asesinadas todas mis plantas y mis flores, partidas y arrancadas de cuajo, un tremendo destrozo, un desastre para llorar, una irremediable eleg¨ªa. Estupefacto, mir¨¦ al cielo, en donde no quedaba ni el m¨¢s remoto rumor de sus enormes alas presididas por su cuello y su pico criminales.
Cuando mucho m¨¢s tarde, casi un a?o despu¨¦s de haber logrado el documento de identidad que me faltaba, pude dejar El Totoral para instalarme en Buenos Aires, entre los primeros ¨¢rboles que vi fue aquel que ya desde mi infancia en el jard¨ªn de casa de mi abuela conoc¨ªa como el ¨¢rbol del cielo, sino que all¨ª, en Argentina y en otras partes de Am¨¦rica, se le da el nombre de jacarand¨¢, y se abr¨ªa en dos hileras, creando una maravillosa avenida, toda cubierta por la nieve -era el oto?o- de sus delicad¨ªsimas flores azuladas. ?Qu¨¦ prodigio de la fantas¨ªa el poder caminar sobre ellas! Lo salud¨¦ con una canci¨®n que comenzaba: "Por la tarde, ya al subir, / por la noche, ya al bajar, / yo quiero pisar la nieve/ azul del jacarand¨¢".
Luego, durante el mes de mayo de aquel hemisferio austral, comprob¨¦ que el ¨¢rbol que llam¨¢bamos en El Puerto ¨¢rbol de Pascua era llamado all¨ª estrella federal, porque sus flores, abiertas en estrellas rojas, lo hac¨ªan en coincidencia con la ¨¦poca de la Revoluci¨®n de Mayo. Muchos otros ¨¢rboles y flores aprend¨ª en Argentina, muchos de los cuales, ya regresado a Espa?a despu¨¦s de 39 a?os de destierro, vi que eran los mismos sorprendentes de los jardines y los bosques de las islas Canarias.
Cuatro inmensos gigantes, verdaderamente prodigiosos, que se llaman gomeros, muy parecidas sus hojas, por lo bronc¨ªneas y lustrosas, a las de los magnolios, con unos anchos troncos como lomos de rinocerontes o elefantes, cubren de una profunda sombra la plaza Lavalle de Buenos Aires. Recuerdo que una vez que se habl¨® de dedicar a Rub¨¦n Dar¨ªo alg¨²n lugar de la ciudad o levantarle un monumento, yo propuse a algunos
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Mucho antes del drago
Viene de la p¨¢gina 9poetas amigos que en vez de una seguramente municipal y rid¨ªcula estatua se le dedicase uno de aquellos antol¨®gicos gomeros de la plaza Lavalle, grabando el nombre del gran poeta nicarag¨¹ense en un simple anillo de bronce que abrazase uno de aquellos troncos. Pero, como era de esperar, no se hizo as¨ª.
Quiero ahora llevar, veloz, mi pensamiento hacia los levantados y barbudos ahueuhetes de M¨¦xico, las secoyas de Norteam¨¦rica, las araucarias de la Araucania chilena, las dementes palmeras cubanas y disparados cocoteros del Brasil, los apamates de Venezuela y otros ¨¢rboles que contempl¨¦, desde su cielo, como inmensas teas floridas, volando sobre el Santo ?ngel hacia las cataratas del Caron¨ª. Pero antes de alcanzar, de llegar al ¨¢rbol que m¨¢s me ha sorprendido, que m¨¢s me ha convulsionado, adhiri¨¦ndome a ¨¦l, incorpor¨¢ndome a su extra?a y salvaje hermosura, quiero meter, plantar en esta mi Arboleda perdida a uno inmensamente verde, exageradamente verde, que s¨®lo vi un momento, cuando llegu¨¦ por vez primera, todav¨ªa en la Rep¨²blica Argentina, a los ba?ados y movidas barrancas de San Pedro, frente al solemne Parart¨¢ de las Palmas. Avanzaba yo buscando una peque?a casa que rrie dejaba un amigo para escribir mis Baladas y canciones dedicadas al gran r¨ªo cuando me detuve de s¨²bito ante el verde de un ¨¢rbol, un verde intenso y apretado, completamente desconocido, que: me caus¨® verdadero asombro. Eran las tres de la tarde, hora all¨ª, sopor¨ªfera, de la siesta, en aquellas barrancas y ba?ados, llenos de caballos inm¨®viles, mezcliados con la somnolencia de las vacas. De pronto, avanc¨¦ unos pocos pasos hacia aquel mudo ¨¢rbol nunca visto. No s¨¦ lo que pas¨®. Fueron tal vez los ecos de mis pisadas, mi presencia a esas horas calladas del verano... Verdaderamente todo era silencio, todo dorm¨ªa, ni un p¨¢jaro osaba el m¨¢s leve silbido... Pero lo que pas¨® fue que todo aquel inmenso y tupido verdor se levant¨® instant¨¢neo, lo mismo que un rel¨¢mpago rumoroso que huyera, quedando al descubierto el armaz¨®n de aquel ¨¢rbol, secas completamente sus ramas. Eran millares y millares de loros, todos del mismo verde, los que, despiertos de su sue?o profundo, en medio del calor, escapaban atemorizados.
Poco despu¨¦s que el pobre ¨¢rbol, de viva primavera fingida, volviese a su p¨¢lido esqueleto, algunos gauchos de aquellas soledades se me acercaron, indiferentes al fen¨®meno que acababa de suceder y que con toda seguridad ya conoc¨ªan. Eran gauchos bellos y afables, de ojos claros, azules, de origen irland¨¦s. Uno de ellos se adelant¨® y me dijo:
-Mire, don...
Y mientras me saludaba, respetuoso, quit¨¢ndose el sombrero, millones de mosquitos volaban desprendidos de ¨¦l, como molde de su saludo, haci¨¦ndonos imposible el espacio que ocup¨¢bamos.
-Mire, don -me repiti¨®, suprimiendo el nombre, que ya seguramente conoc¨ªa, dejando s¨®lo el tratamiento, como o¨ª muchas veces en el campo argentino-. ?sa es la casa que le deja su amigo. Tenga la llave.
La casa se llamaba la Quinta del Mayor. El mayor hab¨ªa sido un militar enloquecido, que desapareci¨® un d¨ªa, dejando dentro a su mujer, tapiando a. cal y canto la puerta. Entr¨¦. La casa estaba a oscuras y ol¨ªa mucho a humedad. Me asom¨¦ al balc¨®n. Un r¨ªo grande cinchaba al campo, y otro, peque?o y hondo que iba a prenderse a ¨¦l, lo rajaba 'largamente, dej¨¢ndole una parte entre dos aguas, dando lugar as¨ª a una de esas innumerables islas que el Paran¨¢, millonario de brazos y cabellos, apresa en su camino. La isla que ten¨ªa ante m¨ª se llamaba el Dos de Oro. Sus pocos pobladores, cuando quieren pasar a tierra firme, lo hacen cruzando el r¨ªo Baradero, y en tiempo nuncio de crecida, con todos los ganados, antes que el r¨ªo grande se junte con el chico y transformen el campo en un extenso mar de dif¨ªcil huida. Ante la inmensa banda azul del Paran¨¢ y los ba?ados de vacas y caballos solitarios me fue dictando el viento, durante varios oto?os y veranos, mis Baladas y canciones, creo que mi pen¨²ltimo libro de poemas escrito en Argentina. En ¨¦l, entrelazada a rri¨ªs nuevas ra¨ªces americanas, la presencia de mis largas angustias espa?olas est¨¢ m¨¢s viva y clara que en ning¨²n otro. "Hoy las nubes me trajeron, / volando, el mapa de Espa?a. / ?Qu¨¦ peque?o sobre el r¨ªo / y qu¨¦ grande sobre el pasto / la sombra que proyectaba. / Se le llen¨® de caballos / la sombra que proyectaba./ Yo, a caballo, por su sombra,/ busqu¨¦ mi pueblo y mi casa. / Entr¨¦ en el patio que un d¨ªa / fuera una fuente con agua. / Aunque no estaba la fuente, / la fuente siempre sonaba. / Y el agua, que no corr¨ªa, / volvi¨® para darme agua". Esta sed me llevaba a los lejan¨ªsimos d¨ªas andaluces en que mi madre me daba a conocer las yerbas silvestres, las flores, los ¨¢rboles y los p¨¢jaros. Faltaban todav¨ªa muchos a?os para que yo regresase a Espa?a, para que conociera o ampliara, ya sin su sabidur¨ªa popular, nuevos nombres que enriquecieran mi fauna y mi flora po¨¦ticas. El descubrimiento del drago trimilenario lo har¨ªa yo por m¨ª mismo. Las islas Canarias, y de ellas Tenerife, me lo revelar¨ªan en todo su asombroso poder, en toda su descomunal fuerza, en toda su imponente maravilla, la magia de su sangre, la inmovilidad de sus espadas, all¨¢, en Icod de los Vinos, frente al Teide nevado.
Copyright Rafael Alberti, 1985.
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