Cuarenta a?os despu¨¦s
El 12 de abril de 1945, mientras posaba en su silla de ruedas para una pintora, Franklin Delano Roosevelt se desvaneci¨®, cayendo en brazos de la que un d¨ªa hab¨ªa sido su gran amor, Lucy Mercer. Poco despu¨¦s, el padre del New Deal fallec¨ªa, sin que nadie mencionara la presencia de Lucy, que silenciosamente hab¨ªa abandonado el lugar. Cuarenta a?os despu¨¦s, en plena era de Reagan, con los reactivadores econ¨®micos cabalgando a lomos de Milton Friedrnan, el recuerdo de Roosevelt puede constituir una lecci¨®n para quienes creen que la salida de la actual crisis econ¨®mica ha de hacerse necesariamente cargando todos los costes a los sectores menos favorecidos de la sociedad.Roosevelt lleg¨® al poder en plena depresi¨®n de la econom¨ªa americana, llena de parados, de quiebras, de desconfianza. De una forma valiente, imaginativa, astuta, se propuso devolver la confianza y la prosperidad al pueblo americano, atendiendo al mismo tiempo las injusticias sociales m¨¢s flagrantes. "S¨®lo debemos tener miedo del miedo mismo", dijo, y emprendi¨® un camino de reformas, humanizadoras del viejo capitalismo salvaje, corrigiendo el mercado, actuando sobre los precios y salarios, iniciando la seguridad social. El mundo empresarial y financiero, que le hab¨ªa recibido como a un ¨¢ngel salvador, empez¨® a odiarle por su inclinaci¨®n a los humildes y marginados, llam¨¢ndole traidor a su clase y cosas peores. Para ellos, resultaba desconcertante que un patricio como Roosevelt, de las mejores familias de Norteam¨¦rica, se tomara tal inter¨¦s por los parados, por los negros, por los enfermos sin m¨¦dico. Estos ataques le valieron el apoyo y la admiraci¨®n de la joven generaci¨®n americana. Galbraith lo ha contado en sus Memorias. "Si los privilegiados estaban contra Roosevelt", dice, "obviamente nosotros deb¨ªamos ser contrarios a los privilegios... Se le atribuye a Roosevelt haber convertido la hostilidad contra el mundo empresarial en una norma intelectual americana. Pero fueron los ataques de ese mundo contra ¨¦l los que hicieron inevitable que tal cosa ocurriera".
La pol¨ªtica de Roosevelt, iniciadora en Am¨¦rica del estado de bienestar, tuvo ¨¦xito. El keynesianismo penetr¨® en la tradicional universidad de Harvard y de all¨ª pas¨® a Washington. Alvin Hansen, Robert Bryce, Paul Samuelson, j¨®venes como Galbraith, alumnos, expertos de Washington, expandieron el nuevo credo keynesiano y dieron consistencia te¨®rica a las reformas pol¨ªticas de Roosevelt, que utiliz¨® su inmensa astucia y su gran carisma pol¨ªtico para devolver la confianza a la naci¨®n y lanzarla, m¨¢s all¨¢ de su inveterado aislacionismo, a la participaci¨®n en la guerra mundial al lado de las potencias aliadas. La Am¨¦rica recuperada deb¨ªa convertirse en arsenal de la democracia, al mismo tiempo que impulsaba un desarrollo pol¨ªtico interior hacia unas cotas de mayor igualdad civil, redistribuci¨®n econ¨®mica y justicia fiscal. No era f¨¢cil el empe?o. La lucha por los derechos civiles de los a?os sesenta, las revueltas de Berkeley contra la marginaci¨®n y la pobreza, fueron s¨®lo una muestra tard¨ªa de la lentitud del avance en la lucha contra la discriminaci¨®n y la injusticia. Y, sin embargo, el New Deal se plante¨® ese programa en medio de la gran depresi¨®n y lo llev¨® adelante con valent¨ªa.
Cuarenta a?os despu¨¦s de la muerte de Roosevelt, el Estado del bienestar hace aguas por todas partes. La crisis econ¨®mica parece haberse llevado por delante las pol¨ªticas keynesianas, en una situaci¨®n alarmante que re¨²ne al mismo tiempo altas tasas de inflaci¨®n, desempleo y d¨¦ficit p¨²blico. La respuesta conservadora de Reagan parece haber hallado un camino para relanzar la econom¨ªa, saltando por encima de cualquier inquietud solidaria con los desfavorecidos. El modelo de la competici¨®n ol¨ªmpica deviene la gran esperanza reactivadora: el vencedor, triunfante, al podio; el perdedor, a llorar a los vestuarios. Y si alguien se queja de la falta de objetivos en el avance social, ah¨ª tenemos uno: la guerra de las galaxias. Al mismo tiempo, un extra?o pesimismo fatalista se apodera de la sociedad occidental. Se afirma que no tenemos posibilidad de elecci¨®n, que los hechos son los hechos y no entienden de utop¨ªas, que cualquiera que llegue al poder est¨¢ condenado a realizar la misma pol¨ªtica econ¨®mica, que la pol¨ªtica es el arte de lo posible y bastante hacemos con ir tirando, y as¨ª, ad nauseam.
Por supuesto, la pol¨ªtica es una realidad poco propicia a cualquier voluntarismo. Galbraith, siendo embajador en la India, dijo, en una carta al presidente Kennedy, que la pol¨ªtica consiste en la elecci¨®n entre lo desastroso y lo simplemente desagradable. No tenemos mucho margen para actuar, pero la elecci¨®n ser¨¢ desastrosa si pensamos
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que se puede dar marcha atr¨¢s a la historia y suprimir de un plumazo las conquistas sociales alcanzadas. Si pensamos volver a crecer como en una jungla, los condenados de la tierra no lo van a consentir. Es cierto que debemos declarar la guerra a z¨¢nganos y p¨ªcaros, y que la nueva sociedad exige recompensar el talento y el esfuerzo, m¨¢s all¨¢ de igualitarismos mediocres y de paternalismos sensibleros. La justicia no consiste en premiar al vago ni en condecorar al imb¨¦cil, pero una sociedad no es m¨¢s pr¨®spera s¨®lo porque los bancos mejoren sus cuentas de resultados. ?D¨®nde est¨¢ la nueva pol¨ªtica econ¨®mica? ?Por qu¨¦ no se insiste m¨¢s en que faltan Roosevelts y sobran Reagans? ?Por qu¨¦ tenemos tanto miedo de ensayar algo nuevo? Toda la naturaleza avanza mediante el procedimiento de ensayo y error. Hay que equivocarse, hasta acertar, ensayando cada d¨ªa.
En un momento de la vida de Roosevelt, cuando ¨¦l, enamorado de Lucy Mercer, estaba dispuesto a afrontar el divorcio de Eleanor y las iras de su autoritaria madre, Lucy, para no perjudicar la carrera pol¨ªtica de Roosevelt en la puritana Am¨¦rica de entonces, renunci¨® a su amor y se cas¨® precipitadamente, continuando una relaci¨®n plat¨®nica con Roosevelt durante toda su vida. Fue ella quien recogi¨® su cuerpo moribundo y, silenciosamente, se march¨® antesde que llegaran los informadores. Eleanor Roosevelt, en su biografia, careci¨® de la m¨ªnima grandeza moral para mencionar la presencia de Lucy en los ¨²ltimos momentos de la vida de su marido. Otros carecen de la misma m¨ªnima grandeza para reconocer que, si no se encuentra una salida imaginativa y valiente para la crisis, no es porque sea imposible hallarla en nuestros d¨ªas, sino, simplemente, porque uno no es Franklin Delano Roosevelt. Sin duda, en la nueva depresi¨®n econ¨®mica, 40 a?os despu¨¦s de Roosevelt, el mundo est¨¢ lleno de Eleanoras.
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