Una ley para los poderosos
LA LEY Electoral ha sido aprobada en el Congreso por abrumadora mayor¨ªa y con el consenso de todos los partidos que disponen de grupo parlamentario propio. S¨®lo los diputados del Grupo Mixto. -que representan al PCE, al CDS, a Euskadiko Ezkerra y a Esquerra Republicana- se han opuesto al texto final.Constituye un dato positivo que la ley Electoral tenga el respaldo de los dos mayores partidos de ¨¢mbito estatal y de las dos formaciones nacionalistas m¨¢s importantes en Catalu?a y el Pa¨ªs Vasco. Las maniobras para enturbiar la legitimidad de una victoria electoral, que da?an a las instituciones democr¨¢ticas, suelen arrojar sospechas sobre la limpieza del proceso o impugnar las reglas que traducen los votos en esca?os. Es por eso elogiable que los socialistas, con sobrada mayor¨ªa en las Cortes para aprobar un nuevo r¨¦gimen electoral por s¨ª solos, hayan obtenido un consenso con los dem¨¢s grupos. Por lo dem¨¢s, la promulgaci¨®n de una ley electoral era un mandato constitucional que las Cortes hubieran debido cumplir ya en la anterior legislatura.
Dicho esto, la ley aprobada en Cortes no es ni mucho menos la mejor pensable. Haciendo suyos los criterios del decreto ley de 1977, impide que la representaci¨®n parlamentaria sea un fiel reflejo de las actitudes, opiniones y preferencias de la sociedad espa?ola, ya que favorece los intereses de los grandes partidos y coaliciones (el PSOE y AP en toda Espa?a, el PNV en el Pa¨ªs Vasco, CiU en Catalu?a) y perjudica las oportunidades de otros grupos (en especial aquellos que luchan por recuperar el espacio centrista) para mejorar sus posiciones relativas. El principio de igualdad del sufragio queda seriamente conculcado por un sistema que hace prevalecer las provincias, unidades administrativas creadas hace siglo y medio, sobre los electores, de forma tal que la representaci¨®n parlamentaria presta mayor atenci¨®n a las zonas geogr¨¢ficas que a sus habitantes. Aunque existen grandes diferencias de composici¨®n demogr¨¢fica entre las provincias, cada una de ellas elige el mismo n¨²mero de senadores, que representan a un n¨²mero desigual de ciudadanos seg¨²n cual sea su procedencia geogr¨¢fica. La atribuci¨®n de un m¨ªnimo de dos diputados a cada provincia distorsiona tambi¨¦n la igualdad del sufragio para la C¨¢mara Baja, de forma tal que un candidato puede ser congresista por Soria con el voto de 33.000 electores pero necesita 146.000 sufragios para serlo por Madrid. La elevaci¨®n del n¨²mero de diputados (la Constituci¨®n autoriza hasta un m¨¢ximo de 400) y la asignaci¨®n a las provincias m¨¢s pobladas de esos nuevos congresistas hubiera permitido disminuir esa escandalosa desproporci¨®n. Los socialistas han renunciado a ello para conseguir el consenso de Alianza Popular.
Pero si la igualdad queda lesionada, la ley tampoco atiende de manera suficiente a los "criterios de representaci¨®n proporcional" que la Constituci¨®n ordena. En las provincias d¨¦bilmente pobladas y que eligen pocos diputados, la regla D'Hondt funciona como un sistema mayoritario corregido. La soluci¨®n podr¨ªa ser convertir las comunidades aut¨®nomas en circunscripciones electorales, consecuencia l¨®gica de la nueva divisi¨®n territorial del poder trazada por la Constituci¨®n, para conseguir soportes demogr¨¢ficos adecuados para la regla D'Hondt. Pero la constitucionalizaci¨®n de la provincia como circunscripci¨®n electoral, procedimiento impuesto por UCD en 1978 para beneficiarse -supuestamente- del voto de la Espa?a rural, dificulta esa transformaci¨®n, que exigir¨ªa una reforma constitucional o una nueva divisi¨®n provincial coincidente con las autonom¨ªas.
El sufragio desigual y la imposibilidad de que los mecanismos de proporcionalidad operen en las circunscripciones d¨¦bilmente habitadas quedan reforzados por los correctivos impuestos por la regla D'Hondt, que premia en esca?os a los partidos m¨¢s votados y se los arrebata a las formaciones minoritarias. Todo ello act¨²a sobre la voluntad de los ciudadanos, que al anticipar la capacidad de sus votos para transformarse en esca?os sacrifican sus eventuales preferencias por partidos de peque?a o mediana importancia y otorgan sus sufragios -en nombre del voto ¨²til- a las siglas con mayores probabilidades de ¨¦xito. Las formaciones minoritarias -de derecha, de centro o de izquierda- protestan con toda raz¨®n contra un r¨¦gimen electoral que les resta oportunidades. Por ¨²ltimo, el procedimiento de las listas bloqueadas y cerradas para el Congreso, que proh¨ªbe a los electores cambiar el orden de los candidatos o tachar algunos de sus nombres, fortalece el poder y fomenta la arbitrariedad de los estados mayores de los partidos pol¨ªticos, que disfrutan del monopolio en la confecci¨®n de las candidaturas. Los electores quedan relegados a la pasiva condici¨®n de aceptar o rechazar en bloque la oferta que se les somete. Algo que probablemente todos los partidos -desde Alianza Popular hasta el PCE- ven con indisimulada complacencia pero que constituye una seria enfermedad de nuestro sistema democr¨¢tico e imposibilita un acercamiento real entre las instituciones y los ciudadanos.
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