El arma y su contexto
En diversas ocasiones dije por escrito lo que pensaba del aborto como fen¨®meno social, como circunstancia humana y como actividad digna de calificaciones ¨¦ticas. Para desgracia de todos, acabamos los espa?oles de comprobar que el aborto es tambi¨¦n un arma pol¨ªtica.Las armas -las armas blancas las de fuego, las dial¨¦cticas, las pol¨ªticas, etc¨¦tera- son herramientas dif¨ªciles de aislar de su contexto sin que se deterioren y sin que sufran de paso las secuelas de la trasposici¨®n. Mientras haya guerras, sociedades y Estados, quiero decir, mientras existan todos esos diferentes aspectos de una quiz¨¢ id¨¦ntica forma de relaci¨®n entre los hombres, siempre habr¨¢ un arsenal de ingenios de muy cruel eficacia. Poco m¨¢s podemos hacer al respecto que procurar, por todos los medios a nuestro alcance, que la raz¨®n no acabe claudicando.
El riesgo de los b¨¢rtulos, enseres y aparejos que resultan eficaces es el de la tentaci¨®n de su uso indiscriminado. Nada m¨¢s sencillo que pescar truchas con granadas de mano, ni nada tampoco m¨¢s desproporcionadamente desastroso, puesto que el da?o que se causa supera, en todos los ¨®rdenes posibles, al beneficio de la pesca descansada. Tambi¨¦n pudi¨¦ramos decir, en v¨ªa paralela: nada m¨¢s despiadamente f¨¢cil y tr¨¢gicamente ¨²til que la especulaci¨®n pol¨ªtica en tomo a ciertos valores como los implicados en la ley del aborto, puesto que la provisionalidad de unos votos en las Cortes o en el Tribunal Constitucional puede trocar, en uno u otro sentido, su verdadera raz¨®n de ser.
Las democracias parlamentarias conllevan necesariamente riesgos al estilo de los que Ortega denunci¨® al hablar de la democratizaci¨®n pol¨ªtica como f¨®rmula m¨¢gica. En no pocas ocasiones hube de explicar a mis contertulios -y en el seno de respetables instituciones en las que se re¨²nen personas de m¨¢s que sobradas calidades de inteligencia y buen criterio- que el resultado de las votaciones no es m¨¢s cosa que la expresi¨®n de las voluntades. No puede votarse acerca del d¨ªa de la semana en que vivimos -que es uno y no otro, al margen de nuestra voluntad-, ni decidir por mayor¨ªa que la primavera del hemisferio norte comienza en el mes de noviembre porque, nos pongamos como nos pongamos, no es cierto. (De pasada y entre par¨¦ntesis recuerdo al paciente lector la disparatada ocurrencia de unos dem¨®cratas de guardarrop¨ªa que pusieron a votaci¨®n hace ya muchos a?os, ?menos mal!, y dicen que en el Ateneo de Madrid, la existencia o no existencia de Dios; gan¨® Dios por un voto.)
El s¨ªntoma de los males que apunto supera ya bien a las claras las an¨¦cdotas sujetas a la mera forma de la decisi¨®n. Estamos acostumbr¨¢ndonos peligrosamente a entender el juego pol¨ªtico como un fin en s¨ª mismo, vinculando el proceso de ese tejemaneje a estrategias, posturas y decisiones que implican unos resultados demasiado importantes para reducirlas al papel de simples medios. La naturaleza del vicio aparece claramente reflejada en el momento en que las discusiones y las pol¨¦micas parlamentarias pierden su sentido, es decir, cuando los argumentos resultan in¨²tiles adornos servidos como entrem¨¦s de una votaci¨®n ya anticipadamente decidida.
La ley del aborto no es sino un episodio m¨¢s en esa sustituci¨®n de fines. Da igual el resultado de los tribunales (si dejamos de lado la pat¨¦tica situaci¨®n de las mujeres afectadas por su situaci¨®n y la ley de todos) porque el mal se hab¨ªa cometido ya en los or¨ªgenes. Aunque supusi¨¦ramos que nos encontramos en unas circunstancias pol¨ªticas relativamente distintas y se tratase de una ley represora de la posibilidad de abortar, o por el camino contrario, nos hall¨¢semos ante la misma ley, pero ahora bendecida en su constitucionalidad, todas esas posibles y dispares alternativas no enmascarar¨ªan el verdadero fondo de la cuesti¨®n: el de un episodio de absoluta prioridad social como el de los derechos de las madres y los hijos, y sus mutuas y respectivas relaciones, transformado en arma pol¨ªtica. En la medida en que el voto popular es mudable, y sigue, por lo general y mejor que ning¨²n otro modelo, el de la teor¨ªa del p¨¦ndulo, esas otras situaciones ahora mismo no m¨¢s que especulativas bien pudieran convertirse f¨¢cilmente en reales. Las c¨¢maras parlamentarias y los altos tribunales no se caracterizan, en general, por sus excesivas tendencias hacia la perpetuaci¨®n de las situaciones establecidas.
Si la disciplina de partido y la ley del vaiv¨¦n del voto anulan el sentido de la discusi¨®n institucional y la b¨²squeda de los nuevos modos sociales que se est¨¢n reclamando, poco habremos avanzado desde que Ortega ped¨ªa responsabilidad y criterio. Pero el paso de la historia no permite demasiadas frivolidades respecto a la marcha atr¨¢s. Cuando Ortega escrib¨ªa sus preocupaciones, Espa?a no hab¨ªa sufrido a¨²n en sus carnes la amarga experiencia de la frustraci¨®n hist¨®rica. Nosotros hemos heredado, en ese sentido, un compromiso mucho m¨¢s dif¨ªcil de cumplir, porque conocemos cu¨¢les son las miserias del error pol¨ªtico y contamos con los medios precisos para evitarlo. Ser¨ªa bueno para los m¨¢s -y aun para todos- no consumir semejante conocimiento ni tal posesi¨®n en in¨²tiles refriegas. Sobre todo si se dirigen al arte de la pol¨ªtica, con min¨²scula.
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