Teatro y política en Catalu?a
EL TEATRO en Catalu?a presenta hoy una de esas contradicciones tan frecuentes en la vida contemporánea: una floración artística extraordinaria, un problema de comprensión por la cultura institucional y una desorientación de su público propio (que a su vez contrasta con la admiración en Espa?a y en el extranjero). El Congreso Internacional de Teatro en Catalu?a, que reúne en Barcelona a 700 delegados de 41 Estados, no sólo tiene el valor relativo de esta clase de manifestaciones -el intercambio de situaciones y soluciones, la exposición teórica de problemas-, sino el de poner de manifiesto la situación política del teatro en Catalu?a y las posibilidades de enmendarla, que se expondrán en un Libro Blanco del teatro catalán. Un par de temas son esenciales, y no sólo en Catalu?a: el de la delimitación del campo institucional y la posibilidad de animar, o hasta de resucitar, el teatro privado.Es posible que, como tantas otras formas de cultura y civilización, la actual fuerza creativa del teatro catalán proceda de la respuesta al desafio a su adversidad, de la negación sistemática de su propia esencia, además de en su tradición. En tantos a?os de constricción, el Instituto del Teatro, nacido de la Escuela Catalana de Arte Dramático creada por la diputación, ha mantenido viva la fuerza teatral, ha producido personalidades insignes y, hoy mismo, ha organizado este congreso internacional. Mientras, otras instituciones buscaban, como remedo e imagen de los errores centralistas, un teatro de prestigio, un derroche de dinero confuso y unas luchas tribales por el derecho a la vitrina, a mostrarse como los due?os del arte.
Un pacto institucional entre ayuntamientos, diputaciones y Generalitat ha convertido en figura imprescindible al consejero de Cultura de la Generalitat, lo cual podría ser muy bien su propósito, pero no el interés de la cultura en Catalu?a. Su ausencia de los actos del congreso, como la del propio presidente de la Generalitat -mientras el de la diputación, Dalmau, que ostentaba la representación del Rey, se quedaba solo-, muestra el desapego de algunas figuras por todo aquello de lo que no pueden apropiarse.
La idea de dejar este congreso como "una cosa de la diputación" parece descabellada. Mientras tanto, la Generalitat mantiene un Centro Dramático que, en rigor, no puede considerarse como tal, mientras carece de un teatro nacional catalán que reanude -intensifique, dote, actualice- la tradición; el Ayuntamiento no cubre el antiguo deseo de un teatro municipal y en Barcelona se van cerrando locales, como acaba de suceder con el Victoria, faltos de la suficiente atención y de la dinamización de la empresa privada.
El contraste citado con la fuerza del gran teatro creativo en todos los aspectos dramatúrgicos -texto, interpretación, dirección y técnica- no puede ser más evidente. El Congreso puede tener ahora la virtud de poner de manifiesto, de una manera lúcida y coherente, el problema político, y hasta algunas de las vías posibles para su solución y para su coherencia; pero hay un indudable pesimismo acerca de la posibilidad de que salgan adelante las propuestas, aunque parezcan evidentes. La política cultural se hace cada vez más -como en todas partes- política que cultural.
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