Rafael Alberti
Eveline Sullerot introduce su Historia y sociolog¨ªa del trabajo femenino con una an¨¦cdota harto significativa. Nos cuenta c¨®mo un caballero de la alta sociedad, en plena exaltaci¨®n de la feminidad, sosten¨ªa que las mujeres no deb¨ªan trabajar. La esposa de ¨¦ste, encantadora y ociosa, le interrumpi¨® para aclarar: "Mi marido se olvido de decir que desde su ni?ez, y a¨²n ahora, son unas mujeres -no su madre ni su esposa, sino unos seres del sexo femenino- quienes le han lavado su ropa sucia, vaciado sus basuras, fregado, los parques sobre los cuales posa sus pies; son mujeres las que le han escrito sus cartas, marcado el n¨²mero del tel¨¦fono, expedido sus paquetes en Correos, vendido o empaquetado muchas de sus compras, preparado y servido su comida. Pero esas, sin duda, son mujeres, sin ser la mujer".Y es que hasta los m¨¢s reticentes tendr¨¢n que admitir que detr¨¢s de cada hombre situado en cualquiera de nuestras jerarqu¨ªas sociales hay toda una legi¨®n de mujeres que le permite vivir al socaire de las impertinencias de la vida cotidiana. Bastante m¨¢s confuso y difuso resulta aquilatar el papel de esa otra mujer -la compa?era- que hace bueno el dicho de que detr¨¢s de cada hombre ilustre hay siempre una mujer inteligente. Si nos atenemos al mundo de la poes¨ªa espa?ola, vemos conyugalizados tan relevantes como Alberti y Mar¨ªa Teresa Le¨®n, Salinas y Margarita Bonmat¨ª o Juan Ram¨®n y Zenobia, que nos hablan de una mujer capaz de solventar los problemas dom¨¦sticos, pero que fundamentalmente ejerce otras funciones m¨¢s et¨¦reas e inconmensurables. Y quiz¨¢ ning¨²n ejemplo tan vivo, para empezar a entender algo, como nuestro Alberti y su Mar¨ªa Teresa Le¨®n. Perm¨ªtaseme, pues, por una vez y sin que me importara servir de precedente, adorar al jacarandoso gaditano por la peana.
Y no es que Alberti no le asignara a Mar¨ªa Teresa un papel luminoso en su existencia. Muy al contrario, con la maestr¨ªa que le es habitual nos anuncia en sus memorias la aparici¨®n de ella en su vida como un hito trascendente. Un inesperado punto y aparte y una escueta frase es el clarinazo que nos alerta del acontecimiento: "Pero algo que deb¨ªa estar escrito me sucedi¨® de pronto". Luego, la poes¨ªa: "Cuando t¨² apareciste / ( ... ) / Fue como si llegara al m¨¢s hermoso puerto del mediod¨ªa...".
Sin embargo, ser¨¢ justo desde este momento cuando la luz de ella empiece a brillar s¨®lo en funci¨®n de la de ¨¦l. Mar¨ªa Teresa Le¨®n no trascender¨¢ el tiempo como escritora. Tampoco quedar¨¢ en la memoria de los espa?oles por haber creado las guerrillas del teatro durante la guerra civil, ni por haber sido una emotiva mitinera ante el Ej¨¦rcito republicano, ni tan siquiera por haber colaborado heroicamente en la salvaci¨®n de los lienzos de El Prado. Su nombre, para siempre jam¨¢s, quedar¨¢ al pairo del de Rafael Alberti.
De c¨®mo Mar¨ªa Teresa acepta este eclipse tenemos material sobrado en su Memoria de la melancol¨ªa. En ella, una Mar¨ªa Teresa atrevida y entusiasta nos muestra su fe inquebrantable en la condici¨®n humana y en un credo pol¨ªtico, el comunista, que la mantuvo sobre senderos abiertos y esperanzados cuando el mundo se derrumbaba bajo terribles guerras. La ingenuidad y dogmatismo que pueda encerrar esta postura no afecta al hecho de que sea sobre esa doble vertiente de vitalismo y militancia donde se articular¨¢n las relaciones de Mar¨ªa Teresa y Alberti. Pero, por perfecta que sea la compenetraci¨®n entre ambos, no se le oculta a Le¨®n el papel segund¨®n que desempe?a ante su marido: "Ahora yo soy la cola del cometa. ?l va delante. Rafael no ha perdido nunca la luz". En otra ocasi¨®n apostilla: "Rafael cre¨ªa en nuestra estrella, yo creo a¨²n lo que Rafael cree".
Con ser estas frases tan expresivas, mucho m¨¢s significativas son las opiniones que le merecen las actitudes de otras esposas de ilustrados. Nos relata Mar¨ªa Teresa c¨®mo un buen d¨ªa Jules Superville abandono el hogar sin dejar rastro, present¨¢ndose un a?o m¨¢s tarde a la hora de comer, como si nada hubiera pasado. A la autora le admira la serenidad con que fue acogido por su esposa, pero, para el tema que nos ocupa, lo importante es el comentario con que cierra la an¨¦cdota: "Los ni?os besaron a su padre, que regresaba de un viaje hacia la libertad, convencido de que solamente la esclavitud del amor consiente a un poeta deslizarse hacia la gloria".
Y esta fe de la mujer de Alberti en la grandeza de su misi¨®n conyugal a¨²n queda mejor evidenciada en su comentario a la concesi¨®n del Premio Nobel a Juan Ram¨®n: "Zenobia Camprub¨ª acaba de recibir el Premio Nobel. Me dir¨¦is: no, est¨¢s confundida, el Premio Nobel fue para Juan Ram¨®n. Pero yo contestar¨¦: ?y sin Zenobia hubiera habido premio? ( ... ) ?Qu¨¦ era lo que Zenobia solucionaba tan imperiosamente? Pues la vida. La vida de los poetas no se soluciona como la de los p¨¢jaros. No provee sus, alimentos aquel que cuida las golondrinas viajeras. Los poetas comen, duermen, se agitan y desean como cualquier hombre. Bueno, no, peor, son m¨¢s dificiles que cualquier hombre. ( ... ) Zenobia era para Juan Ram¨®n la urdimbre. En su fuerza segura se trenzaba la existencia diaria de Juan Ram¨®n".
La buena esposa
Finalmente, para rematar este manual de la buena esposa, merece la pena traer a colaci¨®n la amonestaci¨®n que dirige a la mujer de Picasso ante cierta resistencia de ¨¦sta a aceptar el papel de sost¨¦n del artista: "Tienes raz¨®n, Jacqueline, ?pero no te das cuenta que est¨¢s en la casa del monstruo? Su obra va a ser inmensa. ?No piensas en los cuadros futuros? S¨®lo est¨¢n esperando su llamamiento ( ... ) t¨² tienes la llave de la cueva de las maravillas".
Claro que Mar¨ªa Teresa no inventa nada. Se cuenta que era Mar¨ªa Lez¨¢rraga la que escrib¨ªa las obras de su marido, Mart¨ªnez Sierra. Y que Braque mandaba a su esposa a visitar los museos para que luego se los comentara. Pero son los razonamientos de la mujer de Alberti los que nos dibujan la moral sobre la que se articula el comportamiento de estas mujeres que, ya teorizando sobre el particular, como Mar¨ªa Teresa, o a la chita callando, como Zenobia, o refunfu?ando por lo bajines, como Jacqueline, han puesto la vida y el alma al servicio del genio.
?Pero c¨®mo viven ellos esta situaci¨®n? Hasta el m¨¢s conspicuo de los ilustrados lo tiene facil¨ªsimo para no cuestionarse la supremac¨ªa masculina. Nada menos que el padre espiritual de la Revoluci¨®n Francesa, Juan Jacobo Rousseau, ya hac¨ªa tiempo que hab¨ªa sentado las bases te¨®ricas que justificaban este estado de cosas. Sus palabras no pueden ser m¨¢s precisas: "Toda la educaci¨®n de las mujeres deber¨¢ estar en funci¨®n de los hombres. Para complacerles, para serles ¨²tiles, para hacerse amar y honrar por ellos; para educarlos cuando j¨®venes, para cuidarlos de adultos; para aconsejarles, consolarles y hacer su vida dulce y agradable. Tales son las obligaciones de la mujer, que tienen que serle inculcadas desde la ni?ez".
No me extra?ar¨ªa que m¨¢s de un caballero de los que jam¨¢s se han cuestionado la jerarqu¨ªa sexual que preside su vida privada se sienta herido por esa sinceridad de Rousseau. Hay cosas que se hacen, pero no se dicen. Aunque tambi¨¦n entre los poetas conyugalizados que antes cit¨¦ podemos encontrar testimonios que los sit¨²an en la mejor l¨ªnea rusoniana. Este es el caso de Pedro Salinas, cuando la que habr¨ªa de ser su esposa -Margarita Bonmat¨ª- le plantea, seg¨²n se desprende de una de sus Cartas de amor, la conveniencia de realizar el trabajo dom¨¦stico sin que se haga aparente el esfuerzo que comporta. El poeta se une alborozado a la idea, lamentando que su madre no posea "este arte" y animando a su futura esposa a que lo consiga, bien con los nuevos "medios mec¨¢nicos", bien con la ayuda de "alg¨²n criado". Salinas, como vemos, se muestra dispuesto a todo menos a echar una manita. Pero lo m¨¢s aleccionador es el p¨¢rrafo con que zanja la cuesti¨®n: Qu¨¦ felicidad, vida, tener una mujer que sea mi lazarillo por las sendas espirituales de la vida interior, y que me d¨¦ la vida depurada, limpia, sin molestias materiales, para poder dedicarla bien a nuestros negocios interiores!". Frase que supera en ingenio y sinceridad a la de Rousseau.
"Una sierva de grado"Sin embargo, otros ilustrados se hab¨ªan expresado de modo muy diferente. El ensayo de Stuart Mill On the subjection of woman, publicado en 1869, contiene un impecable e implacable alegato sobre el estado de cosas que estamos co nsiderando: "El hombre no quiere solamente la obediencia de la mujer, quiere tambi¨¦n sus sentimientos. Todos los hombres, excepto los m¨¢s brutales, desean que la mujer que est¨¢ m¨¢s estrechamente ligada a ellos sea no una sierva por la fuerza, sino de grado; no una esclava, sino una favorita. Por tanto, han puesto en pr¨¢ctica todos los medios conducentes a esclavizar sus mentes. ( ... ) Los amos de las mujeres buscan m¨¢s que la simple obediencia¨ª y emplean para esto toda la fuerza de la educaci¨®n". El que esta denuncia quedara condenada a ser clamor perdido en el desierto mientras quela pr¨¦dica de Rousseau lograba su consagraci¨®n no significa sino que este ¨²ltimo elevaba a nivel de teor¨ªa una pr¨¢ctica social de milenios. Y la eficacia de esta doma secular queda demostrada con la actitud de las mujeres aqu¨ª citadas, que, parad¨®jicamente, compaginan su elevado nivel intelectual con una aceptaci¨®n del papel de segundonas. Con raz¨®n se?alaba Simone de Beauvoir que los hombres han encontrado en sus compa?eras una complicidad mayor que cualquier otro opresor.
Sin duda hay que admitir que el h¨¢lito del genio siempre sopla por derroteros inciertos y con reglas dificiles de determinar. Lo inadmisible es que sean los diferentes papeles adjudicados a los sexos, o cualquier otro tipo de barrera social, los que conformen la l¨ªnea divisoria entre los tocados por la gracia creadora y el resto de los mortales. Y para que esto no ocurra hay que tener en cuenta la sutileza de esos lazos de supeditaci¨®n que Stuart Mill ha se?alado, y cuya desaparici¨®n requiere una lucha mucho m¨¢s compleja y sofisticada que la que se opone a la esclavitud del trallazo en la espalda. Porque aqu¨ª no se trata de demostrar que el potencial creador de Mar¨ªa Teresa y Alberti, Zenobia y Juan Ram¨®n, Jacqueline y Picasso fueran intercambiables y que ellas hubieran podido producir, de no ser mujeres, una obra tan importante como la de sus maridos. Lo que se trata de se?alar es que existen unas actitudes psicol¨®gicas y unas circunstancias materiales que determinan que la obra creadora encuentre terreno abonado o inh¨®spito. S¨®lo desaparecidos esos condicionantes ser¨¢ l¨ªcito que una persona decida por amor, admiraci¨®n o cualquier otro sentimiento encomiable rendirse ante la genialidad.
Pero quiz¨¢ lo m¨¢s sangrante, aunque tambi¨¦n lo m¨¢s obvio, que hay que oponer a la teor¨ªa de Le¨®n es que, por mucho que la fuerza creadora se beneficie de la estabilidad emocional y material que le' proporcione una mujer que asuma el papel que ella defiende, no es esto, en ¨²ltima instancia, lo que determina el genio. Baste para ello comprobar que Alberti realiz¨® lo m¨¢s cualificado de su obra -Marinero en tierra, Cal y canto, Sobre los ¨¢ngeles- antes de conocerla. Y lo mismo podr¨ªamos decir de los otros personajes aqu¨ª citados. Hasta el cascarrabias de Juan Ram¨®n hubiera encontrado alguien que, si no por amor, s¨ª por dinero, hubiera hecho el papel que desempe?o Zenobia. Y qui¨¦n sabe si en la disyuntiva de tener que afrontar las necesidades materiales de la vida no nos hubiera legado una poes¨ªa menos et¨¦rea, menos inasible y, a la postre, m¨¢s humana.
Volviendo a Rafael Alberti y Mar¨ªa Teresa Le¨®n, no creo que la cuesti¨®n est¨¦ en intentar una valoraci¨®n comparativa de sus respectivas obras por ver de justificar la suerte dispar corrida por una y otra. En mi opini¨®n, las novelas de guerra de ella adolecen de la fuerza capaz de mantener en pie los personajes y situaciones recreados por la autora. Sin embargo, sus memorias est¨¢n dotadas de un lirismo y un valor testimonial que en nada tendr¨ªan que envidiar a la poes¨ªa de Alberti; que tampoco esta poes¨ªa es dulce de chocolate que a todos colme. Por mi parte, me contentar¨ªa con haber empezado a desbrozar el terreno para entender por qu¨¦ la misma ejemplaridad de la pareja que formaron hasta que Mar¨ªa Teresa qued¨® marginada de la considerada vida racional es lo que hace de ellos un paradigma por lo que a la jerarquizaci¨®n social de sexos ata?e. Mucho m¨¢s significativo que otros casos que se ajustan m¨¢s groseramente al desequilibrio institucionalizado.
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