Del escribir
La diferencia espec¨ªfica del escritor es dif¨ªcil de establecer, sobre todo con respecto a lo que parece ser su g¨¦nero pr¨®ximo, el fil¨®sofo. Pues que ning¨²n filosofo se ha realizado como tal sin ser un gran escritor. Ninguna obra cl¨¢sica de filosof¨ªa deja de ser al mismo tiempo, y se dir¨ªa que por esencia y no por a?adidura, una obra literaria de primer orden. Tanto es as¨ª que en algunos casos hay obras filos¨®ficas, como, por ejemplo, El mundo como voluntad y representaci¨®n, de Schopenhauer, que han actuado mayormente por su virtud literaria que por su contenido filos¨®fico, llegando incluso a ser ensombrecida esa su sustancia filos¨®fica hasta hacerse imperceptible. Era literatura, se dec¨ªa por algunos serios profesores de Filosof¨ªa, y por ello estas obras han sido consideradas una especie de parafilosof¨ªa. Ir¨®nicamente, suele llegar el momento en que el rigor y la precisi¨®n propios del pensamiento filos¨®fico se revelen y salten a la vista precisamente a trav¨¦s de la misma belleza literaria de la obra en cuesti¨®n, que no es sino la belleza del puro pensamiento.El terror al pensamiento y el prejuicio contra la belleza que el propio pensamiento puede tener se a¨²nan, logrando sucesos tales como el que un texto que contenga un cierto descubrimiento filos¨®fico expresado sin una forma lograda, como acontece con todo descubrimiento, sea considerado un espl¨¦ndido escrito literario. Y as¨ª se da rienda suelta al doble maleficio que condena al pensamiento y a la belleza, pues que as¨ª se menosprecia aquel descubrimiento a medias logrado, impidi¨¦ndolo crecer, mientras que se confunde la belleza literaria con lo que puede ser estrechez de forma o tambi¨¦n la ampulosidad de una ya usada ret¨®rica.
La belleza de la escritura de Plat¨®n hace que los humanistas del Renacimiento le leyeran como si de uno de ellos se tratara. Los huesos mismos de la filosof¨ªa aparecen, de esta manera y de algunas otras, sustra¨ªdos a todo esfuerzo del pensar, cuando en verdad han sido la mayor parte de ellos, y especialmente los de Plat¨®n, dados a luz ag¨®nicamente, conflictivamente que se dir¨ªa hoy. Pero su belleza se la convierte en simple virtud placentera. Para un humanista, leer a Plat¨®n es un placer, no un penar, cuando para un aspirante a fil¨®sofo es un penar, un entender lo imposible de entender, un vencer, si se llega, la imposibilidad del filosofar en el hombre. Ese filosofar que aparece como mediador entre el himno entusiasta y aun la danza dionisiaca; entre el delirio, pues, y la raz¨®n. No podr¨ªa lograrse tal condici¨®n sin consumar lo esencial del delirio, y aun en ciertos casos geniales de la danza, sin el entusiasmo en que la raz¨®n sin perderse se enciende. Y esto, cuando se logra, es obra del escritor. El escritor es as¨ª el verdadero, mediador, invisible a veces, como con tantas obras especies de mediadores sucede, y con el riesgo de interponerse, ocultando en vez de mostrar, es decir, de entusiasmarse consigo mismo, apareciendo entonces el escritor como un artificio y caricatura de su ser verdadero y de la necesidad que pide que tales mediadores existan. Una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, trasmutarse o desaparecer sin que su vac¨ªo se note. Una ciudad sin escritor es un templo vac¨ªo, una plaza sin centro, o quiz¨¢ con el centro desplazado y puesto al margen, esquinado, para dejar su lugar, todo el lugar, a algo cuyo nombre no est¨¢ siquiera bien catalogado, algo para lo que, en realidad, no hay palabra. Residuos, pues, alogoi, fuera del logos, sin posible nombre; residuos que hacen imposible la imagen de centro y c¨ªrculo.
Mas el escritor como tal ha existido, y en forma necesaria, a partir de ciertos per¨ªodos de la vida europea. Hasta se podr¨ªa decir que el escritor haya sido uno de los actores esenciales del vivir europeo, y que la decadencia de su funci¨®n sea debida a la disoluci¨®n, o disgregaci¨®n que parece ir en creciente, de la especificidad de Europa, de la p¨¦rdida de su identidad y de su cambiante figura dentro de la unidad. El escritor ha sido, pues, el espejo de Europa. Espejo de un sentido activo, pues que no se conformaba con reflejar la imagen, sino con crearla y recrearla una y otra vez. Ya que la unidad de Europa es una in¨¦dita e ins¨®lita forma de unidad en la historia, que ha ido naciendo originariamente, y no sin gloria, en los llamados siglos oscuros, en la Edad Media. Pasadas las catacumbas cristianas y en libertad el cristianismo, que mejor ser¨ªa que hubiera sido cristiandad, aparece una forma de unidad distinta radicalmente de la del Imperio romano, sin que por ello sea simple producto de su llamada decadencia. No, Europa no ha nacido de decadencia alguna, sino que se ha ido haciendo a s¨ª misma, en pluralidad y unidad.
Se trata de una historia nueva, y el tr¨¢nsito -crisis se le ha llamado tambi¨¦n- que origina esa realidad llamada Europa es lo que ha hecho posible y necesario a eso que se llama el escritor. Nace, pues, el escritor ya con san Agust¨ªn, padre de Europa, aunque no fuera m¨¢s que por esto, por ser un genial escritor. Y tan por la crisis estaba engendrado este ser escritor que aparece en san Agust¨ªn como producto de la crisis de su propio ser, de su metamorfosis, que no se hubiera logrado tal como se logr¨® si ¨¦l no se arranca su propio velo, ese velo de la verdad en filosof¨ªa; es decir, si no practica el filosofar consigo mismo, no sobre s¨ª o sobre otra cosa, sino con su propio ser, con todo ¨¦l; si no se ofrece en pasto a la verdad, cosa que solamente pudo ostensiblemente hacer en tanto que escritor. No es una b¨²squeda de s¨ª mismo ni un mostrarse a s¨ª mismo, sino de extraer su propio coraz¨®n y ofrecerlo como ¨²nicamente puede ser ofrecido el coraz¨®n, en llamas. El escritor nace as¨ª m¨¢s all¨¢ del pudor y de la contenci¨®n estoica, que ¨¦l, Agust¨ªn, tan bien se sab¨ªa. Incluso nace m¨¢s all¨¢ del plotinismo, del amor y de la contemplaci¨®n del uno y de s¨ª mismo convertido en objeto del mundo inteligible. Sabidas son, pero han de ser rememoradas como hito de la filosof¨ªa, la pulcritud, precisi¨®n y transparencia inigulables del pensamiento de Plotino. Mas la transparencia que ofrece Agust¨ªn es la de su propio coraz¨®n: "He aqu¨ª mi coraz¨®n, Se?or, como es de transparente". ?Ser¨¢, pues, que la seducci¨®n del escritor proceda del coraz¨®n que se ofrece en llamas, y a veces es p¨¢lido reflejo, movedizo tambi¨¦n, como en las confesiones de Jean-Jacques Rousseau? Si esto es el escritor, ello es espec¨ªfico de Europa, este arder, este ardor, este haber de echarse a la hoguera, llamando a que alguien, que no es individual, a ese personaje nuevo que es el lector, a que se lance con ¨¦l, a que al menos le vea como arde y sienta la tentaci¨®n de arder tambi¨¦n ¨¦l, el lector.
Bien europea es la leyenda de Trist¨¢n e Isolda, que beben juntos el elixir de amor que sin duda ellos sab¨ªan, aunque el narrador lo cele, que era de muerte tambi¨¦n. Este trueque presentado como debido al azar era el secreto, era la verdad del amor. ?Y no es tambi¨¦n una figura del escritor la de Trist¨¢n adentr¨¢ndose en la mar sin confines, en lo desconocido, s¨®lo con su viol¨ªn?
?Es acaso la soledad la que hace nacer al escritor, la llama que mueve esa barca en la que ¨¦l va, y la barca misma, no es la barca de su soledad? As¨ª como el fil¨®sofo Di¨®genes encontr¨® su casa en la cl¨¢sica vasija vaciada del vino de la embriaguez que hab¨ªa contenido, llenando con su figura entera aquel vac¨ªo, dando la cara en la calle impasiblemente desde esa su impar morada. La barca c¨¢scara de alguna fruta invulnerable y rebosante de un jugo ya desconocido, la barca que sostiene como resto fr¨¢gil de ese fruto primero irreconocible que mantiene la vida de un alguien en su ¨ªntima soledad, en su peregrinar en busca del amor. Y el viol¨ªn con el que tal viajero cuenta en su viaje a lo m¨¢s remoto e ¨ªntimo y viviente, hacia su propio coraz¨®n. ?No es acaso la pluma del verdadero escritor? El que tiene que escribir rompiendo el silencio, buscando, que si no otras criaturas, el cielo, los mares, los elementos entre los *que va confundido, aunque confiado, sin br¨²jula. Los elementos, que son lo ¨²nico que le ha quedado, escuchar¨¢n su canto quiz¨¢, ellos, su gemido, su clamor.
Pues que el escritor, el verdadero escritor, es el que a solas clama a los cielos, el que se arriesga, porque de ello tiene el mandato: un mandato de expresar, y en la forma m¨¢s indeleble posible, aquello que clama a los cielos. Y este es el escritor. El fil¨®sofo no clama, no se arriesga en el pi¨¦lago insondable. Di¨®genes con su tonel estaba en una ciudad. Filosofar, pues, debe ser cosa muy esencial para la ciudad, para que la haya. El escritor es imprescindible para que a¨²n aquello que en la ciudad ocurra, y clame al cielo, no se quede oculto bajo el silencio opaco, para que salte clamando a los cielos, y si fuera as¨ª, el escritor ser¨ªa el coraz¨®n de la ciudad, su centro, el ¨²nico que podr¨ªa rescatar a la ciudad de haber sido despose¨ªda de su centro, allanada en verdad.
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