Epistolarios
Dijo un rey ingl¨¦s, hace siglos, que si la muerte nos llegara de Espa?a, todos ser¨ªamos inmortales. Alud¨ªa a la lentitud de las relaciones diplom¨¢ticas, pero cabe decir lo mismo, hoy d¨ªa, de las epistolares.Para el norteamericano, no es dif¨ªcil perdonar esa lentitud, y hasta el silencio por respuesta. Aunque Espa?a sea el no mans land, el agujero negro por donde desaparecen las cartas, el silencio no siempre implica la indiferencia. Meses despu¨¦s, olvidado ya el asunto que motiv¨® la primera carta, llega la del arrepentimiento. Dec¨ªa Federico Garc¨ªa Lorca en una de las suyas: "No achaques a disgusto mi silencio est¨²pido ni lo achaques a olvido. La culpa la tienen el aire, el tiempo, las cosas exteriores".
Lo que resulta m¨¢s dif¨ªcil de comprender (al menos, quiz¨¢, en los pa¨ªses anglosajones) es que se publiquen tan pocos epistolarios.
?A qu¨¦ se debe esta escasez? La publicaci¨®n de un epistolario surge de un esfuerzo colectivo que s¨®lo puede llevarse a cabo en ciertas condiciones: la plena co-operaci¨®n de los familiares y amigos del escritor; la costumbre de depositar los papeles personales en las fundaciones y bibliotecas; la creencia de que la vida privada de un escritor pueda ser un leg¨ªtimo objeto de estudio; sobre todo, la fe en el di¨¢logo.
La carta -incluso la que queda sin contestar- significa di¨¢logo, y el epistolario nace de la voluntad de poner el di¨¢logo a salvo del tiempo. S¨®lo el epistolario (sobre todo cuando se trata de un tomo de correspondencia rec¨ªproca, en el que se reproduzcan ambos lados del intercambio epistolar) permite o¨ªr conversar a otras generaciones. Mediante el epistolario se recuperan palabras que ayudaron a configurar libros, que iluminan la confusa historia de los textos, o que permiten ver las corrientes literarias desde perspectivas nuevas y nada sentimentales. As¨ª, por ejemplo, esta ir¨®nica vi?eta (18 de marzo, 1936) que traza Pedro Salinas para Jorge Guill¨¦n: "Mucho me temo que Federico (Garc¨ªa Lorca) en su carrera de noble emulaci¨®n con Rafael (Alberti) caiga tambi¨¦n en el garlito social. Ya parece que ha escrito un drama comunist¨ªsimo para no dejarse pisar. Como detalle pintoresco te dir¨¦ que en la manifestaci¨®n de hace 15 d¨ªas se le¨ªa un gran letrero que rezaba as¨ª: 'Los escritores revolucionarios espa?oles'. Lo llevaban, de un extremo Rafael Alberti, de otro Luis Cernuda, y segu¨ªan Manolo Altolaguirre, sin duda en calidad de masa".
La falta de epistolarios coincide, en Espa?a, con una sorprendente riqueza de fuentes documentales. Se sabe que los papeles de Pedro Salinas desaparecieron durante la guerra civil, cuando ¨¦ste estaba ense?ando en Estados Unidos; escribe el erudito murciano Juan Guerrero Ruiz a Juan Ram¨®n Jim¨¦nez en los a?os cuarenta estas palabras pat¨¦ticas: "Si por alg¨²n amigo com¨²n le pueden hacer saber, en mi nombre, que gran parte de su biblioteca fue salvada y se conserva en el Instituto Cervantes, de Madrid, le proporcionar¨¢ una alegr¨ªa, pues todo lo de, su casa -muebles, libros, cuadros- fue aventado en 1936". Entre los papeles sustra¨ªdos de su oficina en el Centro de Estudios Hist¨®ricos estaba su correspondencia, p¨¦rdida lamentable porque, sin dua, entre los poetas del 27, ninguno le super¨® en el g¨¦nero epistolar. En cambio, se conservan en la biblioteca Houghton de Harvard University (donada a aquella Universidad por sus hijos Solita y Jaime) gran parte de las cartas que recibi¨® entre 1939 y 1951.
Entre los archivos m¨¢s extensos y m¨¢s cari?osamente cuidados de aquella generaci¨®n est¨¢ el de Jorge Guill¨¦n, en Cambridge (EE UU). Con un noble sentido de responsabilidad -hacia la propia obra y hacia la de los dem¨¢s- iba depositando en carpetas, en orden alfab¨¦tico (Alberti, Aleixandre, Amado Alonso ... ), centenares de ap¨ªstolas que, hoy d¨ªa, resultan de consulta indispensable para la historia de lo que se llamaba la joven literatura, sobre todo en sus empresas colectivas: Los cuatro vientos, la Antolog¨ªa de Gerardo Diego, la Imprenta Sur de Prados y Altolaguirre... El acopio de datos que se encuentran en estas cartas revela hasta qu¨¦ punto Guill¨¦n era capaz de escuchar y alentar a
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Viene de la p¨¢gina 9otros escritores, no s¨®lo en persona, sino por escrito.
Otra colecci¨®n de gran importancia es la que se iba acumulando en torno a Federico Garc¨ªa Lorca. El poeta guard¨® m¨¢s de 2.000 p¨¢ginas dirigidas a ¨¦l por sus amigos y admiradores y estos papeles abarcan la materia m¨¢s heterog¨¦nea, desde tempran¨ªsimas cartas y poemas de Emilio Prados hasta unos apuntes que le hizo Antonio Gallego Bur¨ªn para un drama (que no lleg¨® a escribir) sobre los moriscos de la Vega de Granada. La publicaci¨®n de esta materia (conservada en la Fundaci¨®n F.G.L.) se iniciar¨¢ el a?o que viene con la edici¨®n, de las 14 cartas, algunas muy extensas, que dirigi¨® a su familia desde Nueva York y La Habana en 1929-1930. Revelan, entre otros datos de inter¨¦s, la insospechada importancia que tuvo aquel viaje para el desarrollo posterior de su teatro: "Aqu¨ª (en Nueva York), el teatro es magn¨ªfico, y espero sacar gran partido de ¨¦l para mis cosas".
La escasez de epistolarios no s¨®lo afecta a los poetas modernos, sino tambi¨¦n a los del Siglo de Oro; y aqu¨ª tampoco faltan materias. Hace tres a?os encontr¨¦, en un legajo de papeles del Estado, del Archivo General de Simancas, dos hermosas cartas in¨¦ditas de un excelente poeta amoroso del Renacimiento espa?ol: Francisco de Figueroa.
Desde hac¨ªa tres siglos y medio, no se sab¨ªa casi nada de la vida de este poeta, amigo y dechado po¨¦tico de Miguel de Cervantes. En estas cartas (15781579) reaparece El Divino Figueroa con perfil humano. Desde un pueblo alem¨¢n que visita durante un viaje diplom¨¢tico, afirma que "voy muy bueno, y fresco, y aunque siento mucho la ausencia de mi muger, y mi casa, me animo y esfuer?o como si no huviera dexado tan buenas prendas, y lo passo alegremente".
Otros documentos del mismo archivo nos proporcionan un dato sorprendente: muri¨® en 1588 o 1589, tres d¨¦cadas antes de la fecha que aparece habitualmente en las enciclopedias. De peque?os datos como ¨¦ste se nutre la historia literaria. Pero, repito, no se limita a eso el valor de los epistolarios. Late en cualquiera de ellos un di¨¢logo que parece prolongarse m¨¢s all¨¢ de la muerte, y que pide (mejor tarde que nunca) meditaci¨®n y respuesta.
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